Crítica

-JOAN MARGARIT

-DON JUAN

-VALLE-INCLÁN

-ÁNGELES SANTOS

-JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN

-HILARIO BARRERO

-CARLOS ALCORTA

-ÁNGELES MORA

-RAFAEL FOMBELLIDA

-FRANCISCO JOSÉ MARTÍNEZ MORÁN

-MARCOS TRAMÓN

-ANDY WARHOL

-BOB DYLAN

 


JOAN MARGARIT

JOAN MARGARIT

UN ASOMBROSO INVIERNO

VISOR POESÍA (2017)

 

No esperéis asistir a la lectura de una de esas crónicas rutinarias y llenas de entrecomillados que parecen estar hechas casi como una obligación para justificarse, no sé muy bien si ante el medio para el que se escribe, ante el autor, o ante uno mismo. No; jamás lo hago y mucho menos ante un poeta al que tanto respeto y admiro y ante un libro tan asombroso como el invierno que nos anuncia.

Como ya dijera en otra ocasión al hablar de Joan Margarit, con motivo del décimo quinto aniversario de la publicación de “Joana”, sus libros, como los de Antonio Machado o Rosalía de Castro, son libros de cabecera permanente en mi mesilla de noche. Y, por supuesto, al referirme a su personalidad poética no voy a caer en algo tan manido, y que suena a cumplido repetido y gastado, como eso de que estamos ante el mejor poeta vivo en lengua castellana-y catalana-, porque entonces pasaría a engrosar una lista muy amplia y, por otro lado, tan engañosa como efímera. Digamos tan solo que estamos ante un gran poeta al que se redescubre con cada nueva lectura, con cada uno de sus libros, sea Cálculo de estructuras, Casa de misericordia, Se pierde la señal o cualquier otro.

Cuando está a punto de cambiar de decena para convertirse en un joven y saludable octogenario, Joan Margarit nos regala un libro sencillamente fascinante, un libro en el que, tal y como sustenta en el epílogo, sobre cómo hacer poesía, verdad y belleza se aúnan en una fusión maravillosa. El autor es capaz de combinar y equilibrar a la perfección esa aleación entre verdad-autenticidad, emoción, entusiasmo- y belleza-lirismo, sentido rítmico, contención métrica- para crear una escritura clara y limpia, libre de ornamentos inútiles, impurezas y escoria, donde las palabras se ajustan al pensamiento, donde ninguna de ellas sobra y ninguna de ellas falta. Su poética se cimenta sobre una creación literaria comedida, precisa y hermosa que da lugar a una poesía pensada y calibrada en su forma, sin que nada quede al azar, pero concebida desde lo más íntimo, desde ese lugar del cerebro en el cual se genera la emoción, para destilar, por la alquitara del lirismo, autenticidad.

Como el excelente arquitecto que es, construye el poema con solidez y sin elementos discordantes, procurando que al final del mismo prevalezca una enorme armonía. Y lo más importante, lo va elaborando desde lo cotidiano, desde aquello aparentemente trivial pero sin quedarse en lo anecdótico. De esta manera, consigue dotar al poema de un sentido moral para trascender y universalizarlo. Es el modo de conectar y comunicarse con el lector a través de esas experiencias que, aún siendo personales, nos son comunes y cualquiera, desde su vivencia, puede identificar como propias.

A ese prodigio de la palabra, a esa expresión única de los sentimientos, sólo se llega desde dos premisas esenciales, el conocimiento y la inspiración; dos cualidades que el poeta plasma en sus versos desde una aparente sencillez que no hace sino engrandecerlos para adentrarnos en toda su complejidad.

Joan Margarit i Consarnau nació en Sanaüja, Cataluña, en el año 1938. Es arquitecto y Catedrático de Cálculo de Estructuras. Es autor de una extensa obra poética en catalán y en castellano. Entre otros muchos premios ha ganado el Premio Nacional de Poesía.

  Si no me equivoco cuarenta y uno son los pequeños y deliciosos poemas que nos ofrece Joan Margarit en “Un asombroso invierno”.  Tengo entre mis manos la edición bilingüe, publicada por Visor, y como siempre he hecho ese doble esfuerzo de intentar leerlos en ambos idiomas, aunque siempre vuelvo al castellano. Sus poemas no son meras traducciones sino verdaderas recreaciones poéticas, en las que el autor procura mantener la cadencia silábica y los acentos rítmicos. Y es que el idioma, como el lugar al que se pertenece, no se elige, nos elige. Y se le ama como se ama lo primigenio, lo que nos remite al origen, a aquello que nos mantiene unidos al mundo desde lo primario: la tierra, la lengua y los seres más queridos. Hay un endecasílabo que cierra el poema “Más que una canción”, donde el poeta, en un último verso definitivo, manifiesta esa cercanía a lo que le ensambla con el mundo, a la tierra, a su tierra: “Este soy yo. Sólo un pueblo sin nombre”.

Es muy significativo aquel poema en el que el poeta recuerda los tiempos en los que se le impedía expresarse en un idioma que era tan suyo como lo era el aire que respiraba: “Nunca he olvidado el pescozón de un guardia/que con voz fuerte y seca me decía: Habla en cristiano, niño”. Ello no le impide manifestar su amor por el castellano; algo que demuestra en cada recreación poética así como en el poema desde el que evoca la figura de Jorge Manrique junto a la de Verdaguer.

 El libro se abre con el poema al que le da título y constituye, en sí mismo, toda una declaración de intenciones. La voz poética parece consciente de los cambios que en el mundo acompasan el tiempo y la edad que le toca vivir. Aunque todo ello no le angustia, comprende que aquello que él conoció, que aquello que asociamos a esa patria del hombre que es la infancia y la juventud, está a punto de esfumarse y, en una imagen memorable, en esa abstracción donde refleja, al fin, lo perdido, eso que tanto gusta a los poetas, se pregunta qué pasará cuando no haya amapolas: “Ya no se extenderán las rojas pinceladas/del viento en los trigales. / ¿Quién entenderá, entonces, /los cuadros de Van Gogh?”.

Cuando uno lee “Cuesta de Atocha”, no puede evitar pensar en “Joana”. Y no en la Joana del poeta, sino en esa Joana que cada cual tenemos interiorizada en nuestras propias pérdidas. Ahí reside el enorme acierto del poeta, en esa capacidad para trascender de lo personal y empatizar con el lector, al que no le cuesta nada asumir como suyo lo que se expresa con tanda belleza, con tanta emoción, con tanta verdad. El poema, como toda su poesía en general, surge sin cortapisas intelectuales, como un componente básico y esencial del ser humano, con lo cual nos evita esa intermediación, más allá del esfuerzo común, del intelecto para comprender lo que está tan hermosamente explicitado. En este poema en concreto, se rompe, como ya hiciera Joan Margarit, el tópico de la distancia emocional del poeta, ese por el que se dice que nunca se debe escribir cuando aún se siente. Estos versos son la demostración más palpable de que, más allá de las teorizaciones sobre cómo ejecutar la labor creativa, sólo pervive la buena poesía, independientemente de la implicación emocional del poeta. En este rodar pesaroso y costoso de la silla de ruedas se congregan en un todo hermoso, nuevamente, emoción y belleza formal. El poeta, en una especie de carambola del pasado, se da cuenta de lo perdido, de la ausencia del amor incondicional, puro y limpio que le profesaba su hija: “Por un maldito instante/compadezco a ese padre: un error, /puesto que él todavía tiene a su hijo”. En definitiva, nos ofrece una lección de amor sin necesidad de grandes abstracciones, nos la pone en la mano con naturalidad, desde una realidad concreta, para que la hagamos nuestra desde nuestras vivencias personales. Y lo consigue con claridad, sin pretensiones crípticas y sin ahondar en un hermetismo que puede alejar al lector.

El poeta dedica unos versos al Tenerife de su adolescencia, donde escribiera su primer poema, donde en él expresara su amor primerizo por una joven isleña compañera de curso. Es el mismo amor que, después de tantos años y tanto tiempo vivido, trabaja y construye, cada día, desde “la cocina, como a los veinte años”, con su mujer, con Mariona, con su alter ego, con la “Raquel” de “No estaba lejos, no era difícil” y que ya apareciera en 1975 en el poema “Cerdeña 548”. Es fácil imaginarse al poeta, en un tiempo indefinido, atemporal, como sus versos, en Forès, lugar de conciliación familiar, en esa Cataluña tan próxima al origen, a esa tierra de la infancia que todo lo impregna con su polvo y con su luz. Es tan fácil verlo allí de nuevo, junto a su esposa, junto a ese amor que ha construido con los años. Se entiende muy bien el cierre del poema en un verso endecasílabo que se muestra, como nos tiene acostumbrados, dentro de la tradición latina, a modo de conclusión: “Más claridad no la tuvimos nunca”.

Progresa el libro uniendo los recuerdos de la infancia y la espontaneidad de los actos más usuales, al declive de la vida, al inexorable paso del tiempo y a esa cierta incomprensión que cae sobre nosotros cuando sentimos que pertenecemos a otra época, a un tiempo “en el que esta harapienta elegancia/hubiera sido infame. Como escupir a un pobre”.

En esas introspecciones del pasado, en las que la memoria, aún ajustando cuentas, se vuelve tremendamente sentimental, el poeta recuerda cómo su padre le llevaba a las veladas de lucha libre del Price de Barcelona. Y revive en la pelea desigual, donde siempre se sabía cuál sería el perdedor, los años duros, los posteriores a la guerra civil: “Hasta que por encima de las cuerdas/era lanzado a aquel triste país/del patio de butacas, /que había depurado o fusilado/ a sus maestros de escuela.”

En ese viaje a través de sí mismo, la escritura, la poesía, siempre reconcilia al poeta con la existencia porque, a pesar de la desolación, siempre se reencuentra en ella: “Pero yo voy sonriendo porque la poesía/siempre vuelve a aquel bar iluminado, /a los dos hombres jóvenes. /Al lugar donde todo comenzó”.

Tal vez la vida haya sido sólo la travesía que ha ido dejando detrás una estela con todo aquello que hemos ido amando a lo largo de ella. En esa fuerza, nos refugiamos, “justo antes de ser sólo oscuridad, /la supernova de la inteligencia”. Y desde ella recuerda con una ternura inmensa a la abuela que, como las mujeres de campo, orinaba de pie, junto al camino, a la que apenas sabía leer pero que, sin embargo, recitaba a Bécquer y sus oscuras golondrinas: “Fue ella quien me enseñó que el amor es/ claridad y dureza al mismo tiempo, /que sin coraje nadie puede amar. / No era literatura: no sabía leer”. El poema no da lugar a interpretaciones especulativas ni a equívocos intencionados; se cierra rotundo y concluyente.

Esa reivindicación, tan de Joan Margarit, que ya viéramos en “Cálculo de estructuras”, del dolor como arma necesaria para amar y para luchar contra el olvido, aparece en los versos de “Un asombroso invierno” una y otra vez, y en todas ellas reclama a la inteligencia esa labor denodada ya que “El olvido jamás me hará inocente. /En cambio la ignorancia siempre me hace culpable”. En ese barco del intelecto donde reside el dolor, como arma indispensable contra el olvido,  el poeta va adentrándose hacia ese tiempo del fin, hacia “El asombroso invierno del animal de fondo”, hacia ese desorden entrópico al que nos arrastra el simple caos celular que siempre se asocia a lo vivido. Y al final, descubrir el amor por medio de la poesía de Joan Margarit, un amor al que llegamos a través de la verdad y la belleza. Lo que nos enseña la poesía de Joan Margarit, lo que nos muestra el poema es sólo la señal de lo que esconde; ahí está y reside el verdadero potencial emocional que, en la lectura, es capaz de removernos interiormente. Todo se nos muestra en esa última verdad que oculta lo más aparente. En este caso, el amor incondicional.

En ese invierno aún perviven, sin duda, “los aullidos de un lobo”, la ferocidad de un poeta que nunca se rindió, ni en las circunstancias más dolorosas, el poeta siempre será ese lobo que nunca se entrega, siempre será “Feroz, viejo, cansado, /gruñe, enseña los dientes, /salta sobre el presente”.

Nunca se doblegará, jamás se transmutará a perro servil y guardián  como pasara con la atroz bestia de Gubbio, en la leyenda que inspirara a Rubén Darío su poema y a Joan Margarit su libro “Los motivos del lobo”.

“Un asombroso invierno” no es un libro más de poesía condenado al olvido tras su lectura, es un libro que permanecerá en la memoria del lector impregnando de sentimientos nuestra conciencia. En él, como dijera el poeta romántico inglés: “La belleza es la verdad, la verdad la belleza” John Keats (Ode on a Grecian urn).

Estamos ante un poeta, ante el libro de un poeta que no hace versos por hacer. Sus poemas tampoco se leen por leer; son pulsiones auténticas, incluso dentelladas violentas, cuando no tiernas, pero siempre arrebatadoras. Sus versos nos dicen algo que traspasa su estricta literalidad y son capaces de estimular en el lector las fibras sensitivas más recónditas y profundas del ser humano. Joan Margarit lo consigue con algo esencial y que debe acompañar a cualquier expresión artística, muy especialmente a la poesía: emoción verdadera desde un lirismo profundamente humano.

 

Juan Francisco Quevedo

 


DON JUAN

 

EL CONDE DE VILLAMEDIANA Y EL DON JUAN

 

DE TIRSO DE MOLINA

 

-UNA PICA EN LA CORTE DE FELIPE IV-

 

Fue Gabriel Téllez, más conocido como Tirso de Molina, un madrileño a quien le tocó vivir el comienzo del siglo XVII entremezclado con el teatro de su maestro, el gran Lope de Vega, y la poesía de Quevedo y Góngora. En uno de los aventajados discípulos de este último, Juan de Tassis, segundo conde de Villamediana, habrá de fijarse, y tomar como modelo, para comenzar a escribir su Burlador de Sevilla, suponiendo que fuera suya la autoría que sólo se le atribuye, ya que nadie la certifica.

La primera vez que se plasma en unos pliegos la figura de don Juan es en la obra Tan largo me lo fiáis, antecedente inmediato de El burlador de Sevilla. Seguidamente nace el mito, que se prolonga en los siglos -manteniendo su esencia primigenia- a través del teatro, la poesía, los ensayos, la música, trascendiendo incluso lo artístico y literario para instalarse en la cultura popular, aunque sea de una manera simplista y, nunca mejor dicho, donjuanesca.

En El burlador de Sevilla nace el mito universal del don Juan y lo hace yendo más allá del don Juan conquistador, que es lo que ha quedado en la memoria popular; nace ya en su origen, con la completa intención del autor, como un drama valiente en el que la voluntad del protagonista se enfrenta a la voluntad divina en un acto temerario de rebelión ante la fuerza del destino. Este don Juan utiliza a la mujer, sin piedad ni medida, para retar a los cielos y, en ellos, también a ese Dios que parece que todo lo puede. Es un desafío desesperado en un tiempo de religiosidad extrema. Por tanto, es un acto arriesgado y novedoso en comparación con las representaciones teatrales de la época.

No significa que el protagonista se enfrente a quien todo lo puede porque no sea religioso, que lo es, sino que está dispuesto a hacerlo, aunque ello le suponga perderse en las sombras perpetuas de la eternidad. Prefiere condenarse antes que renunciar a su libertad. A su libertad para elegir. Y este don Juan de Tirso, se afianza en su empeño y para demostrar su capacidad electiva, desafía al mismísimo cielo y, a pesar de conocer su triste destino, prefiere decantarse por la perdición eterna que doblegar su voluntad. Y es ahí, justamente ahí, donde radica la verdadera grandeza del personaje de Tirso. No se doblega sabiendo a lo que se enfrenta.

Al modelo literario del Burlador le siguieron muchos, aunque casi todos conservaron lo esencial del personaje. Quizás, dentro de los más conocidos, sea el don Juan de Byron el que más se aleje del modelo, ya que el poeta usa al protagonista como excusa para abordar los temas más variados desde un halo romántico. Sin embargo, tanto el don Juan de Molière como el de Zorrilla siguen el molde original, siendo este último el más celebrado y el más representado en toda la historia del teatro español desde aquella primera puesta en escena, con el actor Carlos Latorre en el papel principal, en el madrileño teatro de la Cruz, un 28 de marzo de 1844. El don Juan de Zorrilla-que el año pasado se cumplieron 200 años de su nacimiento- tiene, al igual que el de Tirso, un trágico final, un trágico destino, irremediablemente unido al castigo divino siendo, quizás, lo más novedoso del mismo la creación del contrapunto de don Juan, en el personaje de don Luis. Así mismo, Charles Baudelaire, el gran poeta francés, dedica su poema “Don Juan en los infiernos”, incluido en Las flores del mal, al personaje de Tirso, aunque inspirado en la obra de Moliére. Otros muchos escritores, como Merimée, han llevado a sus páginas el mito, haciéndose eco de la fama e intemporalidad de un personaje que ha logrado traspasar todo tipo de fronteras, tanto idiomáticas como artísticas. Y como ejemplo, no podemos dejar de mencionar la famosa ópera de Mozart, Don Giovanni.

No obstante, y como advertíamos al principio, tras la creación del don Juan parece haber estado presente la inspiradora figura del eminente poeta del siglo de oro, don Juan de Tassis, conde de Villamediana. Y no nos quedaremos para contar esta historia paralela en lo más evidente, la similitud de grafía entre el personaje real, y posible inspirador del autor, y el personaje literario.

Acababa de empezar a correr el siglo XVII cuando el conde de Villamediana se hacía un hueco en la corte pacata, triste y llena de rosarios y rogativas del abúlico Felipe III, un rey que se pasó la mayor parte de su reinado en el reclinatorio en vez de en el trono. No tardó el conde en hacer oír su nombre entre las paredes del viejo Alcázar de los Austria; aparecía su figura y sus galanterías entre las conversaciones siseantes de las damas de la corte, donde se le musitaba con admiración. Entre los caballeros, se le disculpaban sus excesos con paternal envidia, por su juventud, y entre los círculos literarios, que no eran cojos, salvo Quevedo, se le recibía con sorpresa, ante unos versos tan magistralmente trazados.

Como vemos, pronto gozó de todo el flamante conde, de las mujeres y de la fama literaria ya que enseguida se convirtió en un poeta reconocido en un siglo de poetas más que reconocidos, así como en un personaje entre novelesco y provocador. Es en estos años cuando se gana su fama de bien parecido, gran seductor, importante escritor, mejor caballista y poseedor de una afilada y nada prudente pluma contra el poder, incluyendo tanto al valido real, el duque de Lerma, como al propio rey.  Son los años en los que son comentados en la corte sus amoríos escandalosos y apasionados con la marquesa del Valle.

Así mismo, por entonces comienzan a correr rumores de su posible homosexualidad, el “pecado nefando” de la época. A todas estas cualidades que jalonaban su persona, habría de añadir la de pendenciero, tahúr y fullero. Toda una leyenda andante este conde entre gamberro, guapo y simpático. Además, hacía versos. En cualquier caso, con su historial de agravios a damas, nobles y políticos no es de extrañar que pronto fuera desterrado de la corte y se aplicara a viajar por Italia a la espera de tiempos mejores.

Pero en 1621, pasados casi veinte años, parece que cambia su suerte, ya que muerto el tercero de los felipes sube al trono el cuarto, un rey tan indolente como el anterior, que deja el gobierno de la nación en las manos del temido e inteligente conde-duque de Olivares, pero mucho más entusiasta, en lo que dar alegría al cuerpo y a los sentidos se refiere que su antecesor en el trono. No en vano se le imputan más de treinta hijos bastardos. También se diferenciaba de su real padre en ser más apasionado de las artes que de las iglesias.

Y entre las artes, aquella con la que más disfrutaba el rey, y su bella y joven consorte, la reina Isabel de Borbón, era el teatro, en el que nuestro conde no era precisamente manco. Felipe IV, atraído por la fama de un ya maduro Juan de Tassis, rondaría los cuarenta años, le condona el destierro y le atrae al oropel capitalino. Y las puertas de la corte en pleno, con sus damiselas al frente, se abren de par en par a este seductor pero, no lo olvidemos, también se le abren al autor teatral, al insigne poeta y al hombre de mundo. No le costó nada a don Juan penetrar por ellas y obtener el aplauso y la admiración, en medio de aquel ambiente festivo que era la corte de Isabel de Borbón. A la traviesa reina le gustaba ir a las corralas madrileñas a ver funciones de teatro y a hacer de las suyas, como soltar lagartijas en el patio bajo, con el único fin de desternillarse de risa o de divertirse con las trifulcas, los insultos y, si había suerte, con las peleas de las mujeres más pendencieras. Así se entretenía esta reina a sus mal contados dieciocho años. Le encantaba divertirse y daba la casualidad de que el conde de Villamediana había nacido para eso, para divertirse y para divertir, cuando no para hacer llorar.

Al parecer, este elegante conde y ya veterano galán, curtido en lides de faldas, cuando no de calzones, se enamora perdidamente de la persona que menos le convenía, la reina, la alegre y jovial francesita que de noche yacía junto a Felipe IV y de día a saber por quién suspiraba. Una presa de este calibre, joven, guapa y alegre no podía pasar desapercibida a nuestro galán por muy reina que fuera y en ese especial interés nace su desgracia y su leyenda. Y el mito de don Juan.

El conde proseguía con su actividad literaria y, en aquellos tiempos, todas sus poesías amorosas, en las que era prolífico, iban dedicadas a Francelisa o a Francelinda, anagramas bastante evidentes de la francesa reina Isabel. No obstante, en la corte, las damas le preguntaban continuamente por la verdadera identidad de su amada, por la destinataria de aquellos hermosos versos. Nunca contestaba el conde, y a pesar del acoso y las presiones de aquellas damas nunca satisfacía su curiosidad y siempre se evadía con una respuesta oportuna, dada con ingenio. Pero, como no podía ser de otra manera, un buen día la reina le preguntó directamente lo que el conde tantas veces evitaba. Fue entonces, cuando se vio obligado a dar una contestación a la reina: “Mañana, señora, sabréis la respuesta”.

Al día siguiente recibió Isabel un paquete en nombre del conde. Al abrirlo se llevó una grata sorpresa. Tras desembalar con ligereza la pieza que contenía, descubrió entre el envoltorio un espejo de tocador. Es fácil imaginar la sonrisa, entre malévola y agradecida, que esbozó la reina al verse reflejada en el presente del conde.

Por aquellas fechas se iba a cumplir un año de la subida al trono de Felipe IV, coincidiendo con las fiestas de primavera de 1622, y la reina ideó una gran celebración en Aranjuez para festejarlas. Con ese motivo, encargó al conde de Villamediana tanto su organización como una obra de teatro para la ocasión. Ni que decir tiene que el conde lo hizo a las mil maravillas. Llegado el día se representó, primeramente, la obra del conde de Villamediana, La Gloria de Niquea, en un teatro instalado en el Jardín de la Isla, de los Reales Sitios. La reina tenía un papel hermoso, ya que aparecía lujosamente ataviada, al final de la obra, en un trono, como Reina de la Belleza. Fue un gran éxito tanto para el autor como para la actriz estelar. Tras la representación, se trasladaron a otro teatro, situado en el Jardín de los Negros, donde continuaría la fiesta con la representación de una obra de Lope de Vega, El Vellocino de Oro. Durante el espectáculo teatral, al comenzar el segundo acto, el teatro se incendia misteriosamente, declarándose un importante fuego, con el consiguiente tumulto y la consabida desbandada de los asistentes. Entre el desconcierto, nadie se percata de que la reina ha caído desmayada. Nadie, salvo una persona que la rescata de las llamas, poniendo en juego su vida, y la recoge entre sus brazos para trasladarla hasta el prado más cercano donde la pone a salvo. Cuando la reina abre los ojos descubre a su salvador, que no es otro que el conde de Villamediana.

El hecho corre por la corte y por el pueblo llano como otra llamarada, llegándose a extender el rumor de que el incendio lo provocó el propio conde para poder abrazar a su amada. A raíz del incidente las puertas de palacio ya no están tan abiertas para él; y su principal y regio habitante no disimula sus recelos.

Pocos años después de los hechos, La Fontaine alabaría la acción del conde, capaz de quemar un teatro para tener entre sus brazos a su dama. Desde luego, es el colmo del romanticismo en pleno barroco.

La temeridad del conde era proverbial y, como don Juan, no duda en retar si no la voluntad divina, sí la regia, que en aquellos años era casi lo mismo. Era el conde de Villamediana un excelente rejoneador de toros, a la par que excepcional jinete. Durante un espectáculo al que asistían los reyes, el conde hizo una de sus magistrales picas, entre la admiración del pueblo, lo que provocó en el palco real el comentario de la reina:-“Pica bien el conde”. A lo que el rey contestó:-“Pica bien pero demasiado alto”

Las anécdotas se multiplican por Madrid, haciéndose famosa la ocurrida a comienzos del verano de 1.622, tras el fuego de Aranjuez. Se celebraba un espectáculo taurino en la Plaza Mayor de Madrid, con el conde como principal atracción, y más tras los comentados sucesos de la primavera pasada. Todo el mundo, incluida la corte, estaban pendientes de la presencia del conde ante los reyes. Todos observaban sus reacciones. El conde de Villamediana hizo su entrada majestuosa en la plaza con un gorro en el que llevaba una divisa donde podía leerse: -“Éstos son mis amores”

A su vez, bajo la divisa, colgaban varios reales de plata.

La adivinanza estaba al alcance de todo el mundo, tanto del pueblo como de la envarada corte: “Éstos son mis amores reales” parecía querer decir en una apuesta más que temeraria.

Mayor arrogancia no podía caber, pero aún así el rey parecía desconcertado ante el jeroglífico hasta que, al parecer, un bufón exclamó: -“Mis amores son reales”

El rey, sin duda ofendido, pudo firmar, en la frase que soltó, la sentencia a muerte del conde:-“Pues yo se los haré cuartos”

En este personaje real, en este don juanesco personaje, el conde de Villamediana, pudiera haberse inspirado Tirso para dar vida literaria a su personaje principal, a su don Juan, al mito universal que estaba a punto de crear.

Y no acaban aquí las similitudes ya que, al igual que a don Juan Tenorio, en la obra de Tirso, también al conde de Villamediana, en la vida real, le avisan de su próxima muerte.

Su confesor, Baltasar de Zúñiga, le previene de su asesinato, actuando como ángel de la guarda del conde. Juan de Tassis sabe de su destino, como también lo supo don Juan, y lo refleja con su pluma escribiendo dos versos estremecedores:

“porque el bien que le queda a un condenado/es esperar segunda vez sentencia”                          (Sonetos líricos LIII, 7-8)

Y la terrible advertencia se hizo verdad el 21 de agosto de 1.622, pocas semanas después del festejo en la Plaza Mayor. A la vuelta de palacio, cuando iba acompañado por don Luis de Haro, será asesinado como consecuencia de un certero golpe de ballesta en plena calle Mayor madrileña.

Su muerte enseguida se achacó a sus “amores reales”, aunque detrás de la misma haya un misterio que jamás se logró resolver. Tras el asesinato, todos quisieron ver la mano del mismísimo rey y de su valido, el conde-duque de Olivares. Claro está, no faltó quien lo atribuyera a su pluma o a su homosexualidad, pero el pueblo pronto se inclinó por la versión más romántica.

Corrieron por Madrid infinidad de coplas y versos haciendo referencia a estos hechos, pero fueron los más conocidos los que se atribuyeron a su gran amigo y maestro, Luis de Góngora:

“Mentideros de Madrid/decidnos: ¿quién mató al conde?/Ni se sabe ni se esconde. /… La verdad al caso ha sido/que el matador fue Bellido/y el impulso, soberano.”

Este gran poeta que fue Juan de Tassis, conde de Villamediana, quizás sirviera de modelo a Tirso, o quien fuera su autor, para alumbrar a su Burlador, para dar iluminación y nacimiento al mito del don Juan, un mito que traspasó el tiempo y los siglos, la literatura y las fronteras, convirtiéndose en universal.

Baste como botón final de su maestría unos pocos versos de este Juan de Tassis de tan trágico destino. Estos dos versos bien pudo dedicárselos a la reina. En ellos, se remite al ya clásico cautivo enamorado: “estimo más estar preso/ que nadie su libertad.”

Como poeta de su tiempo no fue ajeno a la decadencia española:

“Debe tan poco al tiempo el que ha nacido/en la estéril región de nuestros años/que, premiada la culpa y los engaños, /el mérito se encoge escarnecido.”(Sonetos líricos, LVIII, 1-4)

 

Juan Francisco Quevedo


VALLE-INCLÁN

DON RAMÓN MARÍA DEL VALLE-INCLÁN

HACIA UN NUEVO ESTILO

LA LEYENDA Y EL ESCRITOR

CIEN AÑOS DESPUÉS DE LA PUBLICACIÓN DE SU LIBRO DE POEMAS LA PIPA DE KIF (1919-2019)

 

Durante la adolescencia, siempre se me aparecía Valle-Inclán como el personaje que representaba estéticamente al escritor inverosímil que me apasionaba, siempre envuelto en un halo de perturbación y misterio legendario. En mi madurez, esa es también la imagen que me asalta cuando quiero imaginar cómo habría de ser y representarse un poeta de esos que campaban a sus anchas por los bulevares madrileños.

De alguna manera, cuando observamos a don Ramón en cualquier fotografía, en especial en esa que Alfonso Sánchez Portela le sacó en agosto de 1930 en la que tumbado en un diván nos muestra unas suelas agujereadas, éste simboliza y encarna lo que en España ha sido siempre la pobre y precaria situación del escritor. A pesar de todo, sin embargo, don Ramón siempre fue más allá de esas minucias pecuniarias que nunca llegaron a trastornarlo ni a distraerlo más de la cuenta, quizás porque, como bien se demuestra en las últimas cartas inéditas publicadas del escritor, nunca fue para tanto.

En cualquier caso, era un hombre difícil de achicar, era un escritor echado para adelante que no dudaba en desafiar al más imponente de los mortales sin que le temblara el pulso, aunque fuera con esa lengua de trapo que gastaba, tan afilada como su pluma, la misma que le hizo perder el brazo al clavársele el gemelo después de recibir un bastonazo por una discusión aparentemente banal en la tertulia del café de la Montaña, en la Puerta del Sol. Aquel aciago día de julio de 1899 unos señalan que reñía con su oponente comparando entre sí el valor de portugueses y españoles y otras fuentes indican que discutían sobre la legalidad de un duelo que iba a celebrarse debido a la minoría de edad uno de los duelistas. De lo que no hay duda es que, tras una intervención del periodista Manuel Bueno que no debió de ser muy de su gusto, el pendenciero escritor de las barbas puntiagudas le increpó gravemente, a lo que su oponente respondió levantando el bastón para golpearlo. Valle en un gesto reflejo intentó protegerse con el antebrazo y la mala fortuna hizo el resto. La herida del antebrazo terminará gangrenándose y se hará necesaria su amputación.

Hombre irascible y de pelea que le llevaba sin recato a patear en el patio de butacas cualquier estreno que no fuera de su agrado y en especial si se representaba una obra de su denostado Echegaray. Tal era su inquina hacia don José, treinta años mayor que él, que cuando Valle se encontraba en un trance delicado de salud, el premio Nobel se ofreció a darle su sangre en una transfusión. Valle rechazó de plano el plasma de su colega por tenerlo “lleno de gerundios” según unos y de “esdrújulas” según otros. Su fijación fue tal que cuando a una calle madrileña se le impuso el nombre del insigne escritor, Valle no tardó en llamarla "Calle del Viejo Imbécil".

Inolvidable este hombre que un día en una de sus tertulias de café le dio por comentar cómo algunas arañas eran homófagas. No tardó en preguntar un joven que era eso de la homofagia. El bueno de Valle le replicó sin que se le moviera un pelo de la barba; “Usted por ejemplo sería homófago si comiera besugo”.

En las páginas de su excelente y particular biografía de don Ramón María del Valle-Inclán -greguería en sí mismo-, Ramón Gómez de la Serna nos descubre desde las metáforas imposibles de su ingenio, el hongo sobre el nido de su materia gris desde el que escudriña a este gran hombre que, en su época, fuera más personaje que literato y cuya excelencia, con el paso del tiempo, ha encumbrado al literato, interesándonos también aún el hiperbólico personaje. Abordamos, con el cariño de su ceceante figura, a este gran don Ramón de las barbas de chivo, como le definiera Rubén Darío, que pareciera haberse mudado con toda su sacrificada y mísera prole, para dar a luz su esperpento, a los cóncavos espejos del madrileño Callejón del Gato.

Nació en Villanueva de Arosa, aunque él siempre sostuvo haberlo hecho en un barco que hacía la travesía de Villanueva a Puebla del Caramiñal un 28 de octubre de 1866. Según su partida de bautismo fue llamado Ramón José Simón Valle Peña, un nombre que jamás usará y que tan sólo se repetirá en su acta matrimonial. El poeta evocará su llegada al mundo en su libro de poemas “El pasajero” con estos versos memorables: “¡Me llamó tu carne, rosa del pecado!/Solos en la casa, desvelado yo, /la Noche de Octubre, el mar levantado… / ¡La gotera glo-glo-glo!”.

Fue criado, según su hijo Carlos Luis, por “una aldeana coloradota

y aficionada al vino apodada La Galanucha”. Y fue creciendo en su Galicia natal hasta que la fortuna o el destino lo llevaron a hacer las Américas.

¿Qué podemos entrever de un hombre que dijo haberse ido a México porque se escribía con x? Allí será donde forjará su fama de valiente, siempre impregnada con una gran dosis de insolencia. Su descarada desfachatez lo llevó hasta tal extremo que se dice que se presentó al presidente como “El gachupín Valle-Inclán. Un león en dos pies”. Y tal vez por ello, después de regresar a Madrid allá por 1897 con su primer libro, “Femeninas”, dijo pasearse por la capital del reino con dos leones que se había traído de las Américas. Desde luego hubiera sido un espectáculo verlo arrastrando a las bestias con su alargada barba, sus antiparras quevedianas y su larga melena cayendo sobre un McFerland impecable; el que llevaba los días de lluvia. Lucía una llamativa cabellera que hacía que fuera recibido en los teatros más castizos del foro al grito de “¡Que se la corte, que se la corte!”.

Hasta aquí una parte del personaje en que dio este literato que renovó e innovó la prosa y el teatro, siendo un gran creador de lenguaje así como de estilos y nuevos caminos que van desde el esperpento, a la ironía fina y despiadada. Sería líder de cualquier vanguardia aún sin pretenderlo. Dotado de una vena cómica, entre culta y popular, se erige como la gran figura literaria de los últimos dos siglos. Estrafalario personaje que fue un gran amigo de Rubén Darío y Alejandro Sawa y que, aunque fue admirado por todos los escritores de la época, desde Antonio Machado a Unamuno, sin embargo, no gozó en vida del reconocimiento general, más allá de sus anécdotas, que corrían por los corrillos y las redacciones como polvorilla. Su anecdotario era tan variopinto que en los últimos años de su vida llegó a haber una sección fija en los periódicos sobre las leyendas de don Ramón. Como es de suponer, la mayoría inexistentes e inventadas pero algunas, con el crisol de los años encima, se dan por falsamente ciertas. Esto, no siempre le divertía y mucho menos cuando iban acompañadas de falta de respeto, como cuando algún reporterillo se excedía en la elucubración. Cierta vez, un gacetillero, con insolencia y prepotencia, en un abuso de camaradería y mal gusto, le preguntó por su próxima muerte. Valle le contestó con un poema que tituló “Testamento”:

Te dejo mi cadáver, reportero.

El día que me lleven a enterrar,

fumarás a mi costa un buen veguero,

te darás en la Rumba un buen yantar.      

Y después de cenar con mi fiambre,

adobado en retórica sutil,

humeando el puro, satisfecha el hambre,

me injuriará tu dicharacho vil.

Y al dejar la colilla con el chato,

a medio consumir, sobre el mantel,

dirás, gustando del bicarbonato,

“¡Que no la diñe ahora don Miguel!”

Para ti mi cadáver, reportero,

mis anécdotas, ¡todas para ti!

Le sacas a mi entierro más dinero

que en mi vida mortal yo nunca vi.

Caballeros, salud...

Anécdotas mil pero veamos una de las que le atribuyeron con más gracia. Dijeron que con su ceceo bisbiseante dejó de piedra a un médico con cuya mujer tenía amoríos. El linajudo escritor llamó a su puerta en la creencia de poder estar a solas con su amante. No fue así y al verle por la mirilla de la puerta, el cornudo galeno le preguntó, “Quién es usted”. No dudó en responder: “El padre de sus hijos”.

Es evidente que la verdadera cara del escritor se ha visto deformada por una sucesión inacabable de fábulas más o menos apócrifas que han contribuido a hacer de su vida un verdadero disparate y una continua teatralidad. No obstante, todo ello no sólo no debe ocultar su valor literario y lingüístico como renovador y creador del español sino que debe ser un atractivo más para adentrarnos en su universo literario. Su obra está provista de una capacidad expresiva y un ingenio impecable y refrescante, acompañados por unas dosis justas y adecuadas de barroquismo. Su estilo se alza como un referente indiscutible de la lengua española. Si su vida fue una hipérbole constante, su obra es todo un homenaje al lenguaje literario. Siempre persiguió la perfección y esa búsqueda denodada de la excelencia él la denominaba “la fiebre del estilo”. Su máxima sin duda era la pulcritud expresiva.

Pero si algo quiso ser don Ramón María del Valle-Inclán desde su más tierna infancia fue poeta. Lo supo desde el día en que José Zorrilla visitó la escuela gallega donde estudiaba. Cuando el afamado escritor romántico le preguntó: “¿También eres poeta?”. Sin dudarlo, le contestó que sí y es que, por entonces, según sus propias palabras, el niño que era Valle “ya había dialogado con la Luna y comenzaba a descubrir que las rosas guardan el encanto de haber sido mujeres”. Y es que ya “el eterno femenino” de Goethe le impulsaba hacia arriba, hacia los laureles del Olimpo.

No tardaría mucho don Ramón en descubrirse como escritor y no tardaría en sacudirse de encima el realismo zafio y ramplón que inundaba el ambiente social que le rodeaba. Como hará también Pessoa, no dudará en utilizar la literatura como válvula de escape para huir de esa realidad desasosegante, de esa vida grosera que limita, cuando no elimina, la dignidad y la libertad humana. Será en esa evasión cuando encuentre su voz y lo hará a través de una palabra rica, irónica y llena de humor. Con su imaginación, sabiduría y lucidez estiliza y crea estilo tanto en la literatura que propone como en su propia vida. Como tanto le gustaba decir, no sin razón: “Me ha fallado la época”.

Aunque al principio, en sus primeros años, tienda a idealizar la realidad, no tardará en hacerla pasar por el tamiz del esperpento, para deformarla, a través del reflejo de la misma en los espejos cóncavos del Callejón del Gato. Será entonces cuando la hipérbole tome vuelo y la caricaturización se haga arte. Sin embargo, a pesar del esperpento, bajo su pátina de humor hiriente y deformante, siempre emergerá la cruda realidad que le rodea, más explicitada que nunca. La verdad la disfraza y la deforma para, al presentarla con otro aspecto, hacerla aún más patente si cabe.

Si bien el esperpento no lo oficializa hasta “Luces de bohemia” (1920), será en 1919, con la publicación de su poemario, “La pipa de Kif”, cuando asome por entre sus versos la cabalgata esperpéntica que, como un carnaval de desvalidos y desamparados, está por venir. Abordará en esta poética algo tan ligado al simbolismo francés como los paraísos artificiales pero lo hará ya desde la mirada personal del esperpento.

El esperpento, según don Ramón, es, a estas alturas, casi una tradición inventada por Goya en la que valiéndose de la máscara y lo carnavalesco da una nueva visión del mundo. En la escena XII de “Luces de bohemia”, Valle-Inclán hace decir a Max Estrella: “El esperpento lo ha inventado Goya. Los héroes clásicos han ido a pasearse al callejón del Gato”. Y, siguiendo ese ejemplo, así lo expresará en la Clave II de “La pipa de Kif”: “Llevo mi verso a la Farándula”. Y vaya si lo llevó.

Como Goya y como Gutiérrez Solana convierte, en sus versos, al hombre en animal, incluso en objeto, como vemos en “Fin de carnaval”, con un sombrío aire solanesco, o en “Bestiario”, donde el humor se hace carne de animal: “Y la romántica jirafa, /solterona que bebe hiel”.

En verso publicó tres libros, que van desde el modernismo del primero, “Aromas de leyenda”, al expresionismo esperpéntico del último, “La pipa de kif”. A finales del siglo XIX, cuando imperaba en poesía un realismo prosaico surge, por oposición al mismo, un grupo de poetas que, desde la sinceridad, quieren expresarse con belleza y lirismo, cambiando por completo el estilo literario. A esto contribuye Valle-Inclán y, sobremanera en verso, Rubén Darío. Ambos son, sin duda, junto a Manuel Machado, lo mejor del modernismo en nuestras letras. El amor por la belleza y el desprecio de la chabacanería fueron su credo y lo que le hizo escribir: “Sé como el ruiseñor, que no mira la tierra desde la rama verde donde canta”.

Don Ramón María del Valle-Inclán hace de sus historias poéticas y de sus protagonistas una gran farsa, impregnando sus versos de un aroma en el que flota un continuo disparate esperpéntico. En “La pipa de Kif”, en la serie “Medinica”, utiliza como unidad argumental un pueblo español tradicional, con sus matones, sus guitarrones y hasta sus guardias civiles. Es la España más oscura, perdida en sus supersticiones y en sus miedos ancestrales.

Este nuevo estilo de expresión no deja de ser un viaje permanente, entre patético y carnavalesco al absurdo donde, como en el poema “Vista madrileña”, escudriña un mundo extraño y aburrido donde un zapatero enseña a su jilguero a silbar “La Internacional”, una tabernera, en la acera, abre el pericón, una vieja tuerta azota en su puerta…

En este poemario visiona, así mismo, la muerte a través de la marihuana, una sustancia que actúa como mediadora del conocimiento por primera vez en la literatura hispánica. En su “Rosa de sanatorio”, un soneto clásico con el que cierra el poemario, reflejará su paso por la mesa de operaciones y viajará al paraíso de la inconsciencia tras haberse paseado por todos los paraísos artificiales en los pareados decasílabos de “La tienda del herbolario”.

      ROSA DE SANATORIO

 

   Bajo la sensación del cloroformo

me hacen temblar con alarido interno,

la luz de acuario de un jardín moderno,

y el amarillo olor del yodoformo.

 

   Cubista, futurista y estridente,

por el caos febril de la modorra

vuela la sensación, que al fin se borra,

verde mosca, zumbándome en la frente.

 

   Pasa mis nervios, con gozoso frío,

el arco de lunático violín;

de un sí bemol el transparente pío.

 

   Tiembla en la luz acuaria del jardín;

y va mi barca por el ancho río

que separa un confín de otro confín.

A pesar de la profusión de curiosidades que le acompañaron, nunca dejó que aflorará su verdadera personalidad, como demostrará en la hora de la muerte. No en vano Manuel Azaña, que tanto y tan bien le conoció, dijo que Valle era “el hombre más altanero del mundo, con nadie se confiesa, nunca declara su verdadero sentir”.

Toda su complejidad aparente, su dandismo pobretón y amadrileñado, sus blasones celtas, se desmoronan frente a la muerte con la simplicidad del que afronta un mero trámite. Cuentan de este gallego universal, de este marqués de Bradomín, bueno, católico y sentimental, que en la hora de su marcha definitiva un infausto día de 1936 sólo acertó a decir: “¡Cuánto tarda esto!”.

Yo simplemente diría las palabras de Shakespeare a la muerte de César: “Éste fue un hombre. ¿Cuándo nacerá otro?”                                    

Don Ramón en su testamento, pese a la altura de las torres de la catedral de Santiago de Compostela, con todos sus ángeles de piedra, y al catolicismo a ultranza del marqués de Bradomín, deja escrito que se le entierre civilmente. Parece mentira, pero supo separar literatura y vida. Él, que de su vida no había hecho más que literatura.

Este inmenso personaje y literato, este hombre con barbas de chivo, este viejo cascarrabias era un hombre de presencia espectral, cuya sombra le perseguirá, cosida a sus botines blancos, eso sí, sin cordones, más allá de la muerte. Este dominador del lenguaje, que ya hiciera exclamar a Unamuno: “Esa lengua castellana que para don Ramón no es madre… ¡Es hija!”, renovó e innovó la literatura.

Y es que este don Ramón, dotado de una vena irónica, se erige como un santón estrafalario sobre el panorama prosaico de una época gris. Una época en la que el dictador Miguel Primo de Rivera dirá de él, en una nota pública: “Eximio escritor y extravagante ciudadano”. Pero qué podían pensar de un hombre que perseguía un nuevo estilo y veía el mundo a través del humo azul -como el verso de Víctor Hugo- de una pipa de kif. Un mundo, como su pluma, cada vez más actual y menos, a pesar de sí mismo, extravagante.

Yo siempre lo veo paseando entre la hojarasca otoñal por el parque de la Herradura de Santiago de Compostela.

Siempre fue fiel a los suyos e hizo bueno el lema de su estirpe, el que lucía en el palacio de sus antepasados: “El que más vale/no vale tanto/como vale Valle.”

Juan Francisco Quevedo


ÁNGELES SANTOS

ÁNGELES SANTOS (1911-2013)

“UN MUNDO”

 

Tras mi último viaje a Madrid no puedo dejar de glosar un cuadro que, desde que lo descubrí hace años, siempre me ha rondado por las circunvoluciones cerebrales. De las ilustres paredes del Museo Reina Sofía cuelga un impresionante lienzo de tres por tres metros -“Un mundo”- de Ángeles Santos que asombra al visitante por su fuerza y su inquietante composición. Lo verdaderamente sorprendente es que fue pintado por una joven provinciana, de apenas diecisiete años que no tenía ninguna conexión, ni ningún conocimiento, con las vanguardias de la época, incluyendo el surrealismo. Teniendo en cuenta que este mes ha sido el aniversario de su nacimiento es una excusa perfecta para comentarlo.

El cuadro se exhibió en Madrid en 1929 y el impacto fue tal que al año siguiente se le dedicó una exposición individual a la que la púber pintora presentó treinta y cuatro obras, realizadas cuando contaba entre dieciséis y dieciocho años de edad. Todas ellas mostraban una belleza inquietante y misteriosa; parecían extraídas de las profundidades de una mente prodigiosa y un tanto atormentada, sobremanera a la hora de contemplar el mundo, al que escrutaba con una mirada profunda, distinta y personal, además de con una técnica consumada.

En el mismo museo también se puede admirar “La tertulia”, que formaba parte de esa primeriza exposición. El revuelo en el mundo intelectual fue tal que, tras la muestra, acudió a visitarla a su casa de Valladolid en peregrinación lo más granado de las personalidades artísticas y literarias del país. Por allí pasaron, siempre con la presencia de sus padres supervisando los encuentros, Federico García Lorca, Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén o Ramón Gómez de la Serna, entre otros. Aquella traslación de un mundo subjetivo, tan próximo a los sueños, cuando no inmerso en ellos, plasmados en un lienzo con esa luz inquietante, que a veces se aproxima al mundo real como si se tratara de una alucinación del mismo, cautivó al público y a la crítica. Y maravilló a toda una pléyade de artistas que se rindieron al talento expresivo de aquella jovencita desconocida, recién llegada de provincias.

Ella siempre sostuvo que el cuadro “Un mundo” surgió espontáneamente en su mente tras la lectura de estos versos de Juan Ramón Jiménez, insertos en “Alba”:

 

"(...) vagos ángeles malvas

apagan las verdes estrellas

Una cinta tranquila

de suaves violetas

abrazaba amorosa

a la pálida Tierra".

Estos versos la llevaron a transformar el mundo real en esa figura cúbica y descolocada, a la que rodea un grupo de mujeres que portan el fuego de las estrellas, robado al sol. Mientras, otro grupo de ellas, en una esquina toca instrumentos musicales. Este mundo imaginado consta de tres caras, al menos visibles; la prioritaria, la central, es una mirada, llena de símbolos extraños, a su Valladolid con río, a su ciudad. La parte derecha hace referencia a su Portbou natal, al lugar de su infancia. Mientras que estas dos caras hacen y ejercen de nexos de la memoria con los recuerdos vividos, la tercera es un poco como el lado oscuro de los mismos. Un cuadro bello e inquietante que se adelanta a su edad y a su tiempo. Una visión alucinada y hermosa en sí misma.

Ángeles Santos tuvo una vida larga y azarosa, con muchas vicisitudes, que no es el momento de contar pero que os invito a descifrar, al igual que su obra. Curiosamente, quizás hoy en día aún sea más conocido que ella, su hermano pequeño, el crítico de arte, poeta y traductor, Rafael Santos Torroella.

En cualquier caso, su obra habla por ella. Y muy alto.

Os dejo con las imágenes de sus lienzos y con las palabras que le dedicara Juan Ramón Jiménez.

"Alguno se acerca curioso a un lienzo y mira por un ojo y ve a Ángeles Santos corriendo gris y descalza orilla del río. Se pone hojas verdes en los ojos, le tira agua al sol, carbón a la luna. Huye, viene, va. De pronto, sus ojos se ponen en los ojos de las máscaras pegados a los nuestros. Y mira, la miramos. Mira sin saber a quién. La miramos. Mira".

A los dos cuadros mencionados, “Un mundo” y “La tertulia”, he añadido “Autorretrato” que pintó en 1928 y que también formó parte de la exposición de 1930, en el X Salón de Otoño madrileño, celebrada en el Palacio de Exposiciones del Retiro.

 

Juan Francisco Quevedo


JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN

Presente continuo, JOSÉ LUIS GARCÍA MARTÍN

(2015)

 

CRÓNICA DE UNA LECTURA

 

Hay libros sobre los que no actúa el paso del tiempo más que para reafirmarse en lo que se pensó de ellos tras una primera lectura. Con Presente continuo me ocurre exactamente eso, me parece que estamos ante una poesía atemporal. Pocas cosas mejores se pueden decir de un libro y de un poeta. En este caso, ambos, libro y poeta, están liberados de las estrecheces de las tendencias y de las modas. Están por encima de ellas. La poesía de José Luis García Martín navega por nuestra memoria sin naufragar, resonando en nuestro interior con una voz poderosa y humana que nos acerca a sus versos con empatía emocionada, lo que contribuye decisivamente a que se establezca con facilidad esa conexión entre la voz poética y el lector.

No nos cuesta nada imaginarle ascendiendo por los arcos de Galiana, en la ciudad de su infancia y adolescencia, en Avilés, con los libros en la mano, anudados con una cinta, camino del Instituto. No nos cuesta nada vernos a nosotros mismos, reflejados en esa imagen, gracias al poder evocador de la buena poesía. Por tanto, a los lectores, nos es muy fácil identificarnos con el poeta; ahí reside el enorme acierto de JLGM al elegir el tema poético, el enorme acierto de trascender lo personal desde lo personal, más allá de lo anecdótico y de hacerlo desde un lirismo encendido y pleno de belleza. Es sencillo vernos camino de esa escuela, cada cual en su propio recuerdo, pero con una sonrisa mucho más franca que la impostada que nos acaba poniendo la vida. Y el poeta nos lo dice en un soneto inmaculado, en este terceto: “Por la empedrada calle de Galiana/camina en la mañana hacia el mañana/el niño que yo fui, que sigo siendo”.

Estoy seguro de que aún hay algo en el interior de todos nosotros de aquel adolescente que un día albergamos; no en vano somos la suma y la resta de todos nuestros anteriores fuimos.

Creo intuir que cuando las calles de la villa aún están desiertas y te encuentras de frente con el modernismo, insultantemente hermoso, del palacio que alberga el Conservatorio de Música de Avilés aún descubres, bajo el principiar de los arcos, a alguno de aquellos muchachos que se quitaban, que nos quitábamos, las legañas de la mañana frente al desayuno que reposaba en un plato de Duralex o en un tazón de loza blanca.

Al avanzar por las páginas del libro, enseguida nos reencontramos con el sonetista clásico, un poeta que alinea los cuartetos y los tercetos como un ejército bien adiestrado, sin que nadie marque el paso a destiempo. El poeta parece un verdadero “crooner” de la poesía, con una orquesta tras de sí que ejecuta la música que le dicta mientras que va desgranando las palabras como un viejo decidor de versos: “Sé que estoy solo cuando estoy contigo. /Ante tu nada me arrodillo y digo: /esta es mi vida, mira su ceniza, /su vano humo, su deshecha nieve, /un corazón que late y se conmueve/ mientras hacia la noche se desliza”.

Me gusta ese discurrir de la vida en El soneto de vivir que nos lleva, desde la infancia, en el primer cuarteto, hasta la tumba, en el último terceto: “El epitafio. Y no queda ninguno”. Ningún verso para acabar el soneto y ningún hálito de vida.

A lomos del rey de los versos, emparejados dos a dos, estos endecasílabos nos llevan a un paseo muy peculiar por Nueva York, donde el autor se instala en esa ironía fina, en la que se desenvuelve con tanta comodidad: “Me asomo a la noche iluminada/y veo mil ventanas, todas ellas vacías”.

Después nos lleva a París, a ritmo de endecasílabos y, con éstos de testigos, nos recuerda a Góngora, frente a la fuente de Medicis, a la espera de que Polifemo nos arroje a la muerte, celoso de nuestra veneración por Galatea, o si no nos inunda de melancolía cotidiana: “Viendo pasar los trenes se entretiene/la solitaria tarde de domingo”.

Me cabe la duda de si morir y vivir no son tan diferentes, o como dijera Ronsard “... el Amor y la Muerte son al cabo lo mismo”; tal vez todo se aúne en esa contraposición entre celebrar la vida, a través del amor, que nos conduce a la muerte. En esa duda existencial, el poeta nos lleva hasta un poema que yo creo no debería faltar en ninguna antología que se precie de ecuánime. Qué importa es un canto optimista a la vida, a celebrarla a pesar de la certeza del tiempo consumido, donde heptasílabos y endecasílabos se alían para ofrecer al lector un poema bellísimo y hondo, en el que ética y estética se funden y confunden con maestría: “Ningún motivo tengo para ser feliz/y soy el hombre más feliz del mundo/cuando cada mañana despierto/y puedo respirar, caminar, acariciar/con los ojos, la lengua/toda la transparente belleza del día”.

Nos vamos con el poeta hasta Roma; entre tercetos nos muestra la ciudad donde Velázquez, desde Villa Medici, descubrió-seguro que barruntando el futuro- lo que sería un par de siglos después el impresionismo. Desde la placidez futurista de esos paisajes, el poeta se sube de nuevo a esa columna en la que se siente tan confortable que es la de la ironía, tal vez un poco más hiriente, al menos a la hora de referirse a las pompas vaticanas: “Toda tu pompa, pompas de jabón, /señor de almas, atizador de hogueras/donde Giordano arde todavía”.

Y, tras Roma, a golpe de soneto de orquesta clásica, donde se puede olfatear el talento de Lope y de Quevedo, el poeta nos invita a descubrir Venecia, esta vez adornando el cielo del lugar con una serie de cuartetos, cómo no, endecasílabos, que nos conducen al amor de una ciudad hacia sí misma al verse, como Narciso, reflejada en la salinidad del agua que la humedece.

José Luis García Martín nos dice algo así como que “cuando la obra habla/el autor calla”. En poesía, en su poesía, es bien difícil separar al poeta de sus versos; el lector tiene la perenne sensación de intuir tras cada palabra, tras cada estrofa, al poeta, callado, sí, pero destilando por la alquitara del poema parte de su esencia más íntima.

En un libro tan lleno de hermosas palabras, de poemas que aprehendemos para quedárnoslos para siempre, es difícil destacar unos versos pero como lector caprichoso, como polígamo infiel de las palabras de José Luis García Martín, si tuviera la osadía de engañarlas, lo haría con las que hay escritas en Mi patria. Con ellas, y con él, me fugaría a ese lugar sin nombre, que no innombrable, donde la estulticia humana sea una especie extinta: “Un pedrusco ignorado de todos, /al que no salpique/la estupidez de los hombres, /esa quisiera que fuera mi patria”.

Por supuesto que me escaparía, y lo haría desde la página que acompaña al poema, desde esa adolescencia avilesina en la que todo estaba por descubrir, donde todo era aún “asombro y maravilla”

Desde un haiku, dentro de esa variedad de estrofas que nos regala el poeta, se pregunta por las risas y a mí como lector me desconcierta con su contestación: “Son las de siempre”.

Se suceden los poemas haciéndonos partícipes de la emoción con la que nos da cuenta de la consciencia de la mortalidad, en esa “procesión de difuntos”, en esa sucesión de funerales, a la espera del nuestro, que empieza a ser la vida a ciertas edades. Y, entretanto, entre sepelio y sepelio, nada como el calor que nos ofrece la amistad. Unos versos que elegí para formar parte de la única cita que abre mi libro El sedal del olvido: “Otra vez como entonces estáis aquí conmigo/esta noche encendida, detenida, callada, /cuando se dice todo sin que digamos nada”.

Y así, En breve, nos lleva por los juegos de palabras, de dos en dos versos, hasta esa mesa de estudio adolescente que da a un mar, quizás a la ría, y que se esmera con su belleza inconsciente, como aquellos años primerizos, en apartarnos la vista del libro impacientado: “La invitación del mar en la ventana/y los ojos fijos en el libro”.

Después, José Luis García Martín en Cerrar los ojos se transforma, o al menos eso me parece, en un porteño de pura cepa, aunque sea francesa como la de Gardel, y se arranca con un tango, con lo que pudiera ser la letra de un tango poderoso, cargado de una nostalgia apesadumbrada: “Cerrar los ojos y dejar que el mundo/poco a poco se borre en la memoria”.

En la última parte del libro, el autor cede su voz poética, tras fantasear una historia deliciosa, a una mujer, y no precisamente cualquiera, sino a una mujer que ya no respondía a nadie por Norma Jean, y que ha trascendido a su propio yo, a su propia historia personal, para convertirse en una leyenda intergeneracional, por obra y gracia de la fatalidad. Desde que yaciera  desnuda sobre el frío sudario de mármol de una morgue, con la  única compañía de la impregnación pegada a la piel de una gota de Channel número 5, Norma se evaporó, como el perfume, para ser siempre esta poeta, trasunta voz del autor. Escaldada en sus carnes, se extraña de la raza de la que forma parte, y lo hace como si estuviera viviendo un tiempo con el que no se siente identificada, como si no le correspondiese, “y no me reconozco/ como formando parte de ellos”. Y hasta tal extremo reniega, que llega a asociar el tiempo de la felicidad con la muerte, “… hoy soy feliz, /hoy quisiera estar muerta”.

Tras lamentarse con amargura por esa imagen de “mujer sexy, rubia y tonta” que la persigue y que la lleva a consumirse y a la autodestrucción, se siente obligada a expresarlo con crudeza desoladora: “Por dentro tengo tanta hambre/que me devoro a mí misma/y no me sacio nunca”. Después, su Único deseo es pedir Socorro a la muerte, quizás para verse liberada de su estupidez “absolutamente sincera”.

Al terminar la lectura de Presente continuo, el libro de José Luis García Martín, uno sabe con total certeza que éste no es un libro de los que están condenados al olvido, tras ser hojeados-ojeados-leídos. Sin duda, el poso que dejan sus versos, harán que éstos acudan, recurrentes, a nuestra mente. Su belleza es sólo un estímulo para descubrir la profundidad de una poesía que dejará una huella indeleble en el lector, incluso en el más ocasional, despistado o circunstancial. Como los buenos vinos, los versos de José Luis García Martín impregnan nuestro paladar tras ser ingeridos y su recuerdo acude con insistencia a nuestra memoria. Es una poesía verdadera, donde la palabra no es un galimatías indescifrable ya que enseguida llega al lector con su claridad expositiva y con su pulsión relampagueante y plagada de hermosura formal. Es una poesía que de inmediato la hacemos nuestra en ese Presente continuo por el que avanzamos, por el sendero poético de José Luis García Martín.

 

Juan Francisco Quevedo

 


Hilario Barrero

HILARIO BARRERO

EDUCACIÓN NOCTURNA-EDITORIAL RENACIMIENTO (2017)

 

 “Educación nocturna” es el nuevo libro que nos presenta Hilario Barrero en la editorial Renacimiento. No es un autor prolífico, de hecho publicó su primer libro de poesía, “In tempore belli”, una vez pasada la cincuentena, y desde entonces sólo había publicado “Libro de familia”. Esto hace que “Educación nocturna” sea un libro fundamental y capital en su trayectoria poética, ya que en él se concentran los poemas de un escritor  poco dado a mostrarse ante el lector de poesía. Los poemas reunidos en “Educación nocturna” son una muestra representativa de los que ha escrito a lo largo de toda una vida. Esto hace de esta obra “un libro de libros, donde su autor deja, como dice José Luis García Martín en el prólogo, “constancia de una trayectoria poética y vital.”

En esta antología poética Hilario Barrero navega a través de las procelosas aguas del tiempo y la memoria. Lo hace como aquel que se ve reflejado, absolutamente desnudo y con toda crudeza, en un espejo durante las diferentes etapas de su vida. En las sucesivas imágenes que van pasando, proyectadas y plasmadas en poemas, el poeta va recordando lo que fue, las distintas proyecciones de sí mismo que ha venido siendo a lo largo de la vida hasta llegar a esos últimos reflejos en los que se contempla con la vejez asaltando su piel.

El libro se abre con el poema “Autorretrato”, cuyo título no hace sino adelantarnos lo que supone “Educación nocturna”, una sucesión de pequeñas representaciones  del propio autor, retazos y rasguños de una biografía que avanza sin miedo y con lirismo por los descubrimientos adolescentes del amor y el sexo hasta penetrar en los paisajes que proporciona esa edad madura en la que se encuentra.

En “Travesía”, la primera parte de la antología, el título parece aludir con acierto al aprendizaje vital que conlleva el simple hecho de vivir y acumular experiencia, con una característica muy especial en este caso, ya que lo plantea y lo hace desde una perspectiva, quizás, más alienada debido a los condicionamientos y barreras morales que encontró durante esa época en la que la inmoralidad imperante pareciera ser el guardián de un deseo que debía permanecer escondido. Y cuando afloraba en la intimidad podía provocar incluso un sentimiento de culpa.

Hilario Barrero colma los poemas de tensión poética en un juego permanente entre las luces y las sombras, alegoría perfecta de tantas ideas contrapuestas. Es precisamente en esa contradicción permanente cuando verdaderamente existen y se hacen palpables los conceptos abstractos; sería muy difícil comprender la belleza si no existiera la fealdad, el amor si no fuera por el abandono e incluso la vida si no fuera porque se tiene la percepción y la consciencia de la muerte. “Rescoldo” es un poema lleno de simbolismo, dotado de una hermosura exultante, que atrapa de inmediato al lector: “Con rapidez, al levantarse, / arropaba la cama/para que no muriera/la presencia del cuerpo/que lo abrasó en la noche.”

El paso del tiempo es un tema común en la poesía, digamos que es un tópico literario que han abordado desde Horacio a Cernuda, sin agotar por ello su atracción. Pero la poesía de Hilario Barrero lo afronta de una manera diferente, lo que lo hace verdaderamente destacable. Ese “tempus fugit”, paradigma no ya de la poesía sino de la vida, que procede de unos versos de las Geórgicas de Virgilio, es canalizado por el poeta hacia su literalidad, hacia la precariedad que nos acompaña. No lo deriva, como otros, hacia el disfrute vital, hacia el “carpe diem”, sino que en su poesía, el ver cómo se escapan los días como agua entre los dedos, le provoca una angustia próxima al existencialismo. Ese malestar queda reflejado con profusión en muchos poemas, aludiendo con crudeza al deterioro físico que nos somete el tiempo vivido. Un tiempo que nos remite a ese deseo primigenio que va asociado a la juventud, “verte desnudo es recordar/que también tuve un cuerpo/como el tuyo envidiado.”

En la parte final del libro podemos encontrar poemas donde el poeta nos descubre paisajes urbanos desde paisajes humanos. En ellos, partiendo de una supuesta familiaridad trivial, nos arrastra de lo cotidiano a lo trascendente en un quiebro muy atractivo para el lector, “Gentes que a través de los grandes ventanales/ven pasar la vida cada tarde como la vieron ayer y la verán mañana. /Historias repetidas que esperan resignadas que deje de llover.”

Hilario Barrero no puede en este excelente libro sustraerse a su condición de neoyorquino y nos muestra las aristas de una ciudad donde ha disfrutado y sufrido, donde vivió la plaga del SIDA y el derrumbamiento de las torres gemelas, así como el incesante bullicio y el despertar de una urbe que se reconstruye continuamente. Muchas veces lo hace desde el humor y con una mirada un tanto impertinente, “Al quitarnos las máscaras/y mirar ateridos a la luz verdadera/aprendimos de golpe/que habían suspendido el carnaval/por exceso de rostros demacrados.”

La antología se cierra con un magnífico y sobrecogedor poema “Plaza de San Marcos, Venecia”, una composición elegíaca que expone, sin trampas ni tapujos, a su autor y a su obra a la mirada del lector. Es un poema en el que el poeta se adentra en el tiempo y parece contemplarse en otros ojos, quizás en sus propios ojos, quizás en la retina de una ensoñación holográfica de sí mismo tiempo atrás. Se ve en esa otra vida, que transita paralela a su hoy, y que bien hubiera podido ser la suya, “Los contemplan dos viejos sorprendidos, /mil palomas, un bosque de miradas/y una tarde gloriosa de septiembre.”

Por otro lado, es un poema donde he querido descubrir-no sé si con la suficiente perspicacia-, en el sufrimiento que se intuye, el por qué del título de “Educación nocturna”, “Cuando volvió a su casa no lo reconocieron/y tuvo que marcharse lejos de su ciudad a vivir en tinieblas.”

Al cerrar las páginas, tras leer estos dos últimos versos, tras haber respirado con su poesía durante varias semanas, uno tiene la sensación de haber descubierto algo que no sabía, de haber aprendido a mirar el mundo de otra manera. El mundo de Hilario Barrero, visto a través del caleidoscopio de su poesía, me ha ayudado a comprender mejor la realidad en la que estamos inmersos. Lo ha conseguido a través de la mirada de un poeta excelente, a través de la belleza y el lirismo sereno y palpitante de unos versos que llegan al lector como pulsaciones de luz verdadera. La que nace de la sinceridad. El poeta analiza la vida  con la mirada tranquila que  se adquiere con los años, con la sabiduría de un hombre que destila valor y fortaleza por cada uno de sus versos. Y lo hace con un halo de bondad que sobrevuela todas las páginas del libro. Leer a Hilario Barrero, leer “Educación nocturna” es retornar a la poesía verdadera, a esa poesía que es capaz de estimular las neuronas que desencadenan el proceso que nos lleva a la emoción indudable, la que emerge sin trampas fáciles, ni cursilerías gratuitas. Estamos ante el libro de un gran poeta.

 

 

Juan Francisco Quevedo


Carlos Alcorta

CARLOS ALCORTA

AFLICCIÓN Y EQUILIBRIO (CALAMBUR EDITORIAL, 2020)

UN LIBRO IMPRESCINDIBLE DE UN POETA MAYOR

 

Llega a las librerías este nuevo libro de Carlos Alcorta como una ráfaga de luz precisa que pisa “la dudosa luz del día” con el fulgor hiriente de un destello que nos deslumbra y nos traspasa hasta anclarse en nuestra memoria para buscar un lugar desde el que poder revivir unos versos que ya han sido delineados en nuestra conciencia lectora con la exactitud, pulcritud y delicadeza de un rotring.

Desde las primeras páginas de Aflicción y equilibrio, el poeta consigue acertar en el centro exacto de la diana, allá donde reside y pervive la sensibilidad emocional, con el dardo de un arma que domina y moldea a la perfección, el lenguaje. Un arma a la que dota de un lirismo vivo, vibrante y encendido, rabioso y sosegado, a través del milagro de la palabra, que no es otro que el que se logra con la buena poesía.

Veintiuno son los poemas que elabora con el estilo paciente de un fino tejedor que sabe intercalar con sabiduría en el telar hilos de distintas procedencias y tonalidades, pero todos conjugados con belleza, con la misma que logra el poeta al entramar la filosofía con el dolor, la muerte con la culpa, el amor con la lucha, la creación literaria con la salvación, al padre con el hijo...

“Entre nosotros nada ha cambiado. En la mente

de un niño la muerte, más que un enigma,

es un mendrugo de pan que obstruye la garganta.”

Desde el primer poema, desde ese autorretrato descarnado y sincero con que se abre el libro, desde esas tiernas dedicatorias familiares, que no son más que la pista que nos da para imaginar el tono de los versos con los que vamos a viajar, se advierte un cambio en la poesía de Alcorta, que si bien mantiene esa línea de su poesía que le ha llevado a ser una voz imprescindible en el panorama poético en español, profundiza en el conocimiento de su propio yo a través de la experiencia personal, con la emotividad asociada que conlleva. Con la verdad que supone esa inmersión íntima, con la entrañable cercanía que desprende, con esa complicidad, tal vez no buscada, con la que, “puedo jurarlo”, se acerca al lector, siempre, siempre, emerge el poeta, el que se aproxima a la creación desde una vida, la suya, con la que, desde la aflicción, se ha reconciliado para encontrar, al fin en ella, el equilibrio.

“… Quiero ser-pensaba-

no parecer, por eso he buscado sentido

a la vida a través de las palabras,

aunque con desigual forma. Gracias a ellas,

puedo jurarlo, he sobrevivido a cientos

de fracasos…”

Tras este preámbulo definitorio, debo decir que me une a Carlos Alcorta, al hombre que habita en él, una amistad que se ha ido cimentando en el tiempo con el simple y afectuoso abrazo con que nos enrosca aquello que se hace entrañable con el trato y el cariño, con el devenir natural de la vida.

Me une a Carlos, al poeta que en él habita, una constante y sensitiva lectura de sus poemas, una inclinación hacia su poesía que se ha ido fraguando con el descubrimiento que ha supuesto cada uno de sus libros, con el sonido, rebotando en mi interior, de unos versos que se han hecho imprescindibles en mis lecturas, que ya forman parte de esa corta, pero docta y selecta, biblioteca personal y emocional.

Ahora bien, esta amistad personal no me lleva a la benevolencia, ni me inhabilita a la hora de emitir un juicio sobre su obra, sobre Aflicción y equilibrio, el libro que nos ofrece en una época de completa madurez personal y poética, con los sesenta espléndidos años ya cumplidos y con la energía y el ánimo de una vida llena que le sitúa en esa atalaya desde la que uno se puede permitir estar por encima y al margen de los vaivenes y las tendencias, tanto vitales como poéticas e ideológicas.

“Hacer vida-esa es la intención

con la que he escrito este libro- es vivir,

no como si hubiera otra vida, sino como si todo

lo vivido hasta ahora fuera insuficiente,

es hacer de las lágrimas del duelo

semillas que fecundan el futuro porque,                                

con el dolor como aliado,

la alegría florece con más fuerza.”

Descubrimos a un poeta que se halla en plenitud creativa, que llega al lector sin ambages, provisto tan sólo con la eficiencia lírica de una verdad desnuda y franca, una verdad que parece arrancada de su yo poético más íntimo, que trasciende el hecho del que parte.

“Para mí, basta ya de hipocresía

fue un estorbo al que terminé

habituándome, un mal menor

que afianzaba la paz en la familia

sacando lo mejor de mí,

sin pretenderlo.”

No puede ser de otra manera cuando uno trata la muerte a nivel personal, cuando uno habla del padre, de su muerte y agonía, pero no es sólo eso lo que hace que esa verdad llegue al lector, es la identificación con sus propios muertos lo que le mueve y conmueve. Su padre deja de ser su padre para convertirse en nuestros muertos personales. Conseguir eso desde los versos de un poema es el gran acierto de Carlos Alcorta. Encontrar esa conexión con el lector hace que el poema sea un buen poema y no un poema fallido.

“No es un secreto.

He pasado muchas noches en vela

recordando a mi padre y los terribles

últimos días de su vida.”

Aflicción y equilibrio no es un libro más en la trayectoria de Carlos Alcorta, estamos ante una obra que define y marca a un poeta, estamos ante un libro, como decía Montaigne, que, desde luego, no irá a ese cementerio tan colmado de pilas de obras leídas y no recordadas, de esas que pasan por la vida del lector sin dejar la menor huella, sin tan siquiera recordar que un día las tuvimos entre nuestras manos; estamos ante uno de esos libros que dejará rastro en la conciencia y en la memoria de los lectores que abran sus páginas. No será una de esas obras que caen por el precipicio al que nos conduce la indiferencia, no será uno de esos libros que yace con la astrosa pátina del olvido en lo más profundo del cementerio de nuestra biblioteca.

El aroma que estos poemas desprenden, inunda de inmediato nuestro ánimo con y desde una pulsión interna que todo lo invade. Lo hace con la autenticidad de su propia experiencia vital, dotando a los versos de la emotividad que se asocia a la misma, pero siempre con la mirada fijada en la creación literaria como meta inexcusable para dotar de verdad lírica a cada composición. Y siempre sorprendiendo al lector, sacudiéndolo, con otra de las características de su poesía, con esos giros imposibles, tan suyos, plenos de ironía, que asocia al discurso poético, cuando no con esos símiles comparativos impactantes, imaginativos y brillantes.

“Su mirada no encuentra un punto de apoyo,

se dispersa a la caza de un recuerdo

por el espacio infinito del techo

del cuarto, mira con curiosidad,

igual que un astronauta antes de convertirse

en un fósil expulsado del tiempo…”

Otra de las grandes virtudes de Carlos Alcorta es saber intelectualizar su poesía conservando la suficiente lucidez como para no dejarse arrastrar por la autosatisfacción del hermetismo indescifrable. El poeta nos sumerge en la cotidianeidad de la vida, de su propia vida, nos introduce de lleno en ella con su verdad, a veces con la poética, que bien es cierto que se confunde con las otras que hay en ella hasta no diferenciarse. Al fin, todos somos la suma de la multitud de verdades poliédricas que configuran al ser humano.

Desde una supuesta intrascendente anécdota cotidiana y banal, nos sumerge en su mundo.

“Con frecuencia acudimos a las citas

con retrasos inexcusables. Siempre queda algo

por hacer en el último momento,

abrillantar la máscara del día,

afeitarse, poner las legumbres a remojo

para nutrir a la ansiedad famélica,

calzarse, anotar algo en la agenda…”

Estamos ante un poeta que se presenta desprovisto de ornamentos inútiles, de abalorios sin valor que pueden resultar llamativos pero que suelen ir revestidos con el don de la vacuidad. A pesar de la dureza de algunos poemas, como ocurre cuando se hace poesía apelando a los sentimientos más profundos, logra transmitir y conferir una gran serenidad al lector que en seguida se identifica y muestra una gran empatía hacia sus versos.

“Ella, amorosa pero hermética,

puso en los hijos devoción y fe,

no sé si siempre bien recompensados.

Él fue, antes de encorvarse, antes de dormitar

pulcramente ataviado con pijama

de franela y batín gracias a esos somníferos

que le dan un respiro y dibujan en su rostro

un rictus parecido al de la felicidad,

un hombre recio y tierno, a su manera,

que no lo tuvo fácil en la vida.”

Hay dos cualidades que hacen de este libro una aventura especialmente atractiva, dos valores que no tienen por qué ir siempre unidos en poesía, por un lado un lirismo que aflora incluso en aquellos poemas más discursivos y, por otro, un mensaje moral y ético, muchas veces de aprendizaje, que nos lleva a la reflexión.

En sus páginas, el fondo y la forma, el mensaje que nos transmite y la estructura poética se unen y reúnen con la elegancia, a veces desnuda, de un esteta del verso, pero con la profundidad emocionada del que consigue trasladar no sólo belleza sino también, y además, un compromiso ético ante la existencia.

“…pero ahora quiero hablar de experiencias reales,

no de embustes acerca de la resurrección

o de infames promociones internas;

quiero hablar claro, sin las tretas de la literatura;

sin palabras, solo con el silencio…”

El libro está compuesto por poemas largos, elaborados, provistos de un discurso entusiasta que consigue empastar esos dos mundos que nos son comunes, el exterior, el que captamos con una simple mirada, aquél que nos transmite lo más evidente, y el interior, aquél en el que residen las emociones y los sentimientos comunes, aquél al que sólo se llega a través de lo que se halla más allá de la primera mirada, aquél que se alcanza a través de lo que nos sugieren los versos. Carlos Alcorta amalgama como un nigromante del verso esos dos mundos.

“Hay miradas que dicen más que muchas

palabras, lo sabemos desde niños,

cuando suplían a las reprimendas.”

Desde esa primera lectura, desde esa primera mirada nos lleva a la esencia de lo que nos sugiere, nos conduce el poeta hacia ese mundo interno, que nace de lo más íntimo y personal. Con ello, ahí su gran acierto, consigue trascender a su propio yo para universalizar su poesía a través de las sensaciones y los sentimientos comunes que despiertan sus versos en lectores de todo tipo, independientemente de su procedencia y formación cultural. Ha sabido llevar al lector a ese territorio donde reside aquello que cualquier ser humano identifica con facilidad: dolor, amor, rabia, soledad… Esto es lo que encontramos cuando nos alejamos del trazo primero de sus versos. Podríamos comparar su poética con un cuadro impresionista, unas obras de las que debemos alejarnos para descubrir, tras ese primer trazo grueso, lo que realmente esconden. En estos versos, una ternura desbordante.

“Tú buscas en nosotros un cielo que no existe.

Yo busco en ti, madre, para enfrentarme

a lo desconocido, el calor de tu mano,

esos hospitalarios abrazos que disipan

temores, como cuando era un niño,

y me reconcilian con el mundo.”

Sin duda, Carlos Alcorta, desde su propia sensibilidad, desde una estética versificadora impecable y llena de verdad, llega y encuentra al lector; nada más complicado y difícil. Llega a esa inmensa minoría para contribuir a que cada día sea menos inmensa, para hacer de la poesía, de los que se acerquen a ella, un descubrimiento feliz que, si bien requiere un esfuerzo de comprensión mayor que el que se acerca a la prosa novelada, no la hace indescifrable. Desde luego que nadie espere encontrar en cada palabra el significado que le atribuye el diccionario; no sería poesía. Ahora bien, cualquiera hallará con cierta facilidad en cada palabra aquello que nos sugiere, el vuelo poético al que nos conduce, el misterio que nos desvela y que, por supuesto, va mucho más allá de su estricta literalidad. Desde esa visión poética encontramos versos memorables, con unos encabalgamientos, inherentes y fieles a su poesía, imposiblemente hermosos. En ellos, se esconde un elegíaco y llamativo canto a la vida, una invitación a no desperdiciarla.

“Entonces ignoraba que pasar

de puntillas por la realidad

era una forma de estar muerto.”

En esa traslación hacia el lector, en la que hacemos nuestros los versos del autor, es cuando el poema, cuando el libro abandona al poeta. Es entonces cuando nos posee, es entonces cuando los versos los hacemos nuestros. Eso es exactamente lo que nos sucede con muchos de los poemas de Carlos Alcorta, incluso con aquella poesía en la que el poeta emerge como un testigo del tiempo en que vive.

“Somos espectadores bienintencionados,

nos escandalizamos por fotos de tragedias

que a diario vemos en televisiones

o periódicos, aunque no oigamos

ni gritos ni lamentos o el débil traqueteo

de una respiración agónica,

pero no manifestamos intención

alguna de ayudar a un vecino en apuros.

La distancia es un dulce somnífero

que encubre la carnicería de los inocentes.”

La poesía de Carlos Alcorta siempre ha sido el escenario en el que el poeta lucha consigo mismo, en esa batalla que nunca termina, en esa lucha encarnizada por intentar conocernos algo mejor. En cualquier caso, son esas contradicciones entre lo que nos dicta la cabeza y aquello a lo que nos arrastra el corazón lo que nos hace avanzar por la vida. Esa lucha interna contra nosotros mismos es permanente. Ahora, con la madurez que sólo da el tiempo, se halla más seguro y firme que nunca de la tierra que pisa.

“Las lágrimas que derramé sin que tú

lo supieras, poniendo nombre con las palabras

que me enseñaste a todo lo que me rodeaba,

hasta que logré dar vuelo a mi pensamiento,

forman parte de tan impopular

y mal pagado oficio,

ese del que te avergonzabas

en los primeros años, cuando eran mis poemas

solo frustradas tentativas:”

Como ya dije en otras ocasiones al hablar de la poética de Carlos Alcorta, la perplejidad, asociada a un permanente dilema, es el terreno en el que transcurre su obra, un lugar indeterminado desde el que expresa e intenta dirimir sus dudas, su dolor y esa angustia existencial que parece llevarle al desasosiego. Cuando reina la incertidumbre no existe un lugar para la certeza absoluta. En la poesía de Carlos Alcorta la duda es también un principio poético irresoluble.

“…pero he intentado siempre reflejar

en las páginas mis propios conflictos,

sin buscar amparo fuera de mí

o en la naturaleza, porque esta solo siente

sin quejarse, pero no piensa.”

Son muchos los poetas que hacen de la creación un proceso dificultoso, donde se vuelcan desde una disección que bien pareciera de sí mismos, de su propio yo, o de su parte más oculta, de aquella que late permanentemente en el subconsciente, para expresarla como algo ineludible. Hay una necesidad, imperiosa diría, de acercarse a la soledad inspiradora para verter palabras sobre unas cuartillas en blanco; aunque duela, aunque se sangre por la herida de los versos. Esa parte desgarradora fluye a raudales por las páginas de Aflicción y equilibrio.

Los poemas del padre, su visión de la muerte, su afectación en el entramado familiar hacen que elabore una poesía repleta de sinceridad y emoción verdadera, rebosante de humanidad. Con unas imágenes potentes nos insinúa y sugiere un camino que tal vez ni el propio poeta imagine, el del reencuentro emocional con el padre como una necesidad, la de descubrir esa mano que quizás no supiera entender y que, ahora, en la muerte, la busca, amable, aunque ya no esté más que en el recuerdo. Aún así, parece sentirla muy cerca.

“Teme que se me olvide. Quiere recordarme

lo que me dijo tantas veces,

que un ser humano sin principios,

carece de valor, es un espantapájaros.”

Al cerrar este libro no puedo evitar sentir una nostalgia prematura, aquella del que sabe lo que añorará nada más perderlo. Aquella que se calmará con el simple gesto de volver a abrirlo. Como haré tantas veces para leer versos como éstos:

“Padre, nunca seré lo que tú hubieras

deseado que fuera, nunca sentiré afición

por la canaricultura o el mus,

nunca seré un manitas, pero puedo decirte

que desde que fui padre comprendí

por fin lo que supone ser un buen hijo.”

Para terminar, me gustaría destacar el poso de ternura que hay en muchos de los poemas; es más, incluso en aquellos más duros sobrevuela sobre la cabeza del lector un halo de bondad que, aunque a veces permanece oculto y hay que saber descifrarlo, sirve de contrapeso. La vida, al fin, es eso, una mezcla de sentimientos encontrados.

El primer poema, el que abre el libro, un autorretrato único, repleto de sinceridad crítica, termina con unos versos esperanzadores, en los que a través del amor, se rescata a sí mismo del naufragio vital, del laberinto en el que se halla. Es un autorretrato de madurez, en el que se distancia, sin renunciar a él, del que fue, sintiéndose a gusto con el que empieza a ser, huyendo de esa inseguridad que a veces nos acompaña en la vida: “pero creo que me he ganado el derecho a guardar/distancia con los acontecimientos…”. Y el libro finaliza con esa misma atmósfera, desde unos versos poderosos que se agarran con ahínco al compás de la ternura, haciendo un guiño al futuro: “Pasada la aflicción, empieza el equilibrio”.

Leer a Carlos Alcorta, sumergirnos en las páginas de Aflicción y equilibrio es reencontrarnos con la buena poesía, aquélla que sirve de vehículo enzimático para estimular las fibras sensitivas precisas que van a desencadenar en el lector una reacción que le llevará a la emoción, a la verdad inequívoca e indudable, aquélla que emerge sin trampas fáciles, aquélla que no hace una sola concesión a la cursilería gratuita, aquélla que, en toda su franca desnudez, se muestra con autenticidad y belleza. Estamos ante el espléndido libro de un poeta mayor, ante un libro que se salvará del olvido.

Juan Francisco Quevedo

 


Ángeles Mora

ÁNGELES MORA

FICCIONES PARA UNA AUTIBIOGRAFÍA

(2015) BARTLEBY EDITORES

 

Como bien saben los que tienen la gentileza y la paciencia de leerme, no soy un crítico literario, pero sí soy un lector muy crítico; de esos que simplemente hacen crónicas de sus lecturas favoritas, lo cual, según algún amigo bienintencionado sólo me proporcionará buenas vibraciones y pocas discusiones. No puede ser de otra manera porque para mí, no forma parte de la exigencia de un trabajo, sino de un impulso literario que me lleva hacia esos libros que pasan a componer mi biblioteca sentimental, y no precisamente esa, cada vez más copiosa, de libros leídos y olvidados, sino aquella en la que sólo están los que son gratamente recordados. El libro de Ángeles Mora es de los que dejan huella, de los que permanecen en la memoria del lector y forman parte de ella para siempre. Al menos, de la mía. Por lo tanto no es, desde luego, uno de esos libros, como decía Montaigne, que se olvidan después de ser leídos y que por ello es como si nunca hubieran pasado por nuestras manos

La poesía que se desprende de Ficciones para una autobiografía penetra en nuestro ánimo con una pulsión rítmica serena, con la autenticidad de su propia experiencia-como no podía ser de otra manera con ese título-, destilando, desde la alquitara de la vida y de la creación literaria, como meta inexcusable, verdad en cada verso. Otra de las grandes virtudes de esta autora es poseer la suficiente lucidez como para no dejarse arrastrar por la autosatisfacción del hermetismo hasta el extremo de hacer de la poesía un paraje indescifrable. Ángeles, con su obra, nos sumerge en la cotidianeidad de su vida, nos introduce de lleno en ella con su verdad, a veces con la poética, que bien es cierto que se confunde con las otras que hay en ella hasta no diferenciarse. Uno tiene la sensación desde el primer poema de estar ante un libro que perdurará más allá de ese primer impacto de su recorrido. De hecho, estamos ante un libro que, en mi opinión, comienza a superar la inmediatez de la publicación para instaurarse entre lo duradero. Estamos ante una poesía en la que sus versos huyen de la metafísica de los fuegos de artificio, tan llamativos pero tan vacuos; parten de sentimientos profundos que logra transmitir con acierto y sinceridad, confiriendo, a su vez, una gran serenidad al lector, llenándole de paz. Es una poesía capaz de conmover desde la autenticidad, capaz de pulsar en el lector esas fibras sensibles que estimulan las emociones más profundas. Y al activarlas, consigue convertirlo en su cómplice y con sus versos enredarlo y, desde ellos, seducirlo. Os invito a que me acompañéis en esta crónica por la poesía de Ángeles Mora y sus Ficciones para una autobiografía.

Compré este libro hace algún tiempo, a comienzos de verano creo recordar, en la librería Dlibros que mi buen amigo Adolfo Cayón tiene en Torrelavega y desde la dedicatoria a su gongorino Juan Carlos, me sedujo. Es más, no sé si imaginarlo, como a Polifemo, arrancando un pino de cuajo y usándolo de cayado cada primavera.

Entiendo que Ángeles asume mucho, sino todo, de la voz poética, incluso las ficciones; se nos presenta “a destiempo” desde el primer poema, cuando recuerda su llegada al mundo con esa espontaneidad cotidiana que hoy se ha perdido para siempre; es decir, la que ya nunca se halla en los hospitales. Sólo se podía encontrar en aquellas casas de antes, de antes de que se impusiera parir en la asepsia, tanto en su acepción más higiénica como en la más metafórica, aquella que alude a la falta de calor humano. Nació esa Nochevieja, llorando, como todos, en un llanto convulso y recibió el año dormida. En el segundo poema, en los “retazos” de este preámbulo hace toda una declaración de intenciones y aunque diga tener pocas cosas que guardar, ella sabe, saben los poetas de lo cotidiano, que no es así.

La primera parte del libro “¿Quién anda aquí?” comienza con un poema de igual título, en el que da la impresión de que la inspiración asalta su pensamiento con sigilo. Es como su otro yo, que siempre la acompaña y ante el que hay que estar atento para escucharlo antes de que se difumine: “A veces una ráfaga suya pasa/como un fulgor felino, /una estrella fugaz/perdiéndose en lo negro”. Toda esta parte desborda serenidad desde el quehacer diario, desde el recuerdo de una infancia que siempre es utilizada por Ángeles como vehículo de conocimiento: “Caperucita, /ni está mamá/para contarte el cuento/de las migas y los pájaros. /Tampoco el de los niños y las fresas”. La mujer que es hoy recuerda desde la nostalgia el tiempo de aquella juventud en la que se entregaba en la noche a la lectura, a la búsqueda de un conocimiento que le permitiera llenar las cuartillas en blanco: la poesía. Con el día retornaba de ese paraíso a la realidad de la cocina y de la escoba: “Los hombres no barrían la casa, /mi hermano entraba poco en la cocina, /yo hacía la mayonesa/o limpiaba el polvo para ayudar: /de día”. La metaliteratura impregna todo el libro desde multitud de imágenes pero en el poema “La soledad del ama de casa” la poesía de Ángeles Mora trasciende el quehacer literario para adentrarse en el lirismo más hermoso, desasosegante en ocasiones,  pero cargado de belleza siempre. Cuando todo parece perdido, es cuando aparece el poeta: “Y sin embargo/se te abren en la boca/las palabras que nunca pronunciaste, /listas para caer/justo hacia el otro lado del silencio”.

La segunda parte, “Emboscadas” se abre con un poema que nos advierte de los peligros de esos deslumbramientos detrás de los cuales, superado el impacto inicial, sólo hay una rotunda vacuidad. Persigue en esta sección la búsqueda del poema, lo persigue hasta el dolor, aunque sea para “arrastrar sus miserias”: “… Recogerlas-aunque duelan- /es mi tragedia/de chica sentimental de clase media”. Prosigue en una indagación lectora que la hace renegar de lo que la distraiga, de todo aquello, como el ordenador, que pueda anular el entendimiento. Otras veces aborda, desde las labores diarias, el proceso creativo, la inspiración creadora que, como una pulsión, te asalta y prontamente transcribes porque “escribir es un vicio que nunca se detiene”.

La tercera parte es una llamada tranquila a disfrutar de la vida, en una variante que nos lleva del tópico del “Carpe diem” a otro tópico horaciano, al “Aurea mediocritas”. Se trata de aprovechar el tiempo desde esa dulce monotonía que nos proporciona la vida diaria. Prosigue el libro con ese deslumbramiento cual es el descubrir versos que guíen nuestra conciencia, haciendo nuestras las palabras que van conformando nuestra existencia: “Germinan bajo tierra/donde la historia, poco a poco, /esparce sus semillas. /La tarde arroja en los caminos/melancolía”. Hay un poema que, desde la sencillez expresiva, como es el tono habitual de su poesía, rebosa felicidad, “Cumpliendo años”. Ángeles Mora llega a ese dominio del lenguaje poético a través de la mayor de las complejidades, llenar de autenticidad a sus poemas sin perder un ápice de lirismo: “Y el calendario va colgando sus días/como las cuentas de un collar en el hilo del tiempo”. En esa “guarida azul”, donde se imbuye de lecturas, papeles y versos, de pensamientos y metáforas se siente feliz. Y es allí, en su refugio idealizado, donde atraviesa el espejo y accede al otro mundo, al de la creación literaria: “Pero existe un destino que sólo se conquista. /Un espacio de sueño y desafío/para escribir lo nuevo”.

La cuarta parte del libro se inicia con “El ayer”, donde se desdobla en los muchos fuimos que han deshecho su figura. Es una traslación muy curiosa realizada a la inversa, en un holograma deforme de sí misma. Los primeros poemas parecen intuir un miedo al futuro; navegan en la incertidumbre de lo que nos espera: “La alegría más alta/siempre esconde una sombra/invisible, /agazapada, de tristeza”. Hay poemas en los que el afán de trascender se manifiesta con gran belleza; entiende el quehacer literario como “El polen esparcido por la abeja/tiene misión de vida”.

La última parte del libro, “El cuarto de afuera” se inicia con una alusión muy velada a ese final del camino donde se recuerdan las ausencias cuando “las rojas hogueras ya tiritan”. Prosigue esa búsqueda inacabable por conocerse a sí misma, valiéndose de la mirada turbadora de la infancia, enfrentándose a las sombras que la vida pone a su paso: “Ahora, desde el cuarto de afuera/de mis años perdidos, /te veo caer otra vez”.

Al cerrar este libro que durante meses me ha acompañado, y al que sé que retornaré de cuando en cuando, me entra una nostalgia prematura, aquella del que sabe lo que añorará nada más perderlo. No se esfumará por la alcantarilla de la memoria; ahí estará esperándome, como un buen amigo, para desprenderme de esa añoranza. Me sé conmovido por el destello que ha provocado la buena poesía de Ángeles Mora en el interior de este involuntario interlocutor, de este lector que, desde ese fulgor preciso, inherente a la palabra poética, se ha elevado por encima de los límites de lo racional. Me he encontrado de frente con una poeta y una poesía que actúa con inmediatez, sin necesidad de hacer ningún ejercicio intelectual para sentirla, como escribiese José Ángel Valente, con una poesía que hace que nos convierta en sus aliados permanentes durante este viaje literario. Un viaje del que, como pasa con los libros que nos alcanzan, nunca desertaremos. Una lectura no sólo recomendable, sino inexcusable para todos los amantes de la buena poesía.

 

Juan Francisco Quevedo


Rafael Fombellida

RAFAEL FOMBELLIDA

MI LADO IZQUIERDO (EDITORIAL RENACIMIENTO, 2021)

 

Hay poetas a los que uno tiene una especial devoción no solo por la pulcritud de su trayectoria sino, y también, por su manera de entender la creación poética. Es el caso de Rafael Fombellida, una de las voces más importantes e interesantes del panorama poético en español.

Su nuevo libro, “Mi lado izquierdo”, una antología poética en edición de Xelo Candel Vila, ha sido publicado por la Editorial Renacimiento. Se presenta con una selección cuidada y precisa de la poesía de Rafael Fombellida que abarca, ni más ni menos, que treinta años de un feliz periplo poético. Un libro imprescindible para los que amamos y conocemos su poesía y un libro perfecto para aquellos que quieran iniciarse en ella.

Artífice de una poesía muy característica y personal, el autor suele partir del desorden más absoluto, lo que el poeta denomina el daimon, esa fuerza que tiende y señala hacia lo oscuro, hacia las tinieblas interiores. Una vez analiza y descifra lo que esconde, con el misterio inherente a su poesía, lo intenta llevar hacia el orden, hacia la claridad.

No me resisto a comparar su poética con el concepto físico de la entropía, una medida del desorden molecular en la que la temperatura, un incremento de la misma, es responsable de provocar un desorden que aumenta proporcionalmente a medida que aumentan los grados y viceversa. Partiendo de ese gran caos que el autor interioriza, a través de una meditación filosófica directa, que refleja y proyecta en la escritura, el poema llega al lector sin grandes ambages ornamentales y avanzando, como si la temperatura fuera decreciendo, hacia su esclarecimiento. Siguiendo con el símil de la entropía, el poeta consigue bajar la temperatura hasta aproximarse a esos cero grados Kelvin en los que el valor físico de este concepto sería cero y el poema una realidad plausible y palpable. Es decir, a lo largo del desarrollo del mismo consigue proporcionar progresivamente algo de luz al lector. De tal manera que se acerca a lo que hasta la fecha es un imposible, lograr una temperatura tan baja-próxima a esos cero grados Kelvin-. Ahí, en ese punto, y fantaseando con la física, de alguna manera se conseguiría la inmortalidad ya que, si se pudiese alcanzar ese valor, el desorden molecular sería cero y la inmortalidad un hecho teórico. En este caso, en el caso de la poesía de Rafael, hablamos de conseguir poemas definitivos, próximos a ese valor. Poemas que ya nunca se volverán a revisar y que quizás alcancen la inmortalidad, aunque no valga para nada. En cualquier caso, podemos afirmar que en su poesía las meditaciones filosóficas van en un sentido aclaratorio, es decir, hacia iluminar el poema con el brillo de esa interiorización del caos.

Nos pueden bastar dos ejemplos para darnos perfecta cuenta de la grandeza del planteamiento poético de Rafael Fombellida.

Violeta profundo es un libro escrito a lo largo de dos años, 2009 y 2010. De un recuerdo amargo, ocurrido en un pequeño instante, surge el poema “Matinal de domingo”. El poeta se escruta y se mira a sí mismo reflejado en el azogue de los muertos familiares que le precedieron. Y lo hace sin dramatismos, con pinceladas de buen humor.

“Yo diseñé la labra de su lápida

y le mandé grabar nombre y dos fechas.

Ya sabes, entre ellas, los días fueron suyos.”

Di, realidad es el libro que precede a “Mi lado izquierdo”. Contiene poemas escritos entre los años 2011 y 2014. El poema “Nadadores” se inicia con una confesión paterna de agotamiento. Ha nadado junto a su hijo y en un momento dado ha tenido que rendirse ante el empuje del joven. Ese cansancio es la metáfora perfecta del relevo generacional familiar. No es una competición deportiva sin más; el poeta va mucho más allá; está asistiendo al crecimiento personal de su vástago en busca del conocimiento. De alguna manera ve en él esa proyección en alza e intuye que, como padre, comienza a ocupar un espacio que sin tardar mucho le corresponderá a él. Y lo hace siempre con una mirada tierna y complaciente hacia el hijo. Un espléndido poema.

“Soy el padre de un hombre, un hombre grave, meditativo, oculto,

que se gobierna con pericia mientras cabe pensar

que su mano, ya enorme, clausurará mis párpados como se sella un

       ataúd de plomo.”               

 

“Mi lado izquierdo”, de Rafael Fombellida, con una edición clásica e impecable, es un libro necesario y una muestra concluyente de un poeta imprescindible. 


Francisco José Martínez Morán

FRANCISCO JOSÉ MARTÍNEZ MORÁN

LOS CUADERNOS DEL FRÍO (EDITORIAL BAJAMAR, 2021)

 

Han tenido que pasar tres años desde la aparición de Tacha para que Francisco José Martínez Morán publique un nuevo libro de poemas, Los cuadernos del frío. Prácticamente coincide la lectura con la concesión al poeta del I Premio Internacional Francisco Brines con No.

F.J.M.M. sorprende al lector desde Los cuadernos del frío con una propuesta muy personal, donde la palabra toma un protagonismo absoluto, erigiéndose como un elemento conceptual desde el que el autor es capaz de sintetizar, apoyándose en su desnudez, toda una poética desde unos versos que nos ofrecen una poesía reflexiva y reveladora.

Con una pulcritud impecable en la escritura y una musicalidad embaucadora, los poemas breves del autor llegan al lector con una punzante luminosidad, como un rayo de luz que se cuela por un resquicio en medio de la oscuridad.

Los cuadernos del frío se estructuran en siete partes bien definidas, como si el todo fuera un cancionero del desasosiego y del dolor. El libro se construye con la concisión y la precisión de un lenguaje que arma y edifica el poema desde la verdad íntima del poeta. Consigue que no haya en el mismo un sobrepeso estéril, una plomada que le hunda, que no falte, ni sobre, ni una sola palabra. Esta determinación se observa desde el primer poema, de un solo verso, que aparece en Raíces y atestados: Tan solo cuando duele es luz la luz.

Esta intención, esta manera de entender la poesía se extiende, con el frío que acompaña a los versos, por todos los poemas. La segunda parte se abre apoyándose en la Misa Réquiem de Mozart y pese a lo anunciado previamente, pese a que En el cuaderno verde anoto todas/ las marcas que en mi cuerpo van dejando/ los golpes de la edad, se vislumbra cierta esperanza ante ese horizonte de dolor: Sé luz entre la luz, no más que luz/ sumida en el color del brillo eterno.

Posteriormente, en Concreto, esa visión de la existencia que gira en torno a ese frío que se anuncia en el título, se torna más leve y se diluye entre los vapores del amor, el sexo y la poesía: Se estrella la ciudad contra mi cama:/ traes todas las calles en tu cuerpo.

El poema más extenso se halla en Un frío de otro tiempo y toma el hilo de construcción en los primeros versos del Cantar de Mio Cid, haciendo Francisco José Martínez Morán una lúcida abstracción del dolor, asociando el dolor pretérito con el propio, con el actual, que, al fin, es el de siempre.

A veces me pregunto si he visto llorar a alguien de esa forma. Reflexiono y contesto entre dientes no seas infantil, pues claro que lo has hecho…

Tras un viaje a esa certeza que nos acompaña desde la cuna, Estar aquí, y saber que luego no; que, tarde o temprano, nada, tras saber de nuestra ceguera, El dolor en los párpados, sensación de haber perdido la luz sin haber llegado nunca a vislumbrarla, llega como colofón esta Canción de ausencia cierta, como un canto en el que cabe cierta predisposición a la felicidad: …descendí a tu misterio, /a la profundidad de tu caricia, /hoguera de pan blanco.

Al despedirnos de Los cuadernos del frío, nos despedimos de un libro que se manifiesta como un modelo cierto de una poesía concentrada en la palabra precisa, caracterizada además de por su brevedad, por su limpieza. Nos hemos dejado alcanzar por la calidez que emana de unos versos plenos de ritmo y lirismo, unos versos muy alejados de esa gelidez que preludia el título. La poesía de Francisco José Martínez Morán está poseída por la belleza exacta de lo inabarcable, de la luz y el dolor que proyecta sobre la existencia.

Juan Francisco Quevedo

 


Marcos Tramón

MARCOS TRAMÓN (2018). DE MIS SOLEDADES VENGO

EDITORIAL RENACIMIENTO

 

Cuando uno se enfrenta a una gran parte de la poesía reunida de un poeta como Marcos Tramón, un poeta que aún no ha cumplido los cincuenta años, se rinde al inmenso talento de un autor que pareciera con este libro haberlo dicho todo pero que intuimos, sin embargo, que aún le queda mucho por decir. De todas maneras, al terminar la lectura, tenemos la sensación de que aunque no volviera a escribir nunca nada, ni un solo verso más, este libro justifica la vida y la trayectoria de un poeta. Es una obra que deja esa sensación, una obra que bien pudiera parecer de término.

La cita de Lope de Vega que abre este libro de libros no es casual, parece responder a esa tendencia introspectiva y meditativa de la voz poética, de ese trasunto en el que se convierte Marcos Tramón cuando escribe.

“Los días que te explican” (2001) se abre con un poema desde el que se añora un mundo que el poeta entiende como ideal y, por tanto, irreal. Lo aborda desde esa certeza filosófica en la que contempla la vida como si fuera un valle de lágrimas, con la visión apenada de una angustia existencialista, muy próxima al pesimismo de Schopenhauer, aunque con un punto de esperanza conformista: “Vivir, al fin y al cabo; vivir y que no duela”.

Los poemas se suceden y se funden y confunden entre el paisaje urbano de una ciudad que le sirve de escenario para ligar y conformar los trazos de su mundo poético. Y en él, en el centro del mismo, la mirada lírica hacia la mujer y hacia el amor. A veces como algo fuera de su alcance: “Tú, un granito de oro cotizando/al alza en el mercado fragmentario/del día a día de mi vida, / un bien al por mayor.”

Y en otras ocasiones con deseo y contención a la vez: “El dolor y la pena de jamás poder ser/una mujer que coge/a otras entre sus brazos, /y levantarnos las faldas lentamente, /el suave roce primero de los labios…”.

Esa mirada desde la geografía urbana más cotidiana, un autobús de línea, puede ser la excusa perfecta para que, desde una soledad con intenciones voyeristas, se recree en esa actitud contemplativa, un tanto desolada y expectante ante lo que la vida le ofrece casi como una ofrenda plena de pasión y deseo: “Los libros apretados contra el pecho, /con cara distraída, piernas largas/que contundentes caen al suelo, entrecruzadas: /una figura total, muy hermosa, que te arrastra.”

Después, el extenso poema avanza con la mirada vuelta hacia el otro lado del cristal, una perspectiva que progresa por la ciudad como un taladro que perfora la pared, disgregando las partículas de vida. Casi parece como el viaje de la existencia hacia el final: “Dejas pasar paradas, como quien se deja vivir”.

Este magnífico poema, “Geografía urbana”, donde aflora la ironía, un rastro de ternura y un pesimismo que sacude como una neblina los versos, acaba, como ya hiciera Jaime Gil de Biedma en “Pandémica y Celeste”, con el primer verso con el que Baudelaire abre Las flores del mal”, apelando a  ese hipócrita lector.

La soledad, no sé si buscada, como excusa de observador avezado, traspasa todo el libro ante la mirada siempre expectante de la voz poética. Una soledad desde la que descubre la vida a cada paso: “Atravieso un alboroto de risas/que son más chicas divirtiéndose/a la salida nocturna del instituto: /rezuman miel de vida a carcajadas.”

Esta parte se cierra con dos versos que resumen con intensidad lírica las intenciones que se encierran en ella: “Vamos de charco en charco/pisando oscuros días sucesivos”.

“Desgana” es un libro publicado en 2011, por lo tanto diez años los separan, diez años de trabajo silencioso que dan lugar a estos versos que se inician con un soneto de endecasílabos sin rima que es todo un tributo a los gustos del autor, un legado que acumula en su memoria y que ofrece para explorar las múltiples posibilidades de la literatura y del lenguaje como vehículo de conocimiento, como transmisor de esa verdad última que nos arrastra hacia el poder revelador de la palabra. Después, la voz poética nos sorprende con esas “Islas de luz” que bien pudieran hablar de lo fugaz, de lo efímero de los momentos vividos, ante las sombras que la luz cierne sobre el tiempo presente: “Hace esfuerzos por retener tanta belleza/contra la luz, intacta; /hace esfuerzos por retenerlo todo, /como si no estuviese todo perdido de antemano.”

Desde una intimidad reconcentrada en la exploración de su yo más oculto, el poeta nos asalta con su mundo personal, hecho a base de pequeñas confidencias, aparentemente casuales, para hacernos llegar “Las flores de la piedra”, el eco de su parte menos consciente; aquella que late casi a espaldas de uno mismo y que sólo aflora en la soledad, en la soledad dormida de los pensamientos solitarios que brotan casi por casualidad: “Me dicen que hay un día en el que ves/por última vez a alguien, pero que no sabemos/a quién ni cuál es ese día.”

En “Razón de ser”, el poeta rinde un homenaje lírico a quien le ha orientado en la dirección precisa-“La lucidez, la exacta precisión”-, donde se ve el homenaje al maestro, a J.L.G.M., a quien dedica el poema, y también se explicita aquello que le ha servido de guía en el camino de la poesía: “De alguna forma deberíamos/poder pagar la deuda contraída, /pues, más allá de cada trato individual, /hay un afecto, /un elevado afecto, a las palabras/bien dichas, perdurables, /una historia de amor con la literatura”.

Los recuerdos que hieren como puñales y la muerte sobrevuelan algunos de los poemas de “Desgana”; la memoria fija con inexactitud difuminada la mirada dolida: “Qué decir del macabro/significado de todo esto: /no sabes, solo sabes/que, al igual que esta noche, /en ocasiones su recuerdo vuelve/para hacerte más daño”.

Avanzamos hacia “Stricto sensu” (2015), el último libro publicado por Marcos Tramón, con el sabor de la buena poesía, en sentido estricto, destilando por la alquitara lírica del pensamiento, por los recovecos que estimulan los caminos cerebrales que te llevan directamente a la emoción, no a la que se desencadena con la facilidad de lo superficial, sino a aquella que surge del conocimiento, de las profundidades de una sensibilidad exquisita. Los poemas de este libro parecen formar parte de un desajuste preconcebido, de una manera de hacer poesía desde una forma de existencialismo un tanto distante, desde el que se mira el mundo desde una posición donde parece que la añoranza y la soledad, teñidas por cierto desencanto, juegan un papel fundamental: “Recuerdos como huesos sueltos, /en un yermo collado, una tierra baldía: /la del pasado de una vida como cualquier otra vida.”

Una actitud y un sentimiento un tanto desolado, junto a una tristeza cierta y disimulada por la ironía, se reflejan en los versos en los que el paso del tiempo pesa como una losa sobre el hoy, sobre las aguas de un tiempo, en ese permanente fluir que procede de Heráclito, hacia la muerte, en ese nunca seremos el mismo un segundo después del que fuimos: “No nos vemos dos veces/ en el mismo río; /ni siquiera-años más tarde-en su sombra, /nuestras sombras.”

Dejamos este inmenso “Stricto sensu” con unos versos que nos llenan de melancolía feliz, que nos aproximan a la cotidianeidad conversacional de lo cercano, con unos versos que son capaces de parar el tiempo, una imposibilidad física que se hace real en el recuerdo, dando la razón a Kant: “Llega el dolor, y el tiempo se para: /aquel abrazo en el tren, /aquel sabor a amistad y lejanía. /Y el dolor que da tregua: /y el tiempo y el dolor y la tristeza/y el tren, la lejanía/y el dejarse llevar por estas calles.”

“Estación de frontera” es el regalo que nos ofrece Marcos Tramón, un libro inédito que cierra este libro de libros. En él podemos disfrutar de unos versos que nos traspasan con su belleza, con su lirismo descarnado: “Todo está en su sitio. /Es hermoso el paisaje: /como dos emociones sin conciencia.”

Se abre con un poema luminoso, que pareciera contradecir lo dicho anteriormente: “Lo que la luz promete/será morir mañana. Hoy es un día pleno/de sol.”. Es en sí mismo un canto lleno de esperanza que surge tras la desilusión. Todo aquello que antaño fuera importante y grandilocuente se diluye en las sucesivas dosis de escepticismo que la vida se encarga de administrarnos para ya, en la madurez, centrarnos, con el encanto de la simplicidad más desnuda, en lo nimio y afectivo. Sólo las adorables pequeñas cosas son capaces de conmovernos. La vida se convierte en una verdadera celebración: “La gente que camina por la calle/al paso del secreto-la dicha o la desgracia-. /Los amigos, como un agua de siempre, /y como sed de siempre, las mujeres. /Los niños por el parque, /igual que inquietas ruedas. /A la ida, a la vuelta, /la gente que se apiña/en bares y autobuses.”

“De mis soledades vengo” concluye con unas perspicaces, jugosas y certeras opiniones sobre poesía: “No me gustaría acabar escribiendo libros innecesarios”. Opinión que no hace sino redundar en lo que ya dijera Cervantes: “que hay algunos que así componen y arrojan libros de sí como buñuelos”.

Desde luego, la poesía reunida de Marcos Tramón es un libro necesario e imprescindible, un libro que te reafirma en el gusto por lo primoroso, tanto en la estética como en la ética, en la forma como en el fondo, por la poesía de un autor mayor, en todas sus acepciones. En Marcos Tramón no sólo descubrimos al poeta sino que nos adentramos con él en el territorio inherente a la buena poesía, aquella que siendo testigo del tiempo que vive, enlaza con la de siempre, con la que permanece inalterable. Como dijera al inicio de esta crónica, este libro justifica la vida y la trayectoria de un poeta. Sin duda estamos ante uno de los grandes libros de poesía de los últimos tiempos. Una verdadera delicia para los lectores.

Juan Francisco Quevedo

 


Andy Warhol

EL POP-ART, ANDY WARHOL Y OTROS MÁS

 

Hace noventa años, un lejano seis de agosto de 1928 nacía en Pittsburgh el que estaba llamado a romper los tradicionales circuitos del arte contemporáneo. Y no lo conseguiría hasta aquel remoto año de 1962. En esa fecha, un albino un tanto vicioso y de gustos efébicos, según cuentan los maliciosos, popularizó en una lata de sopa el sueño del arte de Marcel Duchamp: Trivializar lo cotidiano. Y, en el fondo, lo mismo se llega a esa máxima a través de un urinario público, expuesto en la sala de una galería, que publicitando latas de comida en un lienzo. El camino para este pintor de la modernidad, Andy Warhol, probablemente se iniciara durante su paso, como trabajador veraniego, por unos grandes almacenes. Tal vez ahí, entre maniquíes y carteles anunciadores, surgiese su pasión por plasmar el mundo del consumo y la publicidad.

En el mismo año de 1.962, y por caminos distintos y casuales, Roy Linchestein, tras dejar a un lado el expresionismo intelectual de Pollock, de Kooning y de tantos otros, que había imperado durante las dos últimas décadas, comienza sus pinturas de tiras de cómics y su famoso retrato de George Washington; de esta manera ambos convergen en la popularización de la pintura uniéndose al movimiento del Pop-art, que ya despuntaba con fuerza desde mediados de los cincuenta, a través de artistas como Jasper Johns, con su celebrada obra Tres banderas y Richard Hamilton, el cual, en un collage fotográfico, del año 1.956, hizo aparecer, por vez primera, la palabra pop. Tal vez fuera el origen de todo y la causa primigenia para que todo se mirara de una manera divertida y aparentemente casual. Linchestein fue, tal vez, el que cargó de ironía sus telas, acercándose con humor a la manera de vivir americana -american way of life-. Tanto la sociedad, como sus personajes, eran retratados con pinceladas de sarcasmo bien administradas, como si de una sordera interesada se tratara.

 

Junto a la banalización que nos trae el consumismo y la televisión, aparece este innovador y transgresor estilo de arte, innovador y transgresor tanto en la manera de entender el entorno como en la de aproximarse a esta nueva sociedad de la comunicación y los medios audiovisuales. El pop-art parece nacer como un nuevo medio de consumo para una nueva cultura, básicamente urbanita. En cualquier caso, no fue más que el antecedente del espíritu de los tiempos de comercialización mediática que se avecinaban, y que no harían más que acrecentarse con el paso de los años. El sueño de cualquier ciudadano anónimo, ya lo dijo Warhol, no era otro que ser famoso durante 15 minutos. Tal vez, si Rimbaud siguiera entre nosotros se reafirmaría en aquella nota que dejó sobre el manuscrito de Una temporada en el infierno: Ahora puedo decir que el arte es una tontería.

Warhol hizo del arte, no cabe duda, un gran negocio, llegando a tal extremo, que los proyectos sólo le parecían verdaderamente interesantes si le aportaban dinero, mucho dinero. Pero el pop-art va mucho más allá de Andy Warhol.

El hombre se refugia-como pensaba Schopenhauer-ante las embestidas rutinarias del día a día, ante el vacío que nos provoca su run-run, en el arte y en la ciencia. Es la manera que tenemos de escapar de nuestras apreciaciones, necesariamente objetivas y, a veces, angustiantes, ante la vida diaria. En definitiva, es nuestra manera de desconectar de todo aquello que nos es inevitable. El arte y las ciencias, tanto las humanidades como las técnicas, se convierten en una liberación para el ser humano. En este sentido, el pop-art-por acercarnos a lo cotidiano-, es una manera cínica de aproximarnos a esa realidad nueva en la que, en esta década, se empieza a ver inmerso el hombre del siglo XX. En el fondo, se puede ver este arte como una reacción, como un acto de rebeldía frente al consumismo que tiñe nuestras vidas; claro está, desde una visión irónica y liberadora. Y, por supuesto, no exenta de un componente imprescindible y paradójico, justamente aquello que pretende criticar-desde la sonrisa cómplice-, es decir, el mercado. En resumidas cuentas: se hace arte para consumir. Y, además, se hace criticando irónicamente el consumo, es decir, criticando aquello para lo que se crea. El colmo de la contradicción.

Estoy harto de esta vida de habitaciones amuebladas.

Estoy harto de tener gripe y dolores de cabeza.

Conoces mi extraña vida: Cada día trae

su cuota de ira...

                                                             Delmore Schwartz (Baudelaire).

El pop-art tiene la cualidad de estimular fácilmente los sentidos y, por ello, ser capaz de acercarse a aquellas personas que jamás se han interesado por el arte y sacarlas de su inopia. Se aproxima a la gente común a través de objetos y personajes que le son conocidos y cotidianos. Por ello, consigue penetrar en todas las capas sociales. Convierten el arte y lo artístico en un lugar común, en un espacio para compartir, alejándolo del teórico elitismo en el que se encontraba. Con su fuerza expansiva, acaba arrinconando al expresionismo abstracto de Pollock y Barnett Newman a las frías, y casi vacías, salas de los museos. Con él, es innegable, se instala cierta vulgaridad en el panorama artístico y, tal vez por esa causa, aunque no lo creo, Nueva York se convierte, desplazando definitivamente a París, en la capital artística del mundo.

En cualquier caso, fue Warhol quien se llevó el gato al agua y se convirtió en el tótem underground de la modernidad. Desde su famosa factoría salieron iconos que todavía hoy funcionan en el ámbito popular, baste recordar sus retratos de celebridades del cine, como Elizabeth Taylor o Marilyn Monroe, tan sumamente imitados. Probablemente desde su tumba se remueva al contemplar el negocio que ha generado y que ya no puede controlar, ni disfrutar. Pero su aportación no se quedó exclusivamente ahí, sino que exploró además en otros ámbitos, inclusive en el difícil mundo del rock. Desde su factoría salieron los primeros Velvet que, como Andy, nacieron con vocación de marginalidad alternativa y después, como todos, acabaron absorbidos por la industria. Lou Reed, John Cale y aquella modelo de la que todos nos enamoramos, y que además cantaba tan bien, Nico, pasearon su desencanto por todos los circuitos alternativos de Nueva York y de Estados Unidos. Nico, esa valquiria hierática en el escenario, destrozó corazones allá por donde fue y, desde su fresca hermosura, todos soñaron, soñamos, con ennoviarla o cuando menos con acompañarla y, así, sentirnos redimidos por sus atenciones, quizá por su ternura, como se redimió Fausto a través del amor de Margarita:

al cielo nos conduce el eterno femenino.

                                                               Goethe(Fausto-Acto V).

Todos ellos pronto se desembarazaron del dios blanquecino y, a su vez, Lou Reed pronto se desembarazó de Cale-no confundir con el autor de Cocaine, J.J. Cale, esa canción que todos creen es de Eric Clapton- y poco después también se desembarazó de la banda, The Velvet Underground-Sweet Jane-, y se introdujo por el lado más salvaje del camino-Walk on the wild side-, destilando melancolía, dejando resbalar las palabras como jamás nadie lo haya hecho. Dicen que la heroína-Heroin- estuvo a punto de matarlo pero lo cierto es que aún duró lo suyo, más lúcido que nunca, como un intérprete de rock animal, persiguiendo un sueño tal vez inalcanzable, un sueño cada vez más alejado del suicidio que cuando publicó Berlin, su particular calvario. Sus letras destilan lirismo descarnado. Lo mismo da que retrate Nueva York o que haga un viaje al interior de su alma. Él siempre, tal vez a su pesar, sale victorioso:

El futuro es igual para todos.

Lo encaramos como podemos

y no hay nada malo en tener miedo;

eso sólo prueba que eres hombre.

                                                   Lou Reed, Deshechado

De esta manera, tontamente, entre el beso que nos mandaba Roy desde el acrílico de sus lienzos y el Elvis disparando, ¿a quién?, tal vez a sí mismo, Warhol se convirtió en el representante más conocido y, sobre todo, más mediático del Pop-art y, con él, tuvo lugar la mayor popularización, y tal vez trivalización-como soñó Duchamp-, del arte. Warhol siempre estuvo unido al mundo del rock, en especial al mundo de los rock-stars. Con David Bowie-Space Oddity- ideó una multivariedad estética que convirtió al rubio y afilado cantante en un auténtico camaleón. Lo mismo se convertía en una estrella del Glamp-rock que iba al Space-rock, pasando por la mímica silenciosa, no podía ser de otra manera, de un maestro como Marcel Marceau. Y todo ello pareciendo artistas diferentes.

Con Mick, por supuesto Jagger, mantuvo una interesante relación de la que hoy nos queda, además de sus retratos, el archiconocido anagrama de la banda más longeva de la escena, The Rolling Stones. Desde unos labios, inspirados en Mick, también conocido como Morritos Jagger, salía una poderosa y desafiante lengua que, aún hoy, se burla un poco de todo bicho viviente y, además, es el inconfundible sello de los ya geriátricos Stones.

No existe gran ingenio sin algo de demencia.

                                                                                 Aristóteles.

Warhol, en sus modelos, solía buscar gente que se moviera por los llamados circuitos alternativos-underground-, al menos supuestamente, pero ya nada era lo que parecía. Lo cierto es que, tanto él como sus figurines, pronto dejaron de ser marginales para convertirse en sencillamente extravagantes y simplemente sugerían seguirlo siendo como vitola de modernidad y vanguardismo-eso siempre vende-. También, a veces, iconizaba y entronizaba muñecas rotas, como es el caso de Norma Jean, Marilyn Monroe, la niña desvalida que, una vez muerta, creció hasta convertirse en mito y que, en vida, no fue más que un ser humano condenado a una muerte ¿intencionada? por sobredosis de barbitúricos. Esta linda corista que conquistara a un príncipe imaginario, en la fantasía del cine, y a un rey del escenario como Laurence Olivier, tuvo que conformarse en la vida real con ser amante de un presidente y esposa de un dramaturgo-Arthur Miller- que condenó al pobre Willy Loman, viajante de profesión, a tener que morir una vez que había acabado de pagar la hipoteca de una casa que, entre otras cosas, le había consumido. Esta chiquita, que consiguió subirse al tren de Billy Wilder-Nadie es perfecto- en marcha, mientras el vapor de la máquina azuzaba sus piernas entre unas alocadas faldas que, con la colaboración de las cálidas rejillas de los metros, descubría sus encantos más íntimos, desnudaba su alma entre las canciones sensuales que un agobiado Joseph Cotten escuchaba de sus perniciosos labios en Niágara. Esta pobre Norma Jean acabó pasando de las catacumbas ocultas de la Casa Blanca, donde acudía en traje de fiesta, al frío mármol de una morgue, donde acudió, por primera y última vez, sin más sudario que el de la sábana que le pusieron tras la autopsia. Murió como dormía: desnuda. Sólo que sin sus gotas de Chanel número 5.

Caminar a la muerte no es tan fácil, y si es duro vivir, morir tampoco es menos.

                                                                                             Luis Cernuda

Él, que había sido un niño enfermizo, que había pasado una gran parte de su infancia en la cama, dibujando y recortando fotos de estrellas del celuloide, él, tan hipocondríaco, tan temeroso de todo lo que oliera a hospital, caminó al encuentro con la muerte un 22 de febrero de 1987. Una aparentemente inocente operación de vesícula, fue el detonante. Fue enterrado en la ciudad donde nació-Pittsburgh-, junto a sus padres, con todo el boato con el que había vivido, en un féretro de bronce macizo, con un elegante y negro traje de cachemir, que contrastaba con su piel blanquecina, con su peluca en un tono argenta y con esas gafas de sol a las que se vio condenado de por vida. Por no faltarle, no le faltó ni un sofisticado frasco de colonia, Beautiful, de la firma Estée Lauder.

Le dieron sepultura con la misma pompa con la que se había acostumbrado a vivir. Sólo que no la pudo disfrutar; nada le eximió, ni siquiera la inmensa fortuna que había acumulado en vida, para rendir otro tipo de cuentas. Tarde o temprano, la muerte a todos nos la cobra por igual enrasándonos para siempre.

 


Bob Dylan

Más allá de las polémicas:

 Bob Dylan, Premio Nobel de Literatura

 

En el año 1995, tras la concesión del premio Nobel de Literatura al poeta irlandés Seamus Heaney, se empezaron a producir los primeros movimientos para que el galardón fuera otorgado en ediciones futuras a Bob Dylan. Cuando al año siguiente recayó el premio en la poeta polaca Wislawa Szymborska, las voces a favor del icono de los sesenta llegaron desde todos los ámbitos, pero aún tuvieron que esperar veinte años para ver cumplidos sus deseos.

No todo fueron peticiones y opiniones favorables ya que, junto a la crítica norteamericana, muy identificada con los testimonios que llegaban desde diferentes y prestigiosas universidades, emergían ecos un tanto destemplados, fundamentalmente desde Europa. Se generó una polémica, a la que han asistido atónitos una gran parte de  los intelectuales americanos que, a día de hoy, no ha hecho sino reavivarse. Curiosamente, la vieja Europa, literariamente hablando, se rasga las vestiduras frente a la puritana herencia anglosajona. El mundo al revés. Sirva de botón de muestra para corroborar la estupefacción provocada por estas críticas intemperantes las declaraciones del nuevo premio Príncipe de Asturias de las Letras, evento que coincidió con la concesión del Nobel a Dylan. Cuando se le ha preguntado al prestigioso escritor estadounidense Richard Ford por lo que opinaba sobre la concesión del Nobel de Literatura a Dylan, sólo ha acertado a decir, incrédulo ante la inesperada pregunta: "Si lo de Bob Dylan no es literatura, ¿qué es literatura?". Sin duda, le cuesta entender a alguien como él, procedente del mundo universitario y periodístico del otro lado del mundo, amén de coetáneo del cantautor americano, que se dude de la altura lírica de los poemas de Dylan.

Quizás a una parte, centrémonos en España, de nuestra intelectualidad, autotitulada o por derecho, el nombre de Dylan les suene tan lejano a su acervo cultural como sonaban a nuestros recientes antepasados los ecos del mayo del 68 cuando lograron traspasar el cordón sanitario que impuso el franquismo. Aquel muro de contención se instaló en los Pirineos, al igual que hicieran los gobiernos de Carlos IV, con Floridablanca a la cabeza, para evitar que las ideas de la revolución francesa contagiaran y contaminaran el puro pensamiento patrio. De alguna manera, fueron igual de efectivos, ya que si no rodó en ninguna plaza pública la cabeza de ningún noble, tampoco llegó a impregnar el movimiento estudiantil parisino el pensamiento de aquella sociedad pacata y dirigida, de la cual somos herederos. Y lo mismo que a los españoles, como sociedad, nos faltó una pasada por la revolución francesa y su guillotina, también nos faltó un poco del espíritu de Berkeley, cuna del movimiento hippie, y de La Sorbona, origen del mayo del 68.

Y no fue sólo eso, nos faltó, sobre todo, esa capacidad de las sociedades jóvenes, como la americana, para asimilar lo nuevo, en todos los sentidos. Cuesta desprenderse de la carga obsoleta que nos pone el tiempo a nuestras espaldas como peaje de una sociedad vieja que se constituye en guardián de un tiempo caduco. Muchos se sacudieron esos prejuicios de encima pero otros -hoy lo vemos en los desmanes surgidos para vilipendiar la figura de Dylan- anatemizan sobre sus méritos, cuando no hacen rechifla de su obra y persona. Al escucharles, pareciera que se vaya a derrumbar el cielo sobre nuestras cabezas ante tamaño despropósito. Siempre ha habido y habrá gente con mayores merecimientos que los galardonados, presentes y futuros, a los que nunca se concederá la distinción literaria. Pero eso tampoco es culpa de Dylan, por mucho que se empeñen. Y yo a todos ellos les digo “no sean ustedes impertinentes” y les propongo que aprendan a mirar de otra manera; por ejemplo que se asombren de que las nubes sigan flotando sobre nuestro mundo. Es sólo cuestión de observar con una mirada más amplia.

Bob Dylan, se convirtió para alegría de muchos, y martirio de otros tantos, en el primer americano, desde Toni Morrison, ganadora en 1993, en obtener el Premio Nobel de Literatura. Es hora de resaltar algunas de las opiniones favorables que se han generado en todos los ámbitos intelectuales. Podemos empezar por la reacción de la escritora estadounidense Joyce Carol Oates, que no dudó en escribir que la concesión del Nobel a Dylan "fue una elección inspirada y original. Su evocadora música y letras siempre me parecieron, en su sentido más profundo, literarias". A los numerosos escritores americanos que han mostrado su júbilo por la elección, se ha unido el difícil mundo de la crítica literaria y así Dwaight Garner, crítico literario del New York Times, fue pródigo en elogios al galardonado, del que dijo que “conecta poéticamente, por las poderosas imágenes creadas por las letras de sus canciones, con los versos de Walt Whitman y Emily Dickinson”,  y afirma, así mismo, que “Dylan se halla entre las grandes voces americanas”.

En cuanto al mundo universitario, basta echar un vistazo a las declaraciones de diferentes profesores de la Universidad de Harvard para sentirnos abrumados ante el aluvión de elogios que han caído sobre el galardonado. Jorie Graham, profesora de Retórica y Oratoria de Harvard ha declarado que “la inventiva de sus imágenes y sus esquemas de rima es legendaria”. Stephen Greenblatt, profesor de Humanidades de la misma universidad no ha dudado en afirmar que Bob Dylan “fue para mí y toda mi generación el gran poeta popular, la voz de la protesta, la ira y el anhelo de justicia, extrañamente entrelazados con la ironía, el deseo y la esperanza apocalíptica”. Así mismo, y desde la misma Universidad de Harvard, Louis Menand, profesor de Inglés, no vacila en decir que “cualquier persona que duda de que Dylan es un escritor, o que la composición no es un arte, debe leer sus memorias, "Crónicas", o simplemente sus comentarios, aquí y allá, en las canciones de otras personas. Él es un erudito y un maestro del género”. Para acabar con las voces que surgen del prestigioso mundo universitario, cito las declaraciones de Richard Thomas, profesor de Lenguas Clásicas de Harvard, que dice sin reparos que “el genio de Bob Dylan consiste en estar en contacto con los hilos que forman parte de la cultura americana durante los últimos 200 años y más, y convertirlos en canciones que, particularmente en el desempeño, son expresiones sublimes de lo que significa ser humano. Entonces, ¿qué podría ser sorprendente al reconocer eso?”

Pero regresemos al principio, a ese Dylan que vivió no sólo la experiencia de la canción tradicional sino que alternó en y con el corazón mismo de la corriente contracultural de la generación beat, alternó con Kerouac-ese que quería escribir al golpeo rítmico del jazz-, con Allen Ginsberg-ese que vio a las mejores mentes de su generación autodestruirse-, con Burroughs-ese que vio el mundo a través del cristal esmerilado de una jeringuilla y que murió reviejo descojonándose de los que vaticinaron su muerte inmediata año tras año- y toda esa gente de la que mamó un tipo de literatura más comprometida y arriesgada de la que se venía haciendo. Eran unos tiempos en los que la contracultura se desparramaba por el Village neoyorquino como si le fuera la vida en ello, donde se entremezclaba con el pop-art y las teorías de Duchamp o con las extravagancias de Warhol . Sin duda, Dylan supo captar como nadie la desorientación de aquellas generaciones que querían cambiar el mundo, que como ya pretendieran los miembros de aquella generación que convivió en la Residencia de Estudiantes-Pepín Bello, Lorca, Buñuel, Dalí…- querían acabar con lo caduco, con lo obsoleto y putrefacto, tan bien representado en ese burro muerto que aparecía en los dibujos de aquel pintor que decía no deber nada a nadie, ni a su padre, un eminente notario de Cadaqués. Sin duda, Dylan fue el que con sus canciones, con su música, con sus poemas, mejor captó el sentir de los millones de jóvenes que querían transformar las cosas. Cuando edita Like a Rolling Stone, publica un verdadero himno para aquella generación dispuesta a romper con todo lo anterior, con su visión de la vida y con los principios que la sustentaban. Quizás el poeta estadounidense David Henderson, fuera quien mejor definiera aquella composición, cuando la tildó no como una canción sino como “una epopeya”.

Pero volvamos al año noventa y seis y a los movimientos que encabezó el poeta del aullido salvaje y desgarrador para que se le concediera el Nobel a Robert Allen Zimmerman.

"Dylan es uno de los más grandes bardos y juglares norteamericanos del siglo XX y sus palabras han influido en varias generaciones de hombres y mujeres de todo el mundo”.

Y no creo que Ginberg fuera por entonces todavía un poeta discutido, ni una voz disonante en la cultura americana. A esa aseveración del 96 se le unieron otras muchas como la de Gordon Ball, profesor en la universidad de Virginia, que no dudó en proclamar que “Dylan ha devuelto la poesía de nuestra época a su transmisión primordial a través del cuerpo, revivió la tradición de los trovadores”.

Quizás estas referencias juglarescas sean la excusa necesaria para recordar el enlace existente entre poesía y música folk, mucho más joven, por razones obvias, en el caso americano, con una canción tradicional multicultural e impregnada de las más variadas influencias. Por supuesto que no pretendo retroceder a la poesía que se hacía en España hace diez siglos, ni tan siquiera a la que se hacía en el siglo veinte, pero si es adecuado no admitir como cierta esa aseveración tan difundida por muchos, en el sentido de que Dylan es un buen autor de letras de canciones pero nada más. Y lo hacen con ese estrambote hiriente, con ese deje de superioridad intelectual, “y nada más”, que a veces acompañan con cierta chufla, cuando no con alguna chanza. Simplemente aflora en la befa un poso cultural tan alejado de aquel espíritu que nos impregnó a tantos que la hace inocua y vacua. Probablemente sea el reflejo de un intolerante ego, que se traduce en un  supino desprecio intelectual. Muy restrictivo, muy de tribu y muy corto, por otro lado, de miras.

La canción forma parte de la tradición más arraigada de cualquier cultura de cualquier pueblo. Y es preciso recordar cómo en España la poesía forma parte de la tradición oral, transmitiéndose fundamentalmente en tonadas líricas que se recogen por primera vez en el cuerpo de las moaxajas, en lo que se han llamado jarchas. Y continúa abriéndose camino cuando se convierte en epopeya, con los cantares de gesta y con el viejo romancero. Eso, por no recordar cómo se denominaron las primeras antologías conocidas: Cancioneros. Sin mencionar los sonetos petrarquianos. Por lo tanto, es evidente y manifiesta la unión entre poesía y música tradicional.

Cuando la Academia anunció el 13 de octubre que concedía el galardón a Dylan “por haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición americana de la canción”, no hacía sino volver a los orígenes de la poesía e incidir en el valor poético, en este caso, de su autor. La secretaria de la Academia, Sara Danius, manifestó posteriormente el convencimiento del valor de Dylan como poeta y acudió al modelo de los antiguos vates griegos como Homero, que escribían poesía para ser escuchada e interpretada. No dudó en afirmar que “puede y debe ser leído” y añadió “Dylan es un gran poeta en la gran tradición de la lengua inglesa desde William Blake en adelante”, resaltando que ha mezclado la música popular del blues del Delta y el folclore de los Apalaches con el
simbolismo de Rimbaud.

 A todo habría que añadir la influencia literaria innegable de Dylan en tantos poetas de varias generaciones y de los más variados orígenes, así como los cada vez más numerosos estudios de diferentes universidades que analizan lo que ya se considera un legado cultural, asociado a la literatura en inglés. En los países de habla inglesa, nos encontramos, por estudios críticos y por el aval de la clase universitaria, ante un clásico literario. Al menos, como poeta. Como narrador, no ha sobresalido; ahora bien, si dejamos de lado el fiasco de su novela experimental “Tarántula”, sí podemos resaltar el valor narrativo de “Crónicas”, unas memorias peculiares, en las que desmenuza buena parte de su vida de manera muy original, unas memorias, por cierto, en las que se niega a asumir el papel cultural de líder generacional que se le otorga. En cualquier caso, si en algo una gran parte de la cultura sajona coincide, es en destacar su valor como poeta.
La relación de Dylan y el mundo editorial es larga y copiosa. La publicación de numerosos libros que reúnen las letras de sus canciones no es nueva, así como el curioso primer tomo de su autobiografía Chronicles I, publicado en 2004, y que durante 19 semanas ocupó el primer puesto en la lista del periódico The New York Times. A todo ello le debemos sumar los numerosos estudios sobre su obra como la espléndida y monumental enciclopedia Keys to the Rain, de Oliver Trager, o Dylan''s Visions of Sin, de Chrisotopher Ricks, profesor de poesía en la Universidad de Oxford, o Studio A, un compendio de artículos que, entre otros, firman Allen Ginsberg, Joyce Carol Oates, Rick Moody y Barry Ha.

Y fuera de la cultura anglosajona también abundan las voces que se pronuncian a favor del valor lírico de Dylan; no es cuestión de enumerarlas pero sí citar a Nicanor Parra y al autor británico-indio Salman Rushdie, candidato habitual al Nobel que no dudó en considerar a Dylan como “el heredero brillante de la tradición bárdica. Gran elección”. El novelista Philippe Margotin considera a Dylan “el gran poeta vivo estadunidense del siglo XX” y añade para los que consideran que es autor de una obra escasa- otro de los peros que le achacan-, “entre las 500 canciones que componen su obra, algunas pueden ser consideradas como menos importantes musicalmente, pero en todas hay un texto absolutamente sublime”. A esas voces se suma la del escritor mexicano Antonio Ortuño que no vaciló en resaltar el valor poético de Dylan: “De alguna forma conocí primero a Dylan como poeta, más que como músico…estamos hablando de una manifestación en el arte, la poesía y la canción que es una manifestación popular; en ese sentido, tal como dice el acta de la Academia Sueca, están premiando a alguien que ha innovado en ese género. Aunque tampoco creo que sea lo más espectacular que le haya pasado a Dylan en su vida”.

Para finalizar, es preciso recordar que Bob Dylan tiene varios premios y condecoraciones de suma importancia desde hace años, uno de ellos es el premio Pulitzer, concedido en 2008 y otorgado por la Universidad de Columbia, los periódicos Washington Post y New York Times y la agencia Reuters "por su profundo impacto en la música y la cultura popular americana, gracias al poder poético de sus composiciones". De nuevo, con su capacidad poética a vueltas. Sólo un año antes le habían concedido el premio Príncipe de Asturias de las Artes por ser un “mito viviente en la historia de la música popular y faro de una generación que tuvo el sueño de cambiar el mundo. Austero en las formas y profundo en los mensajes, Dylan conjuga la canción y la poesía en una obra que crea escuela y determina la educación sentimental de muchos millones de personas”. No es cuestión de seguir enumerando distinciones pero destaquemos entre otras su nombramiento como Commandeur Des Arts Et des Lettres, en 1990, cuando Jack Lang era ministro de cultura francés. Se suman a ésa y a otras distinciones, los doctorados honoris causa de las universidades de Princeton y St. Andrews en Escocia por citar alguna más.

Quiero añadir que desde 1970, año de los primeros estudios académicos sobre su legado poético, éstos no han hecho más que multiplicarse. Quizás 2005 sea un año clave ya que vio la luz un trabajo fundamental sobre su obra, The Cambridge Companion to Bob Dylan, un estudio literario definitivo que complementa el congreso celebrado en marzo de 2005, en la Universidad de Caen (Normandía, Francia) donde participaron profesores de literatura de los EE.UU., Gran Bretaña, Canadá y Francia. Según el Dr. Christopher Rollason, uno de los participantes, "los puntos de vista desde los que se examinó la obra de Dylan abarcaron perspectivas literarias, etnológicas, lingüísticas y musicólogicas”. En dicho congreso, Gordon Ball, catedrático de estudios ingleses en el Virginia Military Institute, hizo hincapié en las raíces orales de su poesía y en cómo, en palabras del profesor Daniel Karlin de University College, Londres, Dylan ''le ha dado más frases memorables a la lengua inglesa que cualquier figura análoga desde Kipling''. El enfoque literario fue reiterado en la intervención de Christopher Lebold, de la Universidad Marc Bloch (Estrasburgo), quien ofreció un resumen de su reciente tesis doctoral, que incide en la poética de Dylan. Por su parte, Richard Thomas, catedrático de latín y griego en la Universidad de Harvard, propuso una serie de enlaces y analogías entre Dylan y la tradición literaria greco-romana, desde el arte oral de la poesía homérica o de los rapsodas romanos hasta la cita directa de Virgilio que Dylan nos ofrece en Love and Theft. El profesor Thomas vaticinó que “dentro de dos siglos Dylan será considerado un clásico, plenamente integrado en el canon literario".

Quisiera terminar con las palabras de dos personalidades muy distintas pero muy significativas. Por un lado, las que el poeta Allen Ginsberg transmitiera al escritor y periodista Jean Francois Duval, al que manifestaba que Bob Dylan es “un gran poeta. Quizá el poeta norteamericano más importante de la segunda mitad del siglo XX”. Por otro lado, las de uno de mis directores de cine favoritos, autor en 2005 de una magnífica biografía filmada sobre Dylan, Martín Scorsese. Al finalizar el documental No Direction Home, dijo: "No he pretendido hacer algo donde se desvelen todos los secretos de Dylan, ni mucho menos, sino rendir un homenaje a uno de los poetas más brillantes del siglo, un hombre que hace que nos miremos a nosotros mismos, que nos emociona y nos hace sentir cosas que no sabríamos transmitir de otra manera".

Por último, y como colofón, las palabras del poeta, las palabras del escritor, las palabras de aquel que finge ser Bob Dylan.

"Yo sólo soy Bob Dylan cuando tengo que ser Bob Dylan. La mayor parte del tiempo quiero ser yo mismo. Bob Dylan nunca piensa sobre Bob Dylan. Yo no pienso en mí mismo como Bob Dylan. Es como dijo Rimbaud: ¨Yo soy el otro¨”.

 

Juan Francisco Quevedo

 


Libros publicados


Algunos libros conjuntos