Crónicas periodísticas


HISTÓRICAS

-UN CÁNTABRO EN LA HABANA REVOLUCIONARIA

-DE BOSTON A CAMBRIDGE A TRAVÉS DEL RÍO CHARLES

-LOS CASTRATI

-FIDEL CASTRO

-BENVENUTO CELLINI

-DEL MOVIMIENTO HIPPIE AL ROCK

-LADY HOLLAND Y LOS PARECIDOS INDECENTES

-LOS INDIANOS

-J.F.K.

-MAYO DEL 68

-VICENTE TRUEBA


MUSICALES

-ANITA PALLENBERG

-LUIS EDUARDO AUTE

-THE BEATLES

-DAVID BOWIE

-BOB DYLAN

-ELVIS PRESLEY

-ROLLING STONES

-LOS SECRETOS

-SILVIO RODRÍGUEZ


BOLÍSTICAS

-CINCUENTENARIO DE LA PEÑA BOLÍSTICA RIOTUERTO 1966-2016

-EL LENGUAJE DE LOS BOLOS

-LA MUJER Y LOS BOLOS

-EN EL CENTENARIO DEL POETA JOSÉ HIERRO

-CITAS CERVANTINAS Y EL JUEGO DE LOS BOLOS

-EL ZURDO DE BIELVA



HISTÓRICAS



UN CÁNTABRO EN LA HABANA REVOLUCIONARIA

 

Hay que comenzar diciendo que lo que se relata a continuación es la fascinante historia que me trasladó Alejandro Gómez, hijo del que fuera ministro del gobierno revolucionario cubano. La reunión y la conversación la mantuvimos mientras tomábamos un café en compañía de algunos de sus familiares españoles, Marcos Gómez y su hija Marina, y de nuestro común amigo Antonio Martínez. En ella se refleja el carácter duro y decidido de una saga de cántabros que se prolonga hasta nuestros días en la figura de sus descendientes.

El periplo vital de una familia originaria de La Cavada a lo largo del siglo veinte, a lo largo de cuatro generaciones sucesivas, bien pudiera haber sido la historia parcial de otras muchas familias que tuvieron que emigrar con el cambio de siglo, en esos años de finales del diecinueve y principios del veinte. En aquella España, heredera del Desastre del noventa y ocho, por muchos y diferentes motivos se impuso una marcha forzada de jóvenes de esta tierra en busca de un futuro y una vida mejor. En ese contexto de necesidades y precariedad, en el ambiente rural de un histórico pueblo fluvial que surgió a orillas del río Miera, en el lugar donde se asentaron las fábricas de cañones de hierro fundido más importantes del mundo, en La Cavada, nacieron Ángel Trueba y Teresa Toraya.

En estos parajes en los que se educaron, se conocieron y donde jugaron de niños, pasados los años, se trataron y se enamoraron. Ellos serán los antecesores que darán origen a esta saga familiar que llevó a uno de sus descendientes a ser uno de los personajes más relevantes de la revolución cubana. Un nieto de ellos, Ángel Gómez, tras el triunfo de Fidel Castro, ocupará durante largos años uno de los ministerios claves del gobierno cubano.

Esta pequeña historia arranca con los amores de esta joven pareja, Ángel, nacido en 1872, y Teresa, nacida en 1878, que pasearon su juventud y su alegría por las callejas del pueblo de La Cavada. En estos primeros tiempos de ilusión y felicidad se producirá un hecho que marcará sus vidas al influir decisivamente en su pensamiento.

De alguna manera, probablemente mediante el sacramento de la confesión, según me cuenta su biznieto Alejandro Gómez, Ángel revela al cura del pueblo el pecado de haber mantenido algún tipo de relación con su novia. Ahí quizás hubiera quedado el asunto, en el ámbito de lo privado, tal y como fue la intención con la que sin duda realizó la confidencia pero, para su desgracia, no fue así. El sacerdote, en público y en una acción miserable, sin nombrarlos explícitamente, sí dio a entender lo que con tanta discreción Ángel le había comunicado. Ni que decir tiene lo que supuso para la pareja semejante insinuación; máxime en una época y en un pequeño lugar donde las habladurías y maledicencias corrían con rapidez, señalando con impiedad a aquellos sobre los que fijaban sus chismorreos.

De este desafortunado acontecimiento, que a los ojos de hoy en día pudiera parecer intrascendente y banal, surgiría un sentimiento de rechazo muy fuerte y profundo en la pareja hacia la jerarquía eclesiástica. Desde entonces, su pensamiento y su actitud se vería impregnada de por vida por un anticlericalismo radical.

Tras estos primeros pasos en el pueblo que les viera nacer, como tantos jóvenes de la tierra, se fueron en busca de horizontes más halagüeños que los que les ofrecía su localidad natal. Unos partían hacia México, otros hacia Cuba y otros hacia cualquier país donde pudieran forjarse una esperanza de futuro; en el caso de Ángel y Teresa partieron hacia Estados Unidos con las manos vacías y una fe inmensa en sí mismos. Allí se instalaron y Ángel se entregó a un oficio al que tantos hijos del contorno del Miera se aplicaron con dedicación y maestría, al oficio de cantero.

En la localidad estadounidense de Vermont, junto a la frontera canadiense, ejerció su actividad y allí habrían de nacer sus cinco hijos, cuatro chicas y un solo varón. Durante su estancia americana dos desgracias importantes marcarían sus vidas definitivamente y para siempre. Por un lado, perdieron a su único hijo varón que murió accidentalmente al caer en un pozo y, por otro, Ángel enfermó del mal que afectó y llevó a la muerte a tantos canteros montañeses, el mal de la piedra, la silicosis, una enfermedad profesional e incurable provocada por la inhalación continuada de ese polvillo que se desprende de las rocas al realizar su trabajo. A raíz de la muerte de su hijo, Teresa entraría en una deriva emocional de la que nunca se recuperaría del todo.

Ante las adversidades que estaban viviendo, el matrimonio y sus cuatro hijas deciden poner fin a esa distancia oceánica y trasladarse de nuevo a su pueblo del alma, La Cavada. Una vez en su tierra natal, se instalan en el lugar denominado Sierra Hermosa, en una de las casas desde la que se divisa el pueblo en toda su belleza, muy cerca del río Miera.

Allí, una de sus hijas, Consuelo Trueba Toraya, nacida en Vermont el 21 de enero de 1904, al dar por finalizados los estudios que se podían cursar en el pueblo decide, con la aquiescencia y beneplácito de la familia, proseguir su formación académica en la capital de la provincia, por lo que se ve obligada a trasladarse casi a diario en tren a Santander.

Todas las mañanas, la joven muchacha salía de casa con las albarcas bien calzadas para dirigirse hacia la panadería, que se encontraba por entonces junto al histórico arco de Carlos III, entrada principal de las antiguas fábricas de cañones. Al llegar, se desprendía de las útiles alzas de madera que la mantenían seca y limpia y se quedaba en zapatos para acercarse hasta la estación a tomar el ferrocarril que, a paladas de carbón, habría de llevarla hasta Santander. Con mucho esfuerzo y dedicación, Consuelo finalizará sus estudios de Magisterio, obteniendo su titulación de maestra de Institución Primaria.

Por esas fechas, Ángel, el patriarca de esta saga montañesa se ve minado por la enfermedad que le acompañaba desde sus años en Vermont y no tardará en abandonar a los suyos. En esos momentos trágicos en los que estaba moribundo, se acercó el cura del pueblo hasta la casa para darle los últimos sacramentos. Al ver al sacerdote, Ángel se niega en redondo a recibirlos y muere como quiso vivir. Sin más.

Por voluntad expresa del propio Ángel no quiso que se le diera tierra en sagrado por lo que sus propias hijas hubieron de gestionar un enterramiento civil, con no pocos disgustos y contradicciones para Consuelo al no hacerse tal y como era costumbre. El enterramiento finalmente se produjo extramuros del cementerio, junto a la tapia exterior del mismo. Al pequeño cementerio civil tan solo una pequeña reja lo separaba del camino que circundaba los muros del camposanto.

No estaba solo, al menos, otra tumba contigua le habría de hacer compañía, la del maestro Ramón Zorí Bregón, un hombre que protagonizó uno de los sucesos más desgraciados de la época. Así titulaba en primera página, el jueves 26 de enero de 1926, el periódico “La Atalaya” lo sucedido:

“Una horrible tragedia en La Cavada. Un sacerdote muerto y otro herido gravemente en unos funerales. El agresor se suicida en el templo”.

El maestro del Patronato Cerro-Escudero, con escuela en el Barrio de Arriba, entró en la iglesia pasadas las diez de la mañana durante la celebración de unos funerales. Fue a la pila del agua bendita, se humedeció los dedos y se santiguó. Avanzó sin aparente intranquilidad por el pasillo central de la iglesia de San Juan Bautista y se situó detrás de los tres sacerdotes que oficiaban la ceremonia. Se detuvo justamente detrás del coadjutor, José Gutiérrez Sierra, sacó un revólver y le disparó en la nuca a bocajarro. Murió en el acto. A continuación, dirigió el arma hacia el párroco, Justo Crespo, y apretó el gatillo. La bala le perforó la cara hiriéndolo gravemente.

Ante los atónitos ojos de los asistentes y del tercer oficiante, el sacerdote del barrio de Angustina, Ángel García, el maestro retrocedió y dio unos pasos por el pasillo central hacia la salida. De repente, se detuvo, se giró hacia el altar e hizo ademán de arrodillarse. Después apoyó el cañón del revólver sobre la sien y se suicidó.

Al parecer, el origen de los hechos acaecidos estaba en una disputa que mantenía con los dos sacerdotes a los que disparó por una vivienda. El coadjutor asesinado era el capellán del Patronato donde el maestro trabajaba y vivía en el mismo edificio de la escuela. Esas disputas les llevaron a un enfrentamiento agrio que acabó con el fatal desenlace.

Allí, en el cementerio civil, compartían espacio Ángel Trueba y Ramón Zorí, lugar destinado a los que morían fuera de lo que dictaba la iglesia católica, esencialmente a los que renegaban de la doctrina y morían abandonados de la gracia de Dios, anarquistas y suicidas fundamentalmente.

La vida para la familia hubo de continuar ya sin Ángel, sin el patriarca, y también continuó para Consuelo, la joven maestra.

Un antiguo hijo del pueblo de La Cavada, Moisés Gómez Ortiz, que se hallaba instalado en Cuba, donde se dedicaba al comercio, regresará de viaje a la tierra que le vio nacer en los años en que Consuelo ya es toda una mujer. El joven emigrante era hijo de Joaquín Gómez Diego y de María del Carmen Ortiz Abascal. Moisés queda prendado de la muchacha por lo que no desperdicia la ocasión y como los días de vacaciones están contados comienza inmediatamente a cortejarla. No tardarán los jóvenes en enamorarse. Con el tiempo, en un segundo viaje del novio, se casarán un uno de abril de 1929, cuando Moisés contaba con treinta y cuatro años de edad y Consuelo veinticuatro.

Tras la boda, celebrada en La Cavada en la iglesia de San Juan Bautista, se irán a Cuba e iniciarán una vida en común lejos de su pueblo.

Por más que lo intentó, y por más humor que le echó, Consuelo nunca acabó de adaptarse del todo a la vida y a la sociedad cubana. Para describir hasta qué punto siempre se sintió española baste una anécdota de lo más significativa. Un buen día, al poco de llegar, a Consuelo le ofrecen una apetitosa tortilla con un excelente aspecto. Se decide con toda ilusión a hincar el diente a lo que presumía una tortilla de patatas. Nada más probarla, quedó horrorizada; la tortilla en cuestión no estaba hecha con patata, estaba formada con plátano cocinado. Todo su gozo en un pozo.

Siempre fue Consuelo una mujer inquieta, por lo que cambió de casa en numerosas ocasiones a lo largo de toda su vida con la aquiescencia de Moisés, un hombre tranquilo y condescendiente que siempre supo adaptarse a las exigencias de su esposa. Tras varios cambios de domicilio se van acercando a la capital de la isla y se instalan en Güines, a unos veinte kilómetros al sur de La Habana. Allí nacerán sus hijos, Blanca Nieves, en el año 1930, y Ángel, el futuro ministro y amigo del Che Guevara, en el año 1932.

Pasan los años y Consuelo, que siempre fue muy de La Cavada, acaba convenciendo a su marido para regresar a su pueblo y asentarse en España. Al deseo de Consuelo por regresar se le agregó una enfermedad gástrica de Moisés y las consecuencias económicas que se derivaron de la Gran Depresión en los E.E.U.U. Retornarán en 1933, cuando su hijo Ángel apenas tiene un año. En una vivienda conocida como “La Casita” nacerá su tercer hijo, Joaquín Gómez Trueba.

Consuelo y Moisés no tardarán en trasladarse a la capital de La Montaña, a Santander, donde en unos días especialmente procelosos e inciertos, ella iniciará una intensa actividad política. Consuelo ocupará puestos importantes en el Ayuntamiento santanderino, siendo miembro del Consejo Municipal y teniente alcalde del mismo durante la etapa republicana.

En esos tiempos estallará la guerra civil, permaneciendo toda la familia en Santander mientras la capital se mantuvo bajo el control de la República. Cuando se acercan las tropas nacionales en agosto de 1937, Consuelo se embarca con sus tres hijos y se dirige por mar hacia Burdeos. Posteriormente se unirá a ellos Moisés, su marido. Cuando Consuelo huye a Francia, solamente se lleva a sus hijos con lo puesto y un juego de cubiertos de plata que le da su madre para que lo vendiera y así obtuviera dinero para sobrevivir. Ella nunca lo vendió, conservándolo en su poder durante todo el periplo y a lo largo de toda su vida. Siempre se usó en las comidas familiares que tenían lugar en su casa en Cuba.

En aquellos años Consuelo se volcará en el auxilio de los refugiados españoles que iban llegando huyendo de la guerra; se irá al norte del país a las colonias de niños españoles huérfanos, teniendo a su cargo decenas de ellos. Permanecerán en suelo galo hasta que estalla la Segunda Guerra Mundial; cuando se acercan los alemanes y se ve claro que invadirán Francia, Moisés teme que las represalias, encarcelamientos y deportaciones de los españoles residentes en Francia sean inminentes. Pese al empeño de Consuelo de permanecer en territorio francés para proseguir con la labor que había emprendido de ayuda a los refugiados españoles, Moisés, por primera y única vez en su vida, en palabras de su nieto, se planta y le dice textualmente: “Otra guerra, no”.

Reemprendieron una travesía a la tierra que ya conocían y donde aún tenían familia y contactos, Cuba. El pasaporte de Moisés marca la entrada en Cuba, en esta segunda emigración, el 15 de abril de 1940. Se establecen en Guantánamo, donde hoy se ubica la base militar norteamericana; en aquellos años desde el pueblo y desde la casa en la que vivían se divisaba la bahía del mismo nombre Allí se dedicarían a la industria textil, con la fabricación y confección de diferentes prendas llegando con ese negocio a asentarse económicamente y conseguir una relativa buena posición en la sociedad cubana, previa a la revolución castrista, en la Cuba de Batista.

Los hijos continuarán creciendo bajo la cálida luz caribeña y Ángel acabará estudiando y obteniendo brillantemente el título universitario de Ingeniería Civil en la Universidad de la Habana. Posteriormente completará su formación realizando un Máster en Chicago, Illinois. Blanca Nieves estudió también brillantemente Licenciatura Química y trabajó en la farmacéutica Pfizer en EE.UU. Joaquín era el más inquieto políticamente y participaba activamente en la lucha estudiantil contra la dictadura por lo que se vio obligado a emigrar a EE.UU. para evitar la represión. Allí los hermanos le ayudaron en sus esfuerzos para enviar armas a Cuba.

En esos años posteriores a los estudios universitarios de sus hijos, la familia se irá acercando al movimiento veintiséis de julio, liderado por Fidel Castro y germen de la revolución cubana, que surge para luchar contra la dictadura de presidente Fulgencio Batista. En esos años Ángel será encarcelado por la policía adherida a Batista por lo que la familia hubo de hacer uso de los contactos que tenía y de los que aún disponía para poder liberarlo.

Al triunfar la revolución el uno de enero de 1959, se va a producir un éxodo masivo de todo tipo de gente. Unos se marcharán voluntariamente y otros serán expulsados del país, lo que provocará que Cuba se vea sin personal cualificado ya que los profesionales más valiosos están abandonando la nación. Ante ello, el nuevo gobierno cubano se ve con un déficit muy grave e importante de gente preparada para construir una nueva Cuba.

En los primeros días, después del triunfo, Ernesto Che Guevara es nombrado ministro de Industria del gobierno revolucionario y, ante la situación sobrevenida, convoca a los pocos profesionales que no habían abandonado la isla y que sintonizaban con la nueva realidad de la revolución. En este nuevo contexto, el Che Guevara emplaza entre otros a Ángel Gómez, al que conoce de años atrás al igual que a su familia.

Ángel Gómez Trueba es nombrado viceministro de Construcción Industrial, quedando a cargo de las inversiones industriales, y comienza a trabajar mano a mano con el Che Guevara. La amistad que mantiene con la familia llega a la matriarca, Consuelo, a cuya casa acude a probar sus guisos y, conocedor de su magisterio como educadora, le encarga que de clases de educación primaria, hasta sexto grado, a sus escoltas. Se las proporcionaba en una pequeña aula justo al lado de la oficina del Che, quien supervisaba constantemente el progreso de sus alumnos.

Otro signo del aprecio y respeto que sentía el icono revolucionario por la familia Gómez se manifiesta en la siguiente anécdota; cuando las reuniones se convertían en tumultuosas y subidas de tono, les recordaba a los agitados revolucionarios la presencia de la Directora de la Industria Química, Blanca Nieves Gómez Trueba, única mujer en el Consejo de Dirección del ministerio, a quien debían respeto evitando las palabras más gruesas y así la reunión transcurriría con cierta tranquilidad. Posteriormente, Blanca fue durante muchos años vicerrectora de la Universidad de La Habana, la más importante del país.

Una vez el Che Guevara deja el ministerio en el año 1965 para embarcarse en la idea de llevar la revolución a otros puntos del planeta para internacionalizarla, Ángel Gómez es nombrado ministro de Construcción Industrial (luego Desarrollo Industrial) permaneciendo en el cargo a lo largo de once decisivos años, el período que va de 1965 a 1976. A mediados de los setenta, aún en vida de Franco, Ángel junto a su esposa vendrán durante seis días de visita oficial a España; después de muchos años ausente (en los años 50 había visitado a la familia), regresará a la tierra de sus antepasados. No podemos olvidar que las relaciones diplomáticas, a pesar de todas las tensiones que pudiera haber y las vacantes prolongadas en los cargos oficiales, nunca llegaron a romperse entre España y Cuba, manteniéndose siempre una entente razonable y cordial.

Como consecuencia de dos maneras de ver la revolución, Ángel irá siendo relegado de su importante papel en el gobierno cubano. Esas dos maneras de ver y analizar la realidad tienen su origen, después del triunfo de la revolución, en una gira del Che Guevara de cara a potenciar la industria cubana. La primera visita que hace es a Rusia, de donde regresa bastante decepcionado y con la intención de explorar otras líneas de actuación como las que conoció en la Alemania comunista (R.D.A.).

Una vez el Che se va de Cuba se produce un aumento de la tensión con EE.UU., lo que contribuye a fortalecer a la facción contraria a este criterio. La nueva apuesta es abiertamente pro-soviética siendo la línea que encabeza Carlos Rafael Rodríguez. Después de años de tensiones y luchas se acaba imponiendo esta tendencia y en consecuencia Ángel Gómez es relegado paulatinamente.

Esta ha sido la historia de una familia y de un hombre que llegó a la cúpula de la dirección cubana, la historia de un hombre que dio sus primeros pasos en La Cavada, donde nació su hermano Joaquín. Es la historia de una familia que nunca olvidó sus raíces cántabras y que siempre mantuvo relaciones por correspondencia con su familia española. De aquí surge otra pequeña historia con la que pondremos colofón al relato.

¿Quién era la persona que llevaba y facilitaba esa correspondencia entre ellos?

Esa persona era Alfredo Pérez, piloto de la compañía Iberia que estaba casado con Lolita, una prima de Moisés. Lo curioso del caso es que Alfredo y Lolita eran los padres de Alfredo Pérez Rubalcaba, el que fuera vicepresidente del gobierno español. “Alfredito”, como afectuosamente le llamaba la familia, cuando acudió a Cuba como ministro del gabinete de Felipe González, visitó a sus parientes y se acercó a disfrutar de su compañía y de su comida.

Consuelo nunca regresó a España. No porque no quisiera; los años la habían impregnado de esa pereza cómoda tan gratificante. Primero dijo que con Franco no volvería y, luego, usó la excusa de no volver con el rey. A pesar de todo siempre se sintió muy de la tierra donde nació y siempre dijo al referirse a los habitantes de la isla en la que residió gran parte de su vida: “Vosotros, los cubanos”.

Siempre se consideró española, haciendo gala de su españolidad en su vida diaria. Acabó sus días enseñando a jugar a la brisca a sus nietos mientras les contaba cuentos e historias de un lejano pueblo de La Montaña, La Cavada.

Juan Francisco Quevedo

 


DE BOSTON A CAMBRIDGE A TRAVÉS DEL RÍO CHARLES

UNA VISITA A HARVARD Y AL M.I.T. (INSTITUTO DE TECNOLOGÍA DE MASSACHUSETTS)

                                                                                    

Cuando uno llega a Boston le impresiona la ciudad como si de una sorpresa inesperada se tratara. No puede ocultar su vocación de primera ciudad de Nueva Inglaterra y de ser una de las más antiguas de la nación.

A las iniciales líneas del cielo, marcadas por los altos edificios que las dibujan, se sucede una urbe que poco tiene que ver con lo que nos podemos esperar a primera vista. Boston es una ciudad marcada por el apacible estilo colonial de sus calles y por el rojo encendido de los ladrillos sobre los que está construida. Por delante de las edificaciones se encaraman las escaleras de incendios, el único elemento propio de unas casas que nos recuerdan la belleza de su pasado inglés, tan inglés que, a veces, uno cree encontrarse en el mismísimo Londres. Claro que ya está ahí la célebre y televisiva cervecería Cheers para desengañarte, para que te frotes bien los ojos y te des cuenta de que estás en la ciudad más británica de los Estados Unidos de América, una ciudad situada en el noreste del país y que apenas se halla a poco más de cuatro horas en coche de Montreal.

No podemos en nuestra estancia sustraernos a caminar por los rincones históricos de Boston, una ciudad que se vuelve esplendorosamente florida en primavera, con sus casitas de cuento envueltas en los tonos rosáceos y anaranjados que nos obsequian, como si se tratase de una explosión natural y salvaje, la multitud de árboles y plantas que se distribuyen por su entramado urbano. Es una ciudad cuidada y querida por sus habitantes; se detecta con sólo detenerse a admirarla.

Pocas cosas hay más placenteras que iniciar nuestra andadura de turista sorprendido y dispuesto a no dejarse despistar por nada ajeno a la propia ciudad que haciendo el llamado recorrido de la libertad-Freedom Trail.

Comenzar por el Jardín Público y el Boston Common con un café entre las manos es una delicia para los sentidos; nos adentramos en ellos bajo la protectora sombra del monumento a George Washington entre una explosión de pinceladas coloristas, casi impresionistas, que nos brinda la naturaleza. Un lago que se encuentra en el corazón del parque y que surge como un paraje paradisíaco, inmediatamente me remite a la película “El indomable Will Hunting”, en concreto a ese banco en el que, a orillas del agua y con unas vistas de lo más relajantes, se sentaban Robin Williams y Matt Damon, ese muchacho rebelde, criado en los barrios marginales y violentos, que era un prodigio de las matemáticas.

 Dar un paseo entre la quietud de un parque que se enmascara y protege del bullicio de una ciudad que hierve de vida, es un oasis dentro del caos circulatorio. Boston es capaz de obsequiarnos con una cerveza en Cheers, con los escaparates de las apacibles tiendas y terrazas de Newbury Street, con las excelentes vistas que hay desde el último piso del Prudential center o con la inexcusable asistencia a un partido de béisbol de los Red Sox.  Y todo ello aderezado con un beso de la primavera en la diana de nuestro pequeño universo. Eso por no hablar de los Celtics, ese mítico equipo de la NBA que, a los de nuestra generación, nos hace volver la vista y la mirada hacia la nostalgia de los anillos de Larry Bird.

Junto al parque, en un lugar cercano al cementerio donde se hallan las tumbas del poeta Samuel Sprague, me encuentro con el Hotel Omni Parker, un establecimiento que abrió sus puertas en 1855, siendo el hotel más antiguo de EEUU. En él trabajó en 1912 como panadero Ho Chi Minh, el que fuera presidente comunista de Vietnam del Norte; quizás aquí germinara lo que le llevase a su cruzada anticapitalista posterior.

En esos mismos pasillos, en esas mismas salas por las que trabajara el líder vietnamita, se dice que el presidente Kennedy atendía asuntos menos de estado y más privados. Aunque también en sus salones anunció su presentación al Congreso en 1946 y en la mesa 40 de su restaurante pidió la mano a Jackie Bouvier, la mujer que estaba destinada a llevar el refinado y exquisito gusto parisino a la sociedad americana. 

Pero aquel hotel era mucho más que eso, era el lugar de reunión del Club de los sábados, en el siglo XIX, y eran miembros del mismo el novelista Nathaniel Hawthorne y los poetas James Russell Lowell, John Greenleaf Whittier y Henry Wadsworth Longfellow. Allí residió durante cinco meses Charles Dickens, donde recitó e interpretó para el citado club “Cuento de Navidad”.

Sin duda, todo un clásico en un país tan joven, un país que desde esa juventud ha perdido el miedo a explorar nuevos caminos, aquellos que, quizás, otras culturas más encorsetadas en la tradición, no están tan dispuestos a recorrer.

Callejear por la ciudad hasta acercarte al Museo de Bellas Artes es una experiencia deliciosa; la ciudad se abre entre grandes espacios hasta que llegamos a divisar la fachada renacentista del espléndido museo, una fachada que aparece escoltada por dos grandiosas esculturas de Antonio López, formadas por dos imponentes cabezas en bronce de más de dos metros de altura de una misma niña, una despierta y la otra dormida.

En el interior, magníficos cuadros nos acompañan, desde el famoso retrato que le hiciera Velázquez a Góngora, así como los que hiciese al malogrado príncipe Baltasar Carlos, que inspiró una de las más bellas composiciones de Lope de Vega, y a su padre el rey Felipe IV. Lienzos de Carreño Miranda, Rembrandt, El Greco, Van Gogh, Degas, Monet, Renoir o del deslumbrante pintor americano John Singer Sargent se suceden en una procesión de genios inmensa, hasta llegar a la extraordinaria colección de arte egipcio. Después de visitar las excelentes exposiciones individuales de Frida Khalo y de Toulouse-Lautrec que tenían lugar durante nuestra estancia, nos resignamos a dejar atrás el museo con la sensación de habernos impregnado de la belleza inmensa que alberga; sin duda uno de los mejores del mundo.

Boston, más bien la cercana Cambridge, a las que tan sólo las separa el río Charles, es un enclave sobre todo universitario, no en vano Harvard es la primera universidad en todos los sentidos, la más antigua del país y la más prestigiosa del mundo. Así que después de andar por sus calles, deleitarnos con sus museos, donde se exhiben lienzos de los más relevantes pintores de la historia, nos decidimos a pasar el río Charles y hacer una visita a Harvard, la mítica Universidad americana para después, de la mano de mi amigo Luis Alberto Alonso Pastor, Research Scientist  y Principal Investigator del City Science Network of Collaborative Cities en el City Science Group MIT Media Lab, hacer una didáctica y apasionante visita a través de alguno de los departamentos del Media Lab, que forma parte del inmenso e impresionante complejo que compone el Instituto de Tecnología de Massachusetts (M.I.T.).

Cuando llegamos al campus de Harvard no podemos dejar de tener la sensación de tocar con los dedos la historia del conocimiento de los últimos siglos. De la mano de mi hija Claudia, profesora de español en la prestigiosa universidad, visitamos la imponente biblioteca y nos rendimos en un silencio conventual a su solemnidad.

Caminamos por el campus, revivimos las escenas de una de las últimas películas rodadas en él, La red social, sobre la vida de Mark Zuckerberg, alumno de Harvard y creador de Facebook, y nos encaminamos a su magnífico museo, donde nos volvimos a admirar con la belleza de las esculturas de Rodin y Bernini, de los cuadros de Picasso y Van Gogh, así como con los de los innumerables maestros que pululan por sus salas. Parece mentira que una ciudad, más bien dos que son una, Boston y Cambridge, puedan albergar dos espacios artísticos tan maravillosos.

Después de conocer y departir con la profesora de Literatura Comparada de Harvard, Lana Jaffe Neufeld, traductora de mis poemas al inglés, recientemente publicados en Inventory, la revista que edita la Universidad de Princeton, tan sólo me queda por realizar mi deseada visita al Media Lab.

En seguida nos recibe Luis e iniciamos un recorrido que, desde el primer momento, me deja boquiabierto. Cualquier tema que toque lo hace con tal pasión que inmediatamente conectas con la esencia del Media Lab, un centro de investigación avanzado en el que cualquier idea, por más loca que pueda parecer en principio, tiene cabida. Esa es la filosofía de esta institución; por muy disparatado que pudiera parecer a primera vista un proyecto, siempre será aceptado y apoyado si está sustentado sobre un buen plan de investigación.

Me voy quedando asombrado a medida que vemos cómo se puede influir con pequeños cambios en el diseño urbano; para eso están los estudios que realizan desde las ciudades inteligentes. Por no hablar de los avances en inteligencia artificial, en vehículos autónomos, en duplicidad de alimentos o en avances médicos y de análisis. Son pequeños ejemplos de algunas de las diferentes áreas que se realizan desde este laboratorio de pruebas perteneciente al entramado del M.I.T., proyectos que en un futuro habrán de causar un fuerte impacto en el día a día de la sociedad que tenemos a la vuelta de la esquina, mucho más pegada a los avances de las realidades técnicas de lo que ha estado jamás.

Boston es mucho más aún, aunque parezca mentira, que un gran centro del conocimiento mundial en todos sus ámbitos, universitario, intelectual y tecnológico. Es una ciudad con vida, con mucha vida, con unas calles por las que caminas con la sorpresa de descubrir en cada esquina algo agradable, desde una bonita terraza donde hacer un alto en el camino y tomarte un brunch, ese invento que tanto éxito está teniendo y que te permite realizar a media mañana un desayuno fuerte a la americana, hasta una calle que te invita a recorrerla, a dejarte embriagar por el secreto encanto de las ciudades que destilan pasión por la vida.

Uno se va de Boston con una bonita sensación, la de querer regresar cuanto antes.

Juan Francisco Quevedo

 


LOS CASTRATI

 

LA HISTORIA DE UNOS NIÑOS MUTILADOS BÁRBARAMENTE PARA PRESERVAR SU VOZ ANGELICAL

 

Sería muy a principios de los ochenta cuando nos encaminamos hacia el Aula Magna de la Facultad de Medicina de Santiago de Compostela a escuchar una conferencia del psiquiatra Juan Antonio Vallejo-Nájera. Creo recordar que se titulaba sencillamente “Los Castrati”.  Éramos unos jóvenes estudiantes a los que aún movía e interesaba cualquier tema que pudiera motivarnos intelectualmente y aquel hombre ya había captado nuestra atención a través de sus libros.

Hacía pocos años, no más de tres o cuatro, que habíamos leído y nos había fascinado la biografía que había escrito sobre el escritor japonés Mishima, con toda la iconografía ritual, casi sagrada, que flotaba en sus páginas en torno a la muerte. Pero no era el único libro que nos había impactado; en nuestro grupo de amigos, todos estudiantes en Santiago, habíamos comentado con profusión otro de ellos, el titulado “Concierto para instrumentos desafinados”, un visión divertida pero no exenta de rigor y ternura sobre algunos de los enfermos psiquiátricos que habían pasado por sus manos.

Por otro lado, el profesor y escritor hacía apenas un año que había publicado uno de sus libros más importantes, que ha sido y es libro de texto en muchas universidades, “Introducción a la Psiquiatría”. Mi buen amigo Paco Bujalance, ya en el último año de Medicina, lo había comprado y disfrutábamos todos con su lectura y con los comentarios que suscitaba entre nosotros. Lo había hecho a pesar de la indicación del catedrático de turno de su inutilidad, un hombre que tampoco se recataba en denostar la figura de su autor como psiquiatra. Claro está, a decir de mi buen amigo, este libro tenía una ventaja sobre los que recomendaba su catedrático, una ventaja nada despreciable, se entendía con claridad meridiana.

A nuestro interés por la conferencia se añadía una curiosidad un tanto morbosa; el caso es que por esas cosas del protocolo, el conocido detractor del conferenciante iba a ser el encargado de presentarlo y no nos queríamos perder cómo ventilaba ese trago. Claro está, y aunque no sirva como disculpa, quizás flotara aún en el ambiente académico la obscura figura del padre del conferenciante, quizás aún nadie había olvidado que había sido el psiquiatra del régimen y en esa asimilación con el sistema se había esforzado en una búsqueda peregrina, la de encontrar el gen rojo. Desde las alturas de la dictadura aplaudían y alentaban ese interés con el que se pretendía asociar a una anomalía genética toda una corriente de pensamiento político, el comunismo.

Ahora bien, en nuestros tiempos de estudiantes no hay que olvidar que lo que estaba en plena efervescencia en España era la corriente anti-psiquiátrica que no solo pretendía acabar con el encierro inhumano de los manicomios y con las sesiones de electroshock sino que, además, abogaba por la supresión de la medicación y por abordar los problemas mentales con unas terapias de tipo psicosocial.

El caso es que mientras que el catedrático de Psiquiatría de Santiago de Compostela se enmarcaba en esta corriente anti-psiquiátrica, que ya definiera como tal David Cooper en 1967, el conferenciante era mucho más ecléctico y pragmático en el tratamiento de las enfermedades mentales y aunque defendía un trato humano, no descartaba tratamientos farmacológicos y una terapia más individualizada.

Una vez instalados en la primera fila del aula, llegó el momento de dar comienzo el acto y, para nuestra diversión, el catedrático de Psiquiatría no escatimó en elogios y deferencias a la hora de presentar a su colega. Sin duda, actuó como un “pelota” de lo más servil, aparte de como un hipócrita, no atreviéndose a decirle en público lo que comentaba a sus espaldas. Vallejo Nájera mientras escuchaba con media sonrisa, parecía decirle lo mismo que uno de sus personajes de “Concierto para instrumentos desafinados”, el que aparece en “El orinal de plata”, le dijera a un nuevo médico del psiquiátrico. El galeno, que era un tanto autoritario y muy poco comprensivo, ignorando las costumbres del que se autodenominaba Archiduque don Ataúlfo, le llamó la atención delante de Vallejo Nájera y de parte de su equipo por hacer sus necesidades en un orinal en el pasillo, algo que venía haciendo sin que nadie aparentemente reparara en ello; el archiduque le miró desde abajo y le dijo: “¿Por qué se atreve usted a tutearme? Sentado donde estoy sentado, no llega usted a la altura de mi desdén”. Tras espetarle semejante dardo, siguió a lo suyo ante la perplejidad del recién llegado y la alegría contenida de los presentes. Vallejo, igual de imperturbable que su paciente, comenzó su conferencia.

Pronto nos olvidamos de todos estos chismes y en seguida nos vimos atrapados por las primeras palabras del conferenciante. No tardó en decirnos: “Os voy a poner la única grabación existente de un castrati; se conserva en el Metropolitan de Nueva York y han tenido la amabilidad de procurarme la grabación que vais a escuchar”. Entonces nos fascinó esa posibilidad; hoy en día se puede escuchar a Alessandro Moreschi en Youtube sin el menor problema. La grabación, aunque aceptable, no me produjo nada especial, ni su voz me pareció especialmente angelical; quizás por estar predispuesto a escuchar algo extraordinario.

Vallejo Nájera no tardó en relatar cómo se decidió a profundizar en la historia de estos hombres. Un día caluroso de verano, yendo en coche con un amigo, el profesor Ugo Cerletti, inventor del electro-shock, por Roma, casi atropella a un hombre que iba tirando de un carro lleno de verduras; éste comenzó a gritarles y a insultarlos con grandes voces acordándose de su madre, “la gran puttana”. El profesor italiano sin inmutarse detuvo el coche y le dijo a su acompañante mientras el verdulero gritaba con más intensidad: “Observa su estructura anatómica: rechoncho, distribución feminoide de la obesidad, manos pequeñas…, esa voz podría ser una maravilla”. Sin duda era un hombre con cierto hipogonadismo y el profesor comenzó a explicarle cómo algunos tenores también sufren esta deficiencia endocrina.

De ese hecho tan simple surgió su interés por estos hombres que, siendo niños y estando en posesión de una hermosa voz, antes de que ésta cambiase, eran castrados para preservarla y poder admirarla ya de adultos.

Los orígenes de esta aberrante práctica se remontan a la antigua civilización sumeria y, posteriormente, ya hay constancia de la existencia de cantantes eunucos en el Imperio Bizantino, donde gozaron de reconocimiento hasta la caída de Constantinopla en el año 1204. Después, se desvanecen de la historia hasta que, misteriosamente, reaparecen en la Italia del siglo XVI. Quizás, en su regreso sorpresivo,  pudiera haber tenido una gran influencia la decisión tomada por el Papa Paulo IV de prohibir a las mujeres actuar en los escenarios romanos, lo que pudo provocar que existiese una necesidad de incorporar voces femeninas para los personajes que hasta entonces encarnaban las mujeres y que fueron asumidos por los castrati. Esta prohibición papal se había tomado basándose en las palabras de San Pablo, entresacadas de la I Epístola a los Corintios: “Las mujeres cállense en las asambleas, que no les está permitido tomar la palabra”.

La realidad fehaciente es que a raíz de esta decisión los castrati proliferaron a los largo de los dos siglos siguientes, gozando de gran popularidad y reconocimiento. Su declive no se produciría hasta finales del siglo XVIII donde se alzaron voces significadas, como las de Voltaire o Rousseau, frente a estas aberrantes y bárbaras costumbres. Será Napoleón, tras la toma de Roma el que prohíba estas prácticas que serán castigadas con la pena de muerte.

Ahora bien, el Papa Benedicto XIV, mediado el siglo XVIII, ya había prohibido la amputación de cualquier parte del cuerpo, salvo en aquellos casos que se justificara médicamente. Esto dio lugar a multitud de trampas, provocando un sinfín de falsas alegaciones en las que se decía desde haber sido mutilado de pequeño por un cerdo hasta haber sido víctimas de los más variopintos accidentes.

De la proliferación de castrati, de estos maestros del falsete intrínseco a su naturaleza, durante el barroco italiano, baste decir que en el año 1780 había sólo en la ciudad de Roma setecientos cantando en las diferentes iglesias de la ciudad. A ellos se sumaban al menos dos más actuando en los numerosos teatros operísticos existentes. La primera gran estrella del bel canto con estas características será Baldassare Ferri, que llegará a parar una guerra tan solo para que la reina Cristina de Suecia pudiera escucharlo.

Por otro lado, a principios del siglo XIX la iglesia consintió la vuelta a los escenarios de las mujeres, lo que fue el inicio de la decadencia de los castrati. La última actuación operística de un castrati en un teatro será la llevada a cabo en 1830 por Giambattista Velluti; ahora bien tanto en el Vaticano como en otras iglesias seguirán actuando hasta su prohibición definitiva, por el Papa León XIII, en 1902, ya a comienzos del siglo XX. En 1913 se retirará el último de los castrati, que había pertenecido al coro de la Capilla Sixtina, Alexandro Moreschi. Había sufrido la extirpación testicular a la edad de diez años y fue conocido debido a su prodigiosa voz como el Ángel de Roma, llegando a actuar en 1900 en los funerales del rey Humberto I.

La castración fue en aquella Italia una práctica habitual debido a la demanda existente para nutrir las filas de numerosos coros, como por ejemplo el de la Capilla Sixtina, y, para subirse a los escenarios, donde aquellos más afortunados estaban llamados a llenar los teatros y a ser admirados. Téngase en cuenta que en aquellos años no se escribían papeles para las sopranos mujeres sino para los castrati; eran estos hombres evirados los que, debido a los tonos tan agudos y elevados a los que podían acceder, copaban los grandes escenarios interpretando papeles femeninos.

Con la castración y sin el aporte testosterónico se pretendía conseguir y potenciar voces angelicales. Hay que tener en cuenta que al detenerse el aporte de hormonas masculinas se paraba el desarrollo y los cambios naturales de la laringe con lo que no sólo se conservaba un tono de voz agudo sino que al crecer el resto de órganos se potenciaba aún con los pulmones de un adulto y la resonancia que se conseguía con el desarrollo de la caja torácica. El resultado era un tono algo similar al de una soprano pero muy mejorado por la potencia que se podía conseguir. Ahora bien, hoy se sabe que el déficit de testosterona conlleva grandes problemas, como serias complicaciones y deficiencias cardiovasculares que acortan la vida. Eso por no hablar de una merma de la masa muscular y ósea, reducción del deseo sexual y una serie de graves inconvenientes. El aspecto de estos hombres solía ser más afeminado y eran más altos debido a que la presencia de testosterona hace que se cierren los discos de crecimiento de los huesos.

Esta práctica de castrar a los niños comienza a realizarse en Italia mediado el siglo XVI y consistía en eliminar el tejido testicular sin que afectara al pene. Principalmente se utilizaban dos métodos para realizar la extirpación. En uno de ellos se introducía a los niños, de entre siete y doce años, en una tina de agua caliente tras haber inducido en ellos una sedación por métodos no muy ortodoxos, ya que la anestesia no aparecería hasta el siglo XIX. Se les administraban grandes cantidades de alcohol o substancias como la tintura de láudano con opio en su formulación. En ocasiones se les presionaba la carótida para que se desvanecieran y quedaran inconscientes, lo que provocó numerosas muertes.

Una vez preparados para la emasculación, se seccionaba el escroto con una incisión y se procedía a la extirpación testicular. A continuación se cortaban las hemorragias con emplastos, cauterizaciones al fuego o mediante una fuerte ligadura.

El otro método consistía en la extirpación por isquemia; para ello se ligaba fuertemente una cuerda por encima de los testículos y se comprimían hasta provocar una necrosis que hacía que muriese el tejido testicular y que se fuera desprendiendo. El dolor que se provocaba duraba semanas.

Con ambos métodos se conseguía suprimir las dos funciones testiculares, la producción de testosterona y la de espermatozoides. Cuando esto se hacía como era el caso, antes de la pubertad, los caracteres masculinos, como la aparición de vello o el desarrollo de la laringe, se anulaban y, con ello, también lograban aquello que más querían, conservar la voz. Después de la mutilación todo quedaba en manos del azar, ya que no todos los castrati podían mantener la voz en el tiempo y aquellos que no lo conseguían estaban mal vistos por la sociedad e incluso se les negaba dar tierra en sagrado. En una gran parte del siglo XVIII, cuando más demanda hubo de estos cantantes, se estima que se castraban unos cuatro mil niños al año.

Fuera cual fuera el sistema empleado, el dolor causado a los niños ante tamaña salvajada era inmenso; sólo poder rememorar cómo podían ser aquellas dantescas escenas sobrecoge hasta al corazón más curtido. Además, la mortalidad provocada tenía que ser muy alta, no sólo por la brutalidad de la práctica sino también por las nulas medidas higiénicas y por la falta de preparación de los que las llevaban a cabo, que carecían de titulación alguna y se paseaban por los diferentes lugares ofreciendo sus servicios.

La castración dejaba a aquellos futuros hombres infértiles pero no impotentes, lo que supuso para ellos una gran ventaja a la hora de correr aventuras amorosas, ya que en una época sin métodos anticonceptivos, las mujeres sabían que no corrían el riesgo de caer embarazadas. Además, tenían fama de ser grandes amantes, ya que podían mantener, digamos el entusiasmo, durante largo tiempo.

La demanda de voces existente hizo que muchas familias italianas viesen en la castración de sus hijos varones una manera para ayudarles a sobrellevar la pobreza, llegándose a extremos impensables en la popularización de la emasculación. De hecho, en una barbería de Nápoles se llegó a colgar un cartel en el que se anunciaba escuetamente: “Aquí se castran niños”.

Cuesta decirlo, y suena un poco al grito del pueblo madrileño cuando espoleaba la venida del absolutismo al grito de “¡Vivan las caenas!”, pero los castrati despertaron tanto fervor en Italia que cuando Napoleón abolió en Roma la práctica y las actuaciones de los castrati, el pueblo se sublevó al grito de: “¡Viva el cuchillo, el bendito cuchillo!”.

De todos los castrati que fueron, sobresale por méritos propios, tanto por su fama y popularidad como por sus logros, Farinelli. Tras triunfar clamorosamente en el mundo operístico y en los escenarios europeos, recalará en España, adonde llegará con una misión prácticamente imposible, rescatar a Felipe V, el primer rey español de la dinastía borbónica, de la abulia y de la depresión en la que se hallaba inmerso.

Mediada la década de los treinta del siglo XVIII, el rey español que desde la adolescencia manifestó cierta tendencia depresiva, entrará en una fase de locura absoluta. Se niega a asearse, a comer y a cualquier cuidado, encerrándose en su habitación y negándose a salir de la cama. En multitud de ocasiones piensa que ha muerto y grita aterrado. En cualquier caso, nada le interesa y mucho menos las labores de gobierno que recaen en la parmesana Isabel de Farnesio, una reina a la que, cuando al monarca le asaltan episodios de furia, llega incluso a golpear. En su locura, el soberano, hace día de la noche y noche del día, obligando a sus ministros a despachar a las dos de la madrugada. Ante este panorama de absoluta demencia, la preocupación en la corte es tremenda, temiéndose incluso el peor de los desenlaces, la muerte del rey.

En lo más álgido de la grave crisis mental por la que atraviesa Felipe V, Isabel de Farnesio tomará una decisión de lo más sorprendente. Nadie osará contradecirla; de su poder da medida exacta la composición del famoso cuadro del pintor francés Van Loo que cuelga en las paredes del Museo de Prado, La familia de Felipe V; en él se aprecia a la perfección que era ella y sólo ella quien verdaderamente mandaba en España.

Durante el año 1737, la reina envía una embajada a Londres con la secreta misión de traer a Madrid, costara lo que costara, al mayor asombro artístico que existía en la época, al castrati Carlo Broschi, conocido como Farinelli. Conseguirán su objetivo, logrando que el maestro se traslade a Madrid, donde residirá los próximos veintidós años, tras ofrecerle una cantidad inmensa de pensión, tres mil libras.

Al llegar el lírico divo a palacio es informado con detalle por la reina de los desvaríos del rey así como de su negativa a abandonar sus habitaciones, donde permanece encerrado a cal y canto. Isabel de Farnesio le hace saber que confía tanto en la belleza de su canto que pretende rescatarlo de su ensimismamiento a través del impacto que pueda ejercer en el espíritu del rey.

Farinelli no se hace esperar y de inmediato comienza su sesión de músico-terapia en una estancia contigua a las dependencias del rey. Su voz no tardará en lograr un efecto milagroso, al conseguir despertar la curiosidad real. Con esta reacción, resurgía cierta esperanza ya que parecía que el rey, a pesar del ostracismo autista en el que se sumía, aún era capaz de estimularse por algo realmente bello y hermoso.

Asombrado por la voz que le llegaba hasta la cama, el rey decidió averiguar de qué se trataba y, al ver que salía de la privilegiada garganta de Farinelli, no pudo por menos que ofrecerle todo aquello que pidiese. Farinelli se limitó a pedirle que se levantara y que asistiera a los Consejos, así como que se vistiera y afeitara.

Nunca sería nuestro divo un hombre mezquino ni ambicioso. Habiéndolo podido tener todo, jamás abusó de la confianza de los reyes en los largos años que permaneció en la corte. Ni abusó del padre, Felipe V, ni abusó, después, del hijo, Fernando VI.

Desde el momento en que se obrara el prodigio, el rey aún vivirá nueve largos años, durante los cuales, día a día, Farinelli entonará las cuatro mismas canciones, inexorablemente, rematando la actuación con una serie de gorgoritos en los que imitaba el canto del ruiseñor. Quién sabe si la milagrosa y portentosa voz del divino castrati actuara como un sedante sobre la mente del rey. Hoy en día hay muchas teorías sobre música y relajación, así como sobre música y sus cualidades terapéuticas, por lo que no supone nada extraño que consiguiera el efecto paliativo, aunque no curativo, que se buscaba.

Pero, lo cierto y verdadero es la capacidad de emocionar de esta asombrosa voz, una voz que había hecho llorar a media Europa y que ahora se ponía a disposición del rey. Los castrati inundaron los escenarios del XVIII, y parte del XIX, arrebatando a las sopranos mujeres los grandes papeles femeninos, ya que éstas no podían igualar sus registros. Podemos decir, aunque suene cruel, que los castrati, de alguna manera, eran voces diseñadas a la medida. Sus cualidades bucales, conservando su voz de niño y a la vez con la caja de resonancia y los pulmones de un adulto, les convertían en inalcanzables. La crueldad con la que se conseguía el prodigio, a través de la castración, permaneció inalterable hasta bien entrado el siglo XIX.

Pero nuestro Farinelli, al contrario de la mayoría de los castrati, no provenía de la pobreza, sino que era hijo de una familia bien acomodada; su padre fue gobernador de varias ciudades, lo que nos induce a pensar que su infortunio, aunque luego se convirtiera en virtud para los que le escucharon, fue originada por algún lamentable accidente, que bien pudiera haber sido una caída desgraciada, o por alguna enfermedad. Farinelli además poseía un físico agradable, sin las taras que comúnmente tenían los castrati, lo que hará que levante no pocos suspiros entre las damas de la época.

Ante lo inevitable, ante la mutilación de su hijo, la familia decidió darle una educación exquisita y no dudaron en enviarlo al Conservatorio de Nápoles, donde daba clases el maestro más prestigioso de la península itálica, el profesor y compositor Porpora. Será precisamente en una de sus óperas cuando el joven Carlo se suba por primera vez a un escenario.

Fernando VI sucederá a su padre, Felipe V, en el trono de España. Compartirá con su esposa, la reina Bárbara de Braganza, sus aficiones, especialmente la caza y la música, siendo ambos grandes melómanos. Todas las noches acudían juntos a escuchar y deleitarse con la voz de Carlos Broschi, Farinelli, el divino castrati que permaneció a su lado durante todo el reinado. En esos años y con la supervisión de Farinelli se construirá el Teatro de la Ópera del Buen Retiro que será una referencia mundial hasta su destrucción.   

Carlo gozaba del favor real, junto a un grupo de privilegiados amigos, entre los que destacaba el insigne embajador inglés Benjamín Keene. El célebre cantante jamás se aprovechó de su ventajosa situación, pese a disponer de multitud de oportunidades para haberlo hecho. Pero veamos cómo describe el embajador inglés la alegría y el desenfado que reinaba en el espíritu de la corte de Fernando y Bárbara.

“Después de la ópera comenzó el baile en la gran sala llamada el Casón… Me quedé allí, como de costumbre, hasta las tres de la mañana, pero salí cuando quise para refrescarme con toda clase de aguas y vinos…., de modo que bailé más que en estos treinta años pasados. A la noche siguiente, apenas me hube sentado en la ópera, Sus Majestades Católicas me enviaron el libreto por medio de Farinelli… Tuvimos luego una cena en la sala de los Reinos; después, un baile, donde el rey cansó a todas las damas de palacio…”

Para Farinelli, el eunuco divino, su don supuso un inmenso ascenso social, gozando de la admiración de los melómanos de su tiempo y del aprecio y el cariño de los reyes, primero de Felipe V y, después, de su hijo, Fernando VI. Sin duda, la alegría de la corte y del rey era transmitida por la reina Bárbara de Braganza que, desde el primer momento, supo ganarse el afecto y el respeto de cuantos la rodearon. Era una persona tremendamente inteligente, culta y conversadora que, desde que iniciaba un acercamiento, hacía olvidar a su interlocutor su más que probada fealdad. Recurramos de nuevo a Keene para recordar a la reina.

“La reina asimismo nos hace saber cuándo se propone pasear por los jardines y nosotros acudimos. Yo llegaría a deciros que aún cuando ella fuera una persona particular, tiene tantas cualidades y tan agradables, que yo buscaría su compañía. Nadie se ha mostrado nunca tan libre, tan dispuesta hasta las más lejanas indicaciones y tan sumamente condescendiente como ella. Afirmo que esto es realmente cierto.”

Para el entretenimiento de Fernando VI y de su esposa, Bárbara de Braganza, Farinelli, con el apoyo del marqués de la Ensenada, organizará los paseos fluviales. A tal efecto, se dragará el río Tajo, en los alrededores de Aranjuez, con el fin de que pudiera navegar por su cauce la llamada por el eunuco divino “flota del Tajo”.

Los paseos fluviales se iniciarán en 1752. Se navegaba río abajo durante unas tres horas, en las que se recorrían cuatro millas en el trayecto que hay desde el embarcadero del Sotillo hasta el del Puente de la Reina, junto a palacio. Lo más espectacular del recorrido era el concierto fluvial en el que cantaba el gran Farinelli. Regresaban al embarcadero de Palacio ya de noche.

A la muerte de su esposa, Fernando VI cayó en una depresión brutal y se encerró en un viejo y mal acondicionado castillo en Villaviciosa de Odón.

El rey, inmediatamente, se desentendió de los asuntos de gobierno y ya sólo hablaba de cualquier recuerdo relacionado con la reina difunta. A finales de septiembre la situación es alarmante, pues Fernando se niega a comer y sólo ingiere líquidos. A su vez, aumentan sus rarezas y los episodios de furia. Toda la corte rememoró lo que ya había ocurrido con su padre.

El último documento que firmará está fechado en septiembre y el último despacho con Wall será a primeros de octubre de 1758, todavía “de pie y en conversación”. Pronto abandonará todo, tanto los asuntos de gobierno como la caza, su pasión, y le invadirá una obsesión enfermiza por el temor a morirse. La enfermedad podía con el rey.

Los intentos por hacer volver al rey en sí son desesperados. Para intentar recuperarlo se hace venir al castillo a su gran entretenedor en sus excursiones por el Tajo, al divino castrati, a Farinelli. Se pone con él en práctica la terapia que tan excelente resultado diera con su padre, Felipe V. Pero esta vez todo fue inútil, nada lograba alejarlo de su extraña y enfermiza melancolía, ni tan siquiera la voz privilegiada del divino castrati.

Poco a poco, dejó de hablar, de alimentarse, estando como ausente a todas horas. Después se encerró en una pequeña habitación, donde apenas había espacio para una cama; allí pasaría sus últimos meses.

El día 10 de agosto de 1759, justamente 13 años después de su ascenso al trono, fallecía Fernando VI. Su cadáver será llevado desde Villaviciosa de Odón al convento de las Salesas Reales, para ser enterrado en un sepulcro frente al de su esposa.

No obstante, y a pesar de este último “año sin rey”, es de justicia reconocer a Fernando VI por los muchos méritos de su reinado. Fue prudente y sobrio, amante de la paz y contrario a todas las alianzas bélicas que le propusieron, dando a la nación unos años de plácida prosperidad. Supo rodearse de gente de gran talla en el gobierno, que actuaron modernizando las instituciones, arreglando la hacienda, constituyendo el catastro, creando y reparando caminos y canales. Así mismo, fue capaz de dotar a la Armada de una flota acorde al perímetro costero de España, que pudiera defender sus intereses y llegar a inquietar a Inglaterra.

A la muerte de Fernando VI, será su hermano Carlos el que le sucederá en el trono. Con ello, la estrella de Farinelli comenzará a declinar. El castrati permanecerá en España muy poco más.

Carlos III, nunca estuvo muy inclinado, todo hay que decirlo, a gozar con y de la música. Por tanto, el destino de Carlo Broschi estaba determinado, máxime cuando el rey llegó a comentar, en un exceso cruel, aunque no exento de gracia, que a él “los capones sólo le gustaban en la mesa”.

A pesar de todo, supo reconocer los servicios prestados a la corona y agradecérselos personalmente cuando ya iba camino de Bolonia y se encontró con él en Zaragoza. De hecho, le mantuvo el sueldo que le otorgara su padre, Felipe V, según sus propias palabras, “en consideración de su moderación, no habiendo jamás abusado del favor, del afecto y de la generosidad del Rey su antecesor”.

No obstante, conviene recordar que Carlos y María Amalia de Sajonia, cuando fueron reyes de Nápoles, contribuyeron al desarrollo cultural y artístico del lugar con importantes aportaciones. Durante su reinado se descubrieron los restos de las viejas ciudades romanas de Pompeya y Herculano, favoreciendo el rey las primeras excavaciones arqueológicas, donde presenció personalmente la aparición del templo de Júpiter. Tras el hallazgo de las ruinas de Herculano, aparecieron las de Pompeya, comprando el rey inmediatamente todos los terrenos para facilitar las excavaciones. Así mismo, construyó el hermoso teatro de San Carlos, templo musical de la época, a pesar de su indiferencia por esta disciplina artística.

A la muerte de su protector, el rey Fernando VI, Farinelli ya había sido advertido por un amigo lo que  podría suponer para su persona el cambio de gobierno, ya que era evidente que no gozaba de la confianza del nuevo rey. Ante la advertencia e intuyendo su marcha, le preguntó “¿Cuándo?”. El amigo le respondió señalándole con el dedo unos versos de la primera escena de “Artaserse”:

“…La otra turba

De falsas amistades

Falta cuando la gracia del Rey falta.

¡Oh! ¡Cuántos vi humillados antes,

Que hoy no caben de orgullo y de soberbia!”

Farinelli, tras la desafección real, se marchará a sus posesiones de Bolonia, donde vivirá admirado e idolatrado en un retiro dorado aún veintidós años más, hasta 1782.

Juan Francisco Quevedo

 


EN EL PRIMER ANIVERSARIO DE LA MUERTE DE FIDEL

 

Fue un martes de un mes de enero, allá por 1.959, tal que un día seis, en que, recién llegados de su rodar por Sierra Maestra, Fidel y Ernesto - aquel médico asmático que, desde Argentina, había ido a hacer, a golpe de fúsil e inhalador, la revolución- tomaron La Habana. Estos comandantes, barbudos y desaliñados, celebraron la noche de Reyes bailando en los salones presidenciales al ritmo sincopado de la metralla que conllevaba la revolución. Es de suponer el consiguiente disgusto que aquellos bailes, de salsón caribeño, acarrearon a Don Fulgencio Batista y a toda su corte de oropeles, una corte de los milagros nada descuidada, ni en sus excesos ni en sus cuentas corrientes. Esta caravana –nada desamparada- de la opulencia, tamizada por el chino del esperpento yanqui, se hacinaba, ahíta de caderas mulatas y satisfacción burguesa, en los casinos y cabarets de toda Cuba. En sus manos, los billetes de cien dólares hacían las veces de improvisados cerillos con los que prender los imponentes cigarros puros que extraían de sus tabaqueras de piel. Entre tanto, una hermosa trigueña negra, de arrubiados cabellos y de ojos bellamente rasgados, se los sostenía, por una mísera y cuantiosa propina, entre bocanada y bocanada.

En aquellos tiempos de mano dura y tente tieso, los negritos cubanos, como en una nueva Oda al Rey de Harlem, se uniformaban, día tras día, de dignos esclavos al servicio de una clase despreocupada. Estaban todos ellos a punto de llevarse, al ritmo carnavalesco de las barras y las estrellas, una patada en el centro mismo del trasero. Después, tras ser arrojados al mar, el buen clima de Miami sería su nuevo y cálido destino. La verdad es que no perdían ni tanto.

 “Es por el silencio sapientísimo

cuando los camareros y los cocineros y los que limpian con la lengua

las heridas de los millonarios

buscan al rey por las calles o en los ángulos del salitre”

     El rey de Harlem. Federico García Lorca (Poeta en Nueva York)

Pero, otros, sí que perdieron. Perdieron hasta la camisa que llevaban encima. Fidel les puso en la escalinata de un avión desde donde, por última vez, miraron la isla de sus amores y pesares. A los que se quedaron no les fue mucho mejor. Lo único que ganaron, además de una camisa, fue poder inundarse de luz caribeña todos los amaneceres. Pero, al fin, todos ellos -estos sí - perdieron. Tanto los que se fueron como los que se quedaron.

Las barbas de Fidel, envueltas en el verde oliva de la revolución, no se afeitaron, ni tan siquiera consiguieron arrancarle un pelo, cuando se dirigió a territorio comanche. Desde el corazón de Harlem, en el hotel Theresa, Castro nacionaliza hasta el uniforme del negro que le abre la puerta, por supuesto en homenaje al poeta granadino, redivivo en este lorquiano personaje. “Ni Estados Unidos, ni el capitalismo, ni toda esa patraña imperialista...” y así más de cuatro horas en una O.N.U. perpleja y hastiada, adormecida y desentendida, ante la diarrea verbórrea de este barbudo con piel de aceituna. Sólo los desaires, aspavientos, puñetazos y zapatazos de un jocoso Nikita despiertan a este envarado auditorio de su aturdimiento ensimismado.

Tras encasquillarse en su hotel americano, Fidel se enquistaría, y ya por siempre, en su Cuba natal, rodeado de misiles anti-todo: antirevolución, antipersonas, antiintelectuales molestos, anti... y así, inmerso en su paranoia anticapitalista y en su mascarada no alineada, llegó a encerrar, cuando no ejecutar, a disidentes políticos, a enfermos de SIDA, a poetas engorrosos, a jóvenes sospechosos... Nikita, su gran mentor, aunque sólo se le recuerde por el día que se quitó el zapato, al menos despojó de la máscara -después de muerto, eso sí- al aún temido Stalin, autor material e intelectual de las purgas masivas. Luego vendría lo que se dio en llamar “depuración” y, por último, el revisionismo, que a punto estuvo de acabar, con la excusa de renovar, con la dirección de todos los partidos comunistas de su órbita. Una vez depurados, purgados o revisionados, nunca se volvía a saber de ellos –“Un muerto es una tragedia, un millón de muertos es sólo una estadística”, decía un Stalin que sabía mucho de eso-. Desaparecían hasta de las fotos oficiales. Y si hacía falta se les perseguía por medio mundo, y si no que se lo digan a Liev Trotski -el de la revolución permanente-, que vivió escondido y retirado como una Egipcíaca y murió asesinado en México, a manos de un español enviado por Stalin, Ramón Mercader, al incrustarle un piolet en el cráneo.

“Tú tienes dos ojos,

pero el partido tiene mil”

                                     B. Brecht (Oda al partido)

En aquellos años de revolución y fe ciega en el comunismo soviético, los cubanos, con Raúl y Fidel a la cabeza, cambiaron la madre patria por la madre Rusia, a Dios por la santería, a Tropicana por las jineteras y al coco y al hombre del saco por el capitalismo infame. Y hubo un tiempo en que, de alguna manera, creíamos en ellos... hasta que fuimos cayendo, como cayó –e hicieron callar-, Eloy Gutiérrez Menoyo y otros comandantes, que aquella revolución, dispuesta a acabar con la dictadura de Batista, para dar el poder y la voz al pueblo, no era más que la finca del comandante en jefe. Allí ya no se volvió a oír otra voz que la de Fidel y, en ocasiones, durante más de ocho horas seguidas, durante las tediosas arengas que el sufrido pueblo asistente tenía que soportar a pie firme. Y sin rechistar. Y, ya se sabe, las culpas de todos los males siempre son ajenas, sobre todo si emanan del poder, si tienen su origen en él. Y cuanto más omnímodo es el poder, mayores son las culpas... de los demás. Sólo hay que leer a John Milton: “Ángel que ha cegado los ojos del pueblo, les echa en cara su ceguera”

En 1.961 pasaron cosas en el planeta que estremecieron, y casi robaron, el alma de un mundo indefenso ante la amenaza nuclear que se le venía encima. Este año, John F. Kennedy toma posesión como presidente electo de los Estados Unidos y, con él, se inicia un nuevo estilo de hacer política, aunque en muchos aspectos este nuevo estilo sólo afectará a las formas. Unas formas con las que este pícaro, joven rebosante de “charm” y con una sonrisa impecablemente reluciente, embaucará a los jóvenes divinos del mundo. Su halo de triunfador todavía perdura, sobremanera en viejos progresistas acomodados. Su persuasivo discurso, durante la toma de posesión, ha entrado a formar parte de la historia, de una historia que, como dijera Cicerón, y me repitiera en el colegio el padre Eliseo hasta la saciedad “... es testigo de las edades, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida y heraldo de la antigüedad.”

Pronto saldría a relucir la bestia que se ocultaba bajo su inmaculada sonrisa de “bon vivant”.  Aparecía, como dijera Kant en su obra “La crítica de la razón pura”, “la cosa en sí” –Ding an sich-, o sea, emergía la verdadera naturaleza del ser que sólo la apariencia de su presencia escondía.

En abril, la C.I.A., cómo no, organiza el desembarco, en Bahía de Cochinos, de un grupo de exiliados cubanos. Castro, frotándose las manos, les esperaba inflamado de patriotismo heroico; David contra Goliat. Ambos, como Tántalos modernos, hubieran preferido morir de hambre y sed antes que dar su brazo a torcer. Es otra forma de avaricia y egoísmo, más cruel que la del mito, ya que afecta a todo un pueblo, pero, metafóricamente, similar a la que nos describe Petronio en su “Satiricón”. El saldo se libra, para la orgullosa América, con una humillante derrota que el presidente Kennedy intenta asumir como puede. A Fidel poco le cuesta asumir la victoria; al arrojar al mar a los contrarrevolucionarios, henchido de satisfacción, juntó su barba rala a la rala barba del Che y pensó en aquella máxima del Derecho Romano que se recoge en el Digesto: “Dar a cada uno lo suyo”.

Y, quizá, se le vinieran a la cabeza las palabras que pronunciara Niceto Alcalá-Zamora, el primer presidente de la II República española: “No soy rencoroso, pero el que me la hace me la paga”

Tras este desastroso desenlace, la cota de tensión entre los bloques se dispara, alcanzando su máximo nivel al año siguiente, al detectar los aviones espía estadounidenses el despliegue de misiles y rampas de lanzamiento, por parte de los soviéticos, en la isla de Cuba. La llamada “crisis de los misiles” puso a la humanidad al borde mismo de la autodestrucción. Nunca el mundo, víctima de la estupidez de sus dirigentes, estuvo tan cerca de su desintegración física como planeta, de su desaparición como parte del sistema solar.

Sólo rememorar aquellos acontecimientos me hace temblar, como a Virgilio: “horresco referens” (tiemblo al referirlo). Son las palabras de Eneas, en la Eneida (2,204), al referir la muerte de Laocoonte y sus hijos aprisionados por una serpiente, tal y como nos lo cuenta Virgilio y tal y como lo vemos en la estupenda y dramática escultura realizada, durante el siglo I a de C., en la isla de Rodas y exhibida en el Vaticano. En ella se refleja, como alegoría de la destrucción, la angustia de un mundo a punto de asfixiarse.

Y así fueron pasando los años mientras envejecíamos con el incombustible comandante. El caso es que cuando empezábamos a creer, de veras, en Fidel como en un ser inmortal, se fue de este mundo, como todos. En fin, se marchó hace un año esperando a que la historia le absolviera.

 


¿LA GENIALIDAD DE LA OBRA EXCULPA AL HOMBRE, AL ARTISTA QUE HAY TRAS ELLA SI ACTÚA COMO UN CANALLA?

 

Cuando el artista es un canalla que realiza actos y acciones éticamente reprobables, es lícito plantearse las siguientes preguntas: ¿Con qué nos quedamos? ¿Con la obra o con el artista?

¿Acaso esa unión aparentemente indisoluble entre obra y autor, entre el canalla-creador y el arte, justifica cualquier tropelía?

Claro que hablo de arte y artistas con mayúsculas, no me refiero a esa especie que tanto abunda que por el hecho de ser unos canallas se creen ungidos por las musas artísticas y no son más que virtuosos del chisme, con cierta postura de poeta maldito. No, no estoy hablando de esos artistas desconocidos que creen ser los más famosos del mundo. No, a esos no me refiero; es como si diéramos el marchamo de científico a aquellos que por estar locos se creen grandes investigadores. No, no me refiero a esos, me refiero a aquellos que han hecho verdaderos prodigios en alguna de las muchas y variadas disciplinas artísticas y son o han sido unos auténticos canallas. No me refiero a esos canallas que formaron en las multitudinarias filas de las grandes promesas de su tiempo y que pasaron a dormir el sueño eterno del olvido.

En estos tiempos en los que todo se sabe y poco se perdona, el movimiento Me too-Yo también- ha puesto de relieve el abuso sistemático que existe desde tiempos inmemoriales en las distintas disciplinas artísticas con la aquiescencia y el mirar hacia otro lado de no pocos admiradores del canalla en cuestión. Parecía que era el tributo a pagar para poder aspirar a algo. Por supuesto, esta práctica inmoral siempre se ceba con los más débiles, muy especialmente con las mujeres y no porque la mujer sea un ser especialmente frágil sino porque la sociedad la ha relegado sistemáticamente al último peldaño.

¿Acaso el valor de la obra de estos grandes personajes les exime de cualquier culpa de tal manera que sus deplorables acciones queden tapadas por ella?

¿Podemos separar al canalla de su obra para centrarnos en el legado artístico y mandar al ostracismo al bellaco que se esconde tras el pincel, la pluma, la cámara o el buril?

Es un dilema moral grave.  

Parece que siempre se tiende a resolver estas cuestiones a favor del artista, por muy miserables que hayan sido sus actos, y cualquiera con un mínimo de sentido común, ese que tan poco común es, se percata de la injusticia que se comete en nombre del arte.

¿Estoy equivocado? Quizás, pero la realidad es la que es, que la sociedad ejerce su acción punitiva de una manera muy discriminatoria. Castiga y carga contra aquellos que cometen las mismas acciones que aquellos a los que aplaude cuando presentan una película, realizan una exposición o presentan un libro. Y desde ese mundillo intelectual, desde las corrientes que genera, se suele callar, cuando no obviar. O aparentar una distancia comprensiva.

Los nombres de canallas actuales todos los tenemos en mente; al menos los de algunos más notorios que no es cuestión de enumerar porque estas palabras van encaminadas más a la reflexión que a la acusación. Por ello, sí me gustaría acudir a la historia del arte y recordar a uno de esos canallas que fue y es considerado un artista divino por sus enormes habilidades, por sus dotes para el virtuosismo escultórico.

Veamos a este canalla divino, un poco lejano en el tiempo pero que, a pesar de no ser comparables las acciones, nos puede remitir a los que tenemos en mente. Es uno de estos personajes del Renacimiento italiano, donde habitaron verdaderos paradigmas de esa disociación psicótica entre el artista y la persona. Pero de entre todos los que hubo, el que pudiera erigirse como auténtico paradigma de la cualidad de ser un canalla es Cellini, Benvenuto Cellini, aquel discípulo de Miguel Ángel del que dijera el maestro que era “el mejor orfebre de todos los tiempos”. Bien es cierto que el propio Cellini en su celebrada autobiografía da buena cuenta de ello, ocultando lo que a continuación decía el autor del “Moisés”: “excelso haciendo las cosas menudas, no había sabido hacer las grandes”. Sin duda, el maestro nunca llegó a ver el “Perseo” o la Diana cazadora que aparece en la “Ninfa de Fontainebleau”  ya que de haberlo hecho hubiera cambiado de opinión.

Por cierto, en la elaboración de esta Ninfa no pudo menos que dejar constancia de su carácter intemperante y de su perversidad. En aquel tiempo de estancia en Francia, Cellini tenía como modelo a Catalina, una francesa que no tardaría en convertir en su amante. Dice de ella en sus memorias: “Además, siendo hombre, como soy, la utilizaba para la cama”. Pero el vanidoso Cellini no contaba con que su contable, otro florentino, le pusiera los cuernos con la joven francesa cada vez que se ausentaba. Pagolo, que así se llamaba el infeliz, hubo de probar la bellaquería y el genio, malo, del genio. Al conocer lo que consideraba un agravio, Cellini, acompañado por unos matones y con la punta de la espada puesta en el cuello de su compatriota, sacó al pobre ayudante promesa de matrimonio con la infortunada modelo, por lo que sin tardanza hubo de desposarse.

No contento con haber forzado ese matrimonio, obligó a Catalina a posar para la escultura en una postura incómoda donde las haya, abrazando a un ciervo. A medida que Cellini avanzaba en su Ninfa cada día eran más llamativos y prominentes los cuernos que iba poniendo al animal. Digamos que en esa alegoría extraña, Cellini se mofaba de los cuernos del marido de su amante y a ésta, la hacía posar desnuda durante horas de una manera que rozaba el sadismo.

No eran baladís las tropelías de Cellini que iban desde el asesinato, sin el menor cargo de conciencia, llegando incluso a jactarse de ello, a las palizas y a todo tipo de bajezas, más propias de un demente que de un hombre, artista o no.

Cellini no sólo fue un canalla sin ningún remordimiento en su vida y en sus actos perversos sino que además se vanagloriaba de ellos; no hay más que leer su autobiografía, tan difundida y a cuya fama tanto contribuyó el traductor que tuvo al alemán, Goethe. Éste, por otro lado, y yendo al meollo de la cuestión, tanto disculpó la conducta del hombre por la admiración que sentía hacia su obra.

No nos costará mucho imaginarnos a multitud de escritores, pintores, escultores, cineastas y un largo etcétera de artistas que pese a su misoginia, a su pedofilia, a su perversidad moral y ética, son salvados de las garras de la vergüenza a la que cualquier otro que cometiera sus mismos desmanes estaría abocado.

Y no sólo podríamos hablar de Cellini; ahí está el excelso escultor Leone Leoni, uno de los mayores canallas que hayan existido dentro del mundo artístico y que pese a sus agresiones, asesinatos, robos, estafas y todo un rosario de formas de delinquir siempre fue redimido de sus culpas, sin que expresara ni realizara el menor acto de arrepentimiento, gracias a esas maravillosas manos que tenía. Una de ellas estuvo a punto de perderla; sólo la conmutación de la pena cuando ya tenía la condena dictada, por ser el artista que era, evitó que se la cercenaran. Sólo siete años después del perdón pudo cincelar la grandiosa escultura del emperador Carlos I que podemos contemplar en el Museo del Prado, “El emperador con el furor a sus pies”.  Eso por no hablar de Miguel Ángel Merisi, de Caravaggio, que aún nos contempla en ese magnífico autorretrato, desde la cabeza del Goliath que sostiene David en su mano, y un sinfín de genios capaces de ejecutar grandes obras que les valían tanto como una bula papal. No es una exageración; y si no que se lo pregunten a Benvenuto Cellini, a quien el Papa Paulo III permitió que burlase tanto a la ley como a los tribunales tras haber asesinado en 1534 a un orfebre que le hacía la competencia; el infeliz se llamaba Pompeo de Capitaneis.

Hoy es más actual que nunca aquella sentencia que se atribuye al Papa, refiriéndose a Cellini: “Hombres como Benvenuto, únicos en su profesión, están por encima de la ley”.

Quizás habría que cambiar el final para hacerla más precisa. Y mucho más cínica. Quizás, de haber vivido Paulo III en estos tiempos de corrección extrema, diría algo así: “Los artistas geniales, únicos en su profesión, están por encima del bien y del mal”.

Juan Francisco Quevedo

 


DEL MOVIMIENTO HIPPIE AL ROCK Y DEL ROCK AL PUNK PASANDO POR EL HEAVY

DROGAS, SEXO Y ROCK AND ROLL

EL GRAN NEGOCIO QUE RODEÓ A LA MÚSICA DE LOS SESENTA Y SETENTA

 

 

Los años cincuenta se extinguían ahogados en su propia mediocridad. Los sesenta aullaban por derribar de un alarido todas aquellas puertas que permanecían cerradas desde que el ser humano pobló la tierra. Los sesenta corrían sin freno para irrumpir en las aburridas vidas de la generación que surgió tras la guerra mundial e inundar de amor y paz sus corazones. Un nuevo espíritu estaba a punto de desbordar el mundo y de asustar, desde su explosivo empuje, a las mentes instaladas en un pasado a punto de volar por los aires. Tras esta década, para una gran cantidad de personas, ya nada volvió a ser igual. Para bien o para mal.

El aliento yonqui del tío Bill Burroughs caminaba por la angosta senda de un perdedor como Charles Bukowski, ese poeta brutal y tierno, descarnado y lírico -“Los días pasan como caballos salvajes sobre las colinas”-, tal vez autor de un realismo demasiado sucio y feroz para los tiempos de civismo e igualdad que se avecinaban. A pesar de todo, encajaba a la perfección en la estética rompedora de aquella corriente que era heredera directa de los beatniks; era como si recibiese de ese grupo de inconformistas alienados “el abrazo imposible de la Venus de Milo”, que dijera Rubén Darío.

“Oigo el agua

las noches que consumo bebiendo

y la tristeza se hace tan grande

que la oigo en mi reloj”

                                  Charles Bukowski (Culminación del dolor)

Mientras en una aislante y solitaria oficina de correos, Charles Bukowski esperaba su ocasión para mostrarnos sus versos, Ginsberg corría con el manuscrito de Burroughs de editorial en editorial dispuesto a hacer saltar por los aires las conciencias bien pensantes, dispuesto a escandalizar -“El almuerzo desnudo”- con sus experiencias lisérgicas y psicodélicas a una sociedad nada habituada a los excesos. Todo ello, no conviene olvidarlo, en un país en el que durante aquellos años el ácido era totalmente legal.

“He visto medir la vida por las gotas de solución de morfina que hay en un cuentagotas”. William Burroughs (Yonqui)

En el corazón de los sesenta, en medio de esta eclosión literaria cuyas obras serán los libros de cabecera de la generación que estaba a punto de tomar la calle, surgirá una música que arrasará y conquistará a la juventud del mundo, el rock en todas sus variedades, incluso en su versión más salvaje, el heavy metal. Esta derivación tendrá el mismo nombre, tal vez casualmente, que el personaje de una novela -Nova Express- de Burroughs. El personaje se llamaba “The heavy metal Kid”.

Pero por el momento los jóvenes de entonces se disponían a dinamitar con sus ideas la cultura oficial y oficialista, la manera de ver y afrontar la vida y además, todo ello, aderezado por la música más bárbara que nunca hubiera existido. Muertos los cincuenta, los sesenta aporreaban, para derribarla, la puerta de la nueva década.

“La generación que anda alrededor de los veinte años se sublevará contra la gente de alma hórrida”.   Ortega y Gasset

Y después vino una larga historia -tan larga como la sombra del poeta colombiano José Asunción Silva al recordar en “Nocturno” a su hermana muerta-, hasta que posteriormente el mundo se colapsó con el ritmo del rock metido en el cuerpo, con el espíritu hippie -el “flower power”- de paz, amor y música que estaba por llegar, y con Kerouac “En el camino” y el desesperado “Aullido” beatnik en las venas de toda una generación.

“He visto a las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas,                                                                                                                                           histéricas, desnudas,

arrastrándose de madrugada por las calles de los negros buscando el pico rabioso”.     Allen Ginsberg (Aullido)

Cuando en 1960 se miraba a través de los barrotes de una sociedad aburrida, oprimente y opresora, los jóvenes querían volarlos para contemplar un mundo menos gris y envarado; vislumbraban un futuro lleno de colores chillones, de bordados explosivos, de luz y de celebraciones primaverales. De repente pareciera que todo lo que no fuera a tono con los tiempos que soñaban aquellas nuevas generaciones balbuceantes se hubiera vuelto viejo, obsoleto, caduco y anacrónico, tan podrido como les pudo resultar en los años veinte a los muchachos de la Residencia de Estudiantes, Buñuel, Lorca, Pepín Bello y compañía -Dalí incluido- todo lo que les rodeaba y representaba un orden de pensamiento y de estética antiguo: ¡Putrefacto!

Lo que ellos representaban con un burro muerto, ideado y plasmado por Dalí, éstos lo hacían con el símbolo, ideado por Gerald Holtom y apoyado por Bertrand Russell, que encarna la apuesta por la paz y que al principio sólo quería representar la lucha a favor del desarme nuclear.

Aquella revolución surrealista y castiza de los residentes, sin contar aún con el refinamiento marxista y parisino de Breton y compañía, no fue más allá de una élite ilustrada; sin embargo, la revolución que se avecinaba, con una música nueva como estandarte, arrastraría multitudes y su espíritu desinhibido y comprometido se extendería por el mundo en movimientos espontáneos contra el racismo, las guerras y el poder tradicionalmente establecido.

La juventud más entusiasmada que haya existido nunca estaba a punto de rebelarse contra un sistema obsoleto y anquilosado en sus estructuras. Y todo ello impregnado con el halo imprevisto y aventurero de lo inciertamente apasionante. Para todo, incluso para experimentar con las drogas; se trataba de acabar con todo lo anterior y partir de cero. Se avecinaban tiempos de cambio, un tanto peligrosos y acelerados.

“La juventud necesita romanticismo”. Nikolái Bujarin.

Por supuesto, en esa lucha hubo que pagar un doloroso peaje que en su forma más auténtica acabó con aquel sueño de libertad, con la esperanza de haber hecho un mundo mejor. Las drogas mandaron al traste el espejismo que inundó el planeta de flores y cánticos alegres a la luz de las hogueras. Con aquel regalo envenenado se perdió, quizás, la oportunidad de haber hecho del hombre un ser más libre en una sociedad más justa.

“Quien te mal faz mostrando grand pesar

guisa como te puedas dél guardar”

                                            Don Juan Manuel (El conde Lucanor)

Hoy, en su estado más puro, sólo quedan pequeños restos del naufragio recibiendo en sus cabezas corajinosos palos de ciego mientras deambulan, solitarios, como pequeños conejos extraviados. A pesar de todo, a pesar de estos retales deshilachados, conviene recordar que hubo un tiempo, allá por los sesenta, en el que el poder establecido y la sociedad puritana que lo sustentaba se sintió amenazado por un grupo de jóvenes melenudos, extraños en sus formas y maneras, amén de impredecibles.

“Lo que es falso no es el materialismo de esta forma de vida, sino la falta de libertad y la represión que encubre”

                                    Herbert Marcuse (El hombre unidimensional)

Cuentan que por aquellos años se fabricaba un excelente L.S.D. en las, no lo olvidemos, factorías legales del químico Owsley Stanley, un hombre entregado tanto a la causa de su negocio que acabó encargándose del sonido del grupo californiano más pasado que haya existido, los Grateful Dead que aún en el 2015, ya sin Jerry García, tocaron “Sugar magnolia”.

Desde San Francisco, se fue extendiendo esta manera de ver la realidad, evidentemente distinta, tanto en su percepción real como en las emociones cerebrales, a través de un viaje lisérgico o, como se decía entonces, psicodélico. Eran años de permisividad donde el L.S.D. se consumía, junto a la hierba mexicana -marihuana-, en estos ambientes de libertad y juventud, con total naturalidad.

“La libertad no hace felices a los hombres; los hace, sencillamente, hombres”.     Manuel Azaña                                                                                         

En el 66 existía un gran mercado de la droga, todo un supermercado legal -The Psychedelic Shop-, donde se encontraba, además de estas substancias, los utensilios más variados para consumirlas; podía comprarse desde una cachimba hasta unos libros que les ayudaban a iniciarse en el camino de la psicodelia. Precisamente en ese ambiente de luz, decibelios y ácido nacerá el rock psicodélico, esa ensoñación cerebral con la que no sólo se hizo literatura sino también música.

La marea hippie sale de San Francisco y se extiende de costa a costa, para estallar definitivamente como un movimiento de masas absoluto en el 67, con el festival de Monterey. Allí se descubrió a Joplin y sobre todo a un Otis Redding -(Sittin`on) the dock of the bay- que cautivó a la flor y nata de un hipismo muy militante y combativo. Poco le duró en vida el reconocimiento pues fallece ese mismo año en un accidente aéreo. Poco más duraría la alegría a todos ellos pues, en un goteo sangriento, fueron escribiendo su propio epitafio desde el aturdimiento pasado de las drogas y desde los excesos incontrolados. Con la voluntad perdida, o disipada entre la enfermedad y el sopor del pico, todos fueron cayendo.

“Hermanos humanos que vivís después de nosotros,

no tengáis contra nosotros los corazones endurecidos,

pues si tenéis compasión de nosotros, pobres,

Dios tendrá antes misericordia de vosotros.”                  

                                                                     François Villon (Epitafio)

Tras Monterey, vendría el mítico y masivo festival de Woodstock. Hasta el lugar, en el estado de Nueva York, se desplazaron los jóvenes de medio mundo, hermanándose los de París con los de San Francisco, los de México con los de Londres y así, sucesivamente, en un mar de manos unidas. Todo sucedió en el año 1.969; fue una inmensa locura, recibida de uñas por la sociedad imperante y mal tratada, a la vez que maltratada, por la prensa más rancia, que era la mayoría.

La importancia de Woodstock va más allá de lo meramente anecdótico ya que, entre otras cosas, sirvió para seguir dando cuerpo a un malestar, pleno de la más displicente de las disidencias, del que ya se había dado cuenta en mayo del 68, en París, así como allá por el 67 en el festival de Monterey.

En Woodstock vieron la luz grandes estrellas, alguna de ellas se dio a conocer al ritmo inagotable de los Beatles. Su canción “Con la ayuda de la amistad” sirvió de carta de presentación a un joven de aspecto y movimientos epilépticos que respondía por Joe Cocker. Sus contoneos convulsivos y su voz cascada y personal impresionaron en aquel multitudinario evento. Luego, ya se sabe lo que fue de él, incluso llegó a ganar un Oscar de Hollywood.

Con él actuaron Crosby, Stills y Nash, aún sin Young, así como unos jovencísimos Creedence -“Proud Mary”-. También Carlos Santana, desde su personal sonido de guitarra, fue capaz de transportar a toda aquella masa de juventud por los acordes de “Evil Ways” hasta el latino ritmo de “Oye como va”. Así mismo, cantó Arlo, el hijo de Woody Guthrie, el gran y combativo maestro del folk gringo. Por entonces, Arlo, ya había cautivado al público americano pero fue allí donde se convirtió en el hippie favorito de América. Aquel festival inolvidable lo clausuró, al ritmo de su particular visión del himno de los Estados Unidos, un Hendrix eléctrico y electrizado, con los acordes encendidos de su maravillosa y envolvente ladyland. Como resumen y colofón de aquella celebración y de aquel espíritu, sólo nos queda recordar la canción de Sly&The Family Stone, “Stand”; desde ella se apelaba a la conciencia universal de cada uno de los jóvenes asistentes.

“¡En pie! Llevas demasiado tiempo sentado.

Hay una continua doblez tanto en lo que posees de bueno como de malo.”

Después vino Altamont, donde nació la leyenda negra de los Rollings Stones, junto a la más que justificada de los Ángeles del Infierno, con su estética y su espíritu matón. En el festival, los Stones presentan su disco “Let it bleed”, título premonitorio, dada la sangre derramada durante el mismo. Con el apuñalamiento de un joven mientras sonaba “Simpathy for the devil” y la brutal presencia en el servicio de seguridad de los feroces Ángeles del Infierno comienza toda la leyenda de la violencia asociada al rock. Tras Altamont, ya nada nunca volvió a ser igual.

He visto arrastrarse por el fango a las mejores mentes de mi generación. Algo así se escribió para los beatnik y algo así se puede escribir para aquella generación de Monterey y Woodstock, que al ritmo de Janis Joplin y los Jefferson Airplane soñaban con un mundo radicalmente mejor. Los setenta mataron aquel espíritu desinteresado, asimilándolo al interés de su causa. Y a los que se quedaron al margen, el sistema los abandonó y pisoteó, pateándolos como cantos rodados, y así fueron dando trompicones, sin voluntad, de ciudad en ciudad, calentándose sobre las rejillas de los metros con la escudilla de la miseria sobre el asfalto, sin más destino que el de ser peones sin rumbo a la búsqueda de una lata de sopa Campbell que calentar en cualquier infiernillo. Hoy ya no queda ninguno de aquellos desheredados de la fortuna. El frío, los años y las drogas se encargaron de ellos.

“Brilla radiante el sol, la primavera

los campos pinta en la estación florida:

truéquese en risa mi dolor profundo...

que haya un cadáver más, ¿qué importa al mundo?”

                                     José de Espronceda (Canto a Teresa).

Pero entonces todo era mucho más natural y rápido; aún no había lugar para las nostalgias disquisitivas. La vida era una huida desenfrenada hacia adelante y el sendero que se iba dejando atrás no era más que la tierra quemada sobre la que se seguía hacia un futuro que tampoco interesaba. Bastante tenían con inundarse de presente.

Enganchados al tren de la rebeldía, estos muchachos hacían jirones el pasado y lo hacían simplemente por eso, por ser pasado. Y, además, un pasado mísero y obsoleto. Cada día era como un regalo; había que vivirlo a tope, por si acaso, no fuera a ser que no hubiera otro.

“Imagina que cada día es el último que para ti alumbra:

Agradece el amanecer que ya no esperabas.”

                                                         Horacio (Epístolas I, 4,13)

Todos estos muchachos se movían al ritmo de sus inquietudes y de su música, estos jóvenes, más airados que nunca, no sólo miraban atrás con ira, sino que fueron capaces de llevar a la práctica lo que John Osborne y su grupo de escritores sólo ejercitaban intelectualmente. Llegaron a vivir en comunas, al margen de esta sociedad punitiva, practicaban una libertad, civil y sexual, que les ponía y colocaba y, como dijera un Wilhelm Reich reivindicado por la gauche divine europea, satisfacían “sus necesidades naturales naturalmente”. Además, se movían al primaveral ritmo -“Flower power”-, de una música electrizante y, para las muertas mentes, como sus oídos, de un establishment atolondrado, ensordecedora. “Somebody to love” de los floreados Jefferson Airplane pudiera ser el ejemplo que ilustrase ese sentir combativo, desprendido, alegre y lleno de libertad, donde la sexualidad se desparramaba a raudales como parte de una necesidad natural.

“Aquí el húmedo músculo del amor se aja y muere,

aquí estalla un beso en una cantera sin amor.

Oh, ved en  los muchachos los polos de la promesa.”

                          Dylan Thomas (Veo a los muchachos del verano)

Se les llamaba hippies y hacían honor a la etimología de la palabra. Hip se usaba en la jerga de los negros y significaba algo así como colocado; era el estado en que los dejaba la marihuana o el ácido. Se extendió, después, para estos nuevos profetas de la modernidad que aparecieron en los sesenta y, de alguna manera, la palabra los acabó poseyendo.

De cómo las drogas acabaron con aquel sueño de paz, amor y flores probablemente sepan mucho los servicios secretos, una inteligencia capaz de todo, hasta de introducir y suministrar drogas entre los jóvenes de medio mundo y, puestos a empezar, ¿porqué no empezar por aquellos primeros contestatarios -allí se inició todo- que se reunían en el soleado campus californiano de la Universidad de Berkeley?

“Me gustan las ideas de crear ruptura, de dar vuelta al orden establecido”.     Jim Morrison.

Mientras Huxley seguía elucubrando, desde la década de los treinta, pasado de ácido, sobre el feliz inmundo que se avecinaba en las páginas de un libro que era la mismísima encarnación de la antiutopía, aquellos jóvenes, que recién finalizaban el instituto, estaban a punto de hacer volar las conciencias relajadas de unos padres boquiabiertos que asistían atónitos a las maneras, tan distintas, con las que sus hijos pretendían cambiar un mundo -y caminar hacia la utopía de la hermandad- del cual no les satisfacía casi nada. Todo cambiaba para que nada permaneciera igual y no sólo, o quizás también, por contradecir a un noble siciliano como Lampedusa que hablaba, en la película de Visconti, a través de un sublime y venerado Burt Lancaster -sólo de viejo, pasado por el colador exquisito del Neorrealismo y de Malle, se hizo un actor inmenso-, con el irónico escepticismo del que está de vuelta y por encima, de todo.

“Si queremos que todo siga como está, es preciso que todo cambie”

                        Giuseppe Tomasi di Lampedusa (El Gatopardo)

  En este cambio social la música iba a tener un papel de rebeldía fundamental y así, mientras el gran Elvis se adocenaba en paupérrimas películas comerciales, antes de convertirse en una caricatura gorda, sudorosa y hortera, un negro de sangre india, como Hendrix, ya afilaba sus cuerdas para demostrar al mundo cómo electrizar a una dama -“Electric Ladyland”- y, por desgracia, para demostrar al mundo cómo acabar muriendo un frío mes de noviembre, con apenas veintisiete años, a pesar, o por el pesar, de acumular tanta experiencia -“Are you experienced?”-. Eran tiempos en que se caminaba sin mirar hacia ningún lado a velocidad de vértigo, destrozando guitarras contra los altavoces de cualquier escenario, entre las notas distorsionadas de una peculiar versión del himno del país de las barras y las estrellas.

“Están locos por vivir, locos por hablar, locos por salvarse, locos por moverse, con ganas de todo al mismo tiempo, gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes...”     Jack Kerouac (En el camino).

Tanto es así que algunos acabaron estrellándose. Con los años, la mayoría de los que empezaron a participar en los primeros compases del movimiento, empezaron también a pagar una factura que los llevó al abandono, cuando no a la muerte. En San Francisco, el enrollado barrio de Haight-Ashbury se va plagando paulatinamente de gente que deambula buscando su dosis de droga dura, enganchados a sus enfermedades de transmisión sexual. Con ellos, perece la fantasía de poder conseguir la paz a través del amor; todas esas utopías se desvanecen por el desagüe de la realidad que los consume. Con aquellos ingenuos muchachos, con sus adicciones, entraron las mafias en busca de su dinero sin importarles las consecuencias letales que conllevaba aquel negocio tan lucrativo. La libertad, tras la que se habían estrellado en su vertiginoso caminar, acabó convirtiéndose en unas férreas cadenas mortuorias y las drogas en sus verdugos. Nunca más pudieron volver a soñar con ser verdaderamente libres. Fueron sólo cadáveres, cadáveres olvidados y perdidos en el tiempo.

“Allí está mi patria, donde mi libertad”.     Benjamín Franklin.

Las comunas, donde se canta a la paz y al amor libre en torno a una hoguera se expanden a lo largo y ancho del mundo y con ellas, también proliferan las drogas, ya inseparables compañeras de esta nueva forma de vivir. Podemos afirmar, sin riesgo de error, que había más hierba en ellas que en todo el estado de Michoacán. Pero no todo, y sólo, eran las comunas, ni eran ellas tampoco lo que mejor expresaba el nuevo aliento fresco que llegaba. Había algo más, había algo de fondo en todo ello capaz de impregnar el ambiente de libertad y de hacerlo, además, en todos sus términos y a todos los niveles, sexual, política y socialmente. Se mezclaba con unos ritmos que dieron lugar a una música contestataria y rebelde, al mejor rock, heredero de tantas corrientes, fundamentalmente afroamericanas, con un fuerte radicalismo político que se vio perfectamente reflejado, allá por el 68, en la comuna donde vivían los MC5, grupo enardecido e incendiario donde los haya, surgido en la ciudad de Detroit, al amparo del rugir de los motores de sus numerosas fábricas de automóvil. Sus canciones, inspiradas por un iconoclasta John Sinclair, eran como puñetazos contra una sociedad anticuada, obsoleta y pasada de moda. Desde sus letras predicaban el amor libre, la revolución y el rock. Eran tiempos donde todo se podía dirimir entre la alegría de un gran campo de flores.

“A batallas de amor campo de pluma.”     Góngora (Soledades)

Eran tiempos donde aún no existía el látex y los colchones todavía se rellenaban con delicadas plumas de ave. Recuerdo especialmente al batería del grupo, Dennis Thompson, un músico bestial, capaz de imprimir tal ritmo a sus actuaciones que irremediablemente arrastraba al resto de la banda. Algo así como lo que representó Keith Moon para unos Who que nacieron al calor de 1.964. Pero no fueron los MC5 los únicos en vivir de esta peculiar manera. Vivieron como ellos, entre otros, formaciones como los virtuosos Traffic y los sicodélicos Grateful Dead. También pululó por Detroit la comuna de los Stooges, el grupo de Iggy Pop, un hombre poseído por el espíritu de la iguana y, a su vez, el mayor contorsionista que se haya visto sobre un escenario.

En cualquier caso, socializar la existencia era una apuesta diferente, así como el reflejo reivindicativo en el que se volcaban unas formas de afrontar la vida completamente distintas, más en la línea autosuficiente de las primeras comunidades cristianas. Era sin duda, en el caso de los grupos de rock, una manera de estimular la creatividad de los componentes del mismo. La gente que se acercaba a visitarlos sólo tenía que entrar, sin necesidad de aporrear la puerta, sentarse y esperar a que le pasaran la pipa; entonces ya podía ser y sentirse como uno más. Desde luego, era una ingenua manera de ver y sentir la existencia.

Tras los sesenta ya nunca nada volvió a verse y a ser igual que antes pues, sin haber llegado a nada, consiguieron lo más difícil, impregnar a la sociedad de una gran sensibilidad por los temas sociales, contribuyendo decisivamente al cambio de actitud de sus componentes ante las guerras, la educación, la liberación de la mujer e incluso ante aquello más etéreo y disperso como pueda ser una disposición distinta ante la vida. Nunca antes y nunca después, como al inicio de esta década, se vivió con un espíritu tan sincero, tan cercano a la esencia bondadosa del ser humano. Pero a su vez tampoco nunca se vivió tan al borde del abismo. Aquel sueño pronto se frustraría. Sólo tenían que esperar a ver y saber en lo que se podía convertir un yonqui.

“Pasé una noche a ti pegado como a un árbol de vida

porque eras suave como el peligro,

como el peligro de vivir de nuevo.”

                                 Leopoldo María Panero (Last River together)

Desconocían el laberinto de dolor y desesperación por el que habrían de caminar y tampoco sabían de la desidia y falta de voluntad a la que se verían abocados. Como verdaderos peleles, babeando por un pico, buscarían a sus camellos sin más horizonte que el rechinar de sus dientes en una boca cada día más despoblada. Estaban tan poseídos por las drogas y por la intelectualidad malentendida de Burroughs, que no fueron capaces de calibrar el desastre al que les iba a conducir única y exclusivamente, y es muy triste decirlo, su buena voluntad. Las drogas los arrastraron al abandono, a no sentirse dueños de sus destinos. Y no hay nada tan imprescindible, ni tan necesario, para el ser humano como no renunciar a su esencia, como no depender de nada ni de nadie.

“La cosa más importante del mundo es pertenecerse”.

                                                                                     Montaigne

La vida nos inunda de paradojas y mientras las enseñanzas de Gandhi penetran entre las nuevas generaciones de unos jóvenes que se divierten bailando descoordinadamente, tal y como les surge del alma, el siempre todopoderoso Congreso de los Estados Unidos de América se prepara para hacer bailar, al son de los bombardeos sobre Vietnam, a toda la población, civil o no, de aquel lejano país. Bien es verdad que la orden surge para represaliar al enemigo tras el ataque al destructor Maddox, pero las consecuencias de la decisión van a ser nauseabundas, así como uno de los ejes de todo el movimiento juvenil de la época que culminará, extinguiéndose por asimilación del propio sistema -aquello contra lo que tanto se luchó-, con el mayo del 68 en París.

Las protestas contra la guerra, primeramente las encabezarán casi espontáneamente un grupo de chalados melenudos, mal vestidos, amantes de las flores y las primaveras, que celebran sus días cantando al amor -al amor hacia todo en su afán panteísta- y ahora también a la paz. Pronto, a medida que se vayan conociendo las barbaridades del Napalm y las masacres de civiles junto, por si fuera poco, al masivo uso de productos defoliantes, destructores de la vegetación, los cultivos y el ecosistema, la indignación en el mundo será masiva, calando así mismo en su propio país, un lugar en el que se está acostumbrado a ganar siempre y en cualquier circunstancia y que no podrá resignarse, ni asistir impasible, a la derrota moral de su propia sociedad mientras presencia, con inmenso sufrimiento, la llegada de una enorme procesión inacabable de cadáveres de jóvenes compatriotas.

No podemos olvidar que aquella lucha por la paz empezó con este grupo de hombres, un poco bendecidos por la locura de los más cuerdos, a los que llamaron hippies. Representaban justamente lo contrario a lo que simbolizaban los valores tradicionales del espíritu de su propio país, traicionando por los cuatro costados el tan traído y llevado “sueño americano”. Su rechazo a la guerra irá inundando las calles de protestas pacíficas -como no podía ser menos-, pero eficaces, a las que se irán uniendo cada vez más voces y todo ello culminará, en una explosión colorista, con la masiva marcha del “verano del amor”, durante la cual sus participantes se convierten en auténticos “guerrilleros de la paz”.

A esta catarsis colectiva de paz y amor se sumarán las siluetas de personajes famosos, tales como la del gran campeón de los pesos pesados, el en otra hora llamado “loco de Louisville”, y ahora conocido por su nombre musulmán, Muhammad Alí. Su negativa a ir como soldado a la guerra le costará un calvario, comenzando por ser considerado un desertor y continuando por un ostracismo público y deportivo que se prolongará durante años. Regresará a los cuadriláteros, en los setenta, para darnos grandes veladas frente a otros dos grandes campeones, Joe Frazier y George Foreman.

Todo terminará con más pena que gloria, sin triunfos aparentes, sin descabalgar del poder a nadie; sólo algunos restos y rostros envejecidos del naufragio dan fe de aquellos años, pero su impronta, el espíritu de aquellos jóvenes, impregnará el futuro de las sociedades que surgirán tras la guerra del Vietnam, tras el mayo del 68, tras aquella marea que se inició en torno al rock y a este movimiento contracultural que empezó en el campus de la Universidad californiana de Berkeley.

A finales de los sesenta germinarán grupos que eclosionarán con potencia y decibelios bárbaros en los setenta. Irrumpirán en el panorama musical con una fuerza inusitada, con melodías brutales que girarán en torno a guitarras poderosas y con bajos y baterías potentes y avasalladoras. Ese tipo de música se conocerá y adquirirá el nombre de un personaje de una novela de Burroughs, heavy metal, y la liderarán grupos como Led Zeppelin, capaces de hacer, como casi todos los grupos de rock duro, las mejores baladas de la época -Stairway to heaven-, por obra y gracia de formar parte de sus bandas cantantes con voces privilegiadas, dotadas de unos agudos que serán otra de las características inherentes al heavy metal. Estas formaciones alcanzarán su máximo esplendor en los primeros setenta y no sólo aportarán una música estrepitosa y poderosa sino que darán lugar a un aspecto y a una forma de vivir característica y peculiar, en la que las largas melenas y el cuero negro crearán una estética propia que los identificará como una de las tribus más llamativas asociadas al rock. Sólo unos años después el punk dará una vuelta impensable de tuerca a esta moda, introduciendo en ella pantalones perfectamente ajustados a sus cuerpos perforados y demacrados, así como cabellos peinados y teñidos de manera tremendamente excéntrica.

El heavy fue la evolución natural y la salida del rock psicodélico y sinfónico, tal y como le ocurrió al grupo Iron Butterfly, quizá los primeros americanos herederos del espíritu de San Francisco en pasarse al heavy metal. Pero serán los geniales Jimmy Page y Robert Plant, líderes de los Zeppelin, los verdaderos reyes de esta atronadora música. Contemporáneos a ellos, aparecerán grandes grupos, como los Deep Purple, verdaderos héroes del “hard” más arrollador -Women from Tokio- y del riff más famoso de la historia -Smoke on the water- o los Black Sabbath del excéntrico Ozzy Osbourne -Paranoid-.

Pero la música en aquella década ya era un gran negocio que dirigían las grandes multinacionales del sector, abandonando definitivamente el halo romántico que la había acompañado durante los sesenta. Y con ella y con ese primer espíritu que tuvo el rock, también quedó atrás en el desgastado azogue del espejo todo lo que había surgido a su alrededor, como aquellas comunas autosuficientes, donde reinaba un colectivismo preciso, donde sólo se producía lo estrictamente necesario para subsistir. Comunidades que sólo salían adelante por un feliz, desinhibido y despreocupado dejarse ir -laissez faire-. De igual manera, atrás quedaron, junto a la sacerdotisa María Sabina, los hongos alucinógenos, inyectadores de longevidad, a ritmo de Monterey, la hierba mejicana, el ácido y los cadáveres de algunos ídolos, velados en el neoyorkino Chelsea Hotel.

Tras los primeros tiempos, tras el estallido hippie, tras el flower power, el mundo del rock se transformó en una gran industria, en un gran negocio capaz de mover grandes masas de personas y de dinero. Siguieron apareciendo buenos grupos, se siguió haciendo buena música pero, salvo la frescura suicida del movimiento punk -Patti Smith, Ramones, Pistols, Clash...-, que quiso poner en cuestión toda la sofisticación que había invadido el sistema, combatiéndolo bajo el lema “hazlo tu mismo”, no hubo ninguna inquietud seria que arrastrase de nuevo a la gente como en los sesenta.

Patti Smith, sin duda la reina de ese movimiento trasgresor, intentó mantener un mensaje lírico a través de las cuerdas duras de una guitarra. Con un sonido sucio y primitivo, que pretendía llevar el rock a sus raíces, Patti devolvió a la música la pasión y el desenfreno de un Rimbaud moderno, recién inmerso en el infierno, en su infierno personal. Con esas premisas y con su “Her heroes got wings” inaugura toda la escenografía que desembocó en el punk.

“Yo era un poco fantasiosa. Cuando era una cría me ataba trapos a la cabeza. Temía que por la noche se me escapase volando el alma. Que mi aliento vital se parase. Así que dejé las drogas y me lancé a una danza frenética total.”       Patti Smith.                                                            Luego vendrían un par de discos y su “Because the night”, escrito a medias, a través del teléfono, con un Bruce Springsteen que aún no era lo que llegó a ser.

Salvo estos destellos de independencia brutal, en los setenta un aire distinto inundó el ambiente del rock; todo cambió para ser un enorme y gran negocio que hacía creer y pensar a sus consumidores que aquello por lo que vivían y a lo que se entregaban en cuerpo y alma era un fenómeno marginal, cuando la realidad era que estaban manipulados y absorbidos absolutamente por el sistema que creían combatir. El sistema los asimilaba de una manera tan sutil que ni tan siquiera reparaban en ello.

En ese mundo de asimilación, por parte del establishment, en que se habían convertido el universo del rock, todo lo que hasta entonces había sido marginal y pobre comercio se convirtió en mercadería poderosa. Más allá de los millones generados por las drogas, florecieron al olor del negocio que generaban estas tendencias todo tipo de señuelos que se podían adquirir previo pago. Podían verse cientos de imágenes y anagramas progres asociados al rock, estampados en cualquier parte y en consecuencia podía verse desde una hoja de marihuana dibujada en una camiseta hasta las más variadas enseñas rockeras pintadas en todo tipo de trapos, cueros, anillos y cualquier objeto imaginable. Y de esta agresiva manera la industria, apoyándose en un marketing salvaje y descarado, inundó el mercado con la imagen del Che, con la de Mao, con la de Mick Jagger y con cualquier símbolo -desde el anarquista hasta el de la paz- capaz de traducirse en dinero. Todo por la causa que imponía el mercado.

El negocio de la progresía y sus aledaños convirtieron a estos líderes y a estos símbolos anticapitalistas en los mejores recaudadores de toda la historia moderna. Bien es verdad que todas estas paradojas ya no extrañan a casi nadie.

“En la construcción de la vida, lo que interesa no es el logro material de lo que se persigue, sino el actuar como se debe”.

                               Lucio Anneo Séneca (Cartas a Lucilio, LXXXV)

Los chavales que se identificaban desde su ingenuidad con estas tendencias, se convertían con toda su buena voluntad en abanderados de las causas que les imponían. Y así hasta hoy en día, en que los jóvenes son, de hecho, el sector social más estudiado y al que va destinado la mayor parte de los mensajes de la industria propagandística por parte de los mejores publicistas del mercado; en este caso, de un mercado, tan solo aparentemente, marginal, capaz de mover cifras escalofriantes.

“No hay mejor bandera que la que arde”.

 Juan Francisco Quevedo (Iconoclastia radical, inspirada por Jean Genet)

En ese universo de mánagers, publicistas, esteticistas, estilistas, técnicos en imagen, etc, en que se vio envuelto el mundo del rock y del pop pareciera que sólo John Lennon tuviera la suficiente independencia como para pasarse una semana en la cama, a favor de la paz, sin que nada de esto le preocupase lo más mínimo.

“Todos hablan de

mochilas, greñas, rollos, locos,

harapos y marcas.

De esto y aquello,

modas, modas y más modas.

Todos hablamos

de darle una oportunidad a la paz.”

                             John Lennon (Dále una oportunidad a la paz)    

A pesar de todos los pesares, en los setenta surgirán grandes cantantes y grandes grupos -Queen, Dire Straits, Bruce Springsteen...- pero ya nada volverá a ser como en aquella década en que se sintió que el mundo se podía cambiar simplemente con buena voluntad, mucho amor y toda la paz interior que fluía a través de las mentes de aquella generación perdida, aunque no olvidada. Los movimientos espontáneos que utilizando la música como estandarte arrastraron a la juventud del planeta han desaparecido, o están a punto de hacerlo y, con ellos, no sólo desaparecieron Hendrix, Morrison, Brian Jones, Keith Moon, Joplin, Syd Barrett y tantos otros sin nombre a quienes mató, o anuló -casi es peor-, la dura experiencia de vivir desenfrenadamente, sino que se llevaron por delante la emoción y el sentir de toda una generación de idealistas rebeldes sentimentales que, por un momento, creyeron en la utopía de un mundo mejor así como en una armonía vital que les condujese directamente a la felicidad.

“Todo mi ser se encuentra en una armonía perfecta...

Espero todo el futuro.”      Schiller

En torno a este mundo de la música, y más concretamente del rock, surgirá una nueva estética, zarrapastrosa y desaliñada, muy alejada de la estética estudiada y de marca, también desaliñada, aunque no zarrapastrosa, de hoy en día. Era una anti moda liberadora y llena de autenticidad, sin anagramas en la solapa, que daba la espalda a todo lo que olía a nuevo y recién empaquetado. Sólo se buscaba una comodidad que, en sus formas y colores, fuera capaz de conjuntarse con la luz virginal de la primavera. Flores, amor y una paz ruidosa acompañaban incluso aquella manera de ir y vestir por el mundo. La sociedad consumista los miraba con recelo, mientras los acechaba y estudiaba como futuras víctimas.

“Sabíamos como cambiar el mundo, pero quienes lo controlan también lo sabían; asimilaron lo menos peligroso para su cultura consumista y reprimieron lo más liberador de la nuestra… Se apropiaron de las celebraciones de masas que habíamos creado, las pervirtieron, las deshumanizaron…”           John Sinclair

Pronto la sociedad opulenta del consumismo más desenfrenado asimiló todo aquel desfase, incongruente y libre, y lo convirtió, cómo no, en un gran mercado alternativo y millonario, en el que juegan con la ingenuidad y el altruismo filantrópico de unos jóvenes que se adhieren a la causa del consumo, a través de un engaño sigiloso pero implacable, mientras les hacen creer que van en su contra. Luego, más tarde, vendría el descaro, con una avalancha comercial inusitada, una publicidad desenfrenada y un mercado despiadado imponiendo sus reglas logotipadas, su ropa deportiva y sus anagramas, donde conviven, en una igualdad aparentemente desigual, el signo de la paz con un lagarto imposible sin el menor de los sonrojos. Parece que todo está bien, parece que todo vale, incluso moral y éticamente. Pero este desaguisado al que hemos llegado, en el que todo y todos parecen iguales a todo y a todos, vino bastante después. Sólo es una falacia, una pura apariencia, la fachada que pervive única y exclusivamente en el escaparate de la vida, en el escaparate de una falsa sociedad que aparenta que no existen grandes diferencias sociales, en la que hacen creer a los más desfavorecidos que se pueden igualar, a través de la uniformidad, con aquellos que no necesitan nada. Pero lo verdaderamente cierto es que no vale lo mismo el “aparentemente” mismo pantalón, comprado en un popular centro comercial que en una prestigiosa tienda de firma. Al final, el pez grande sigue comiéndose al chico, tal y como lo viera el gran Alejandro en su imaginado viaje al fondo del mar, donde confirma lo que ya el viejo Pericles predicara en la vieja Atenas.

“… notó como los grandes comían los menores,

los chicos a los grandes tenían por señores;

los fuertes maltrataban a todos los menores.”

                                                        Libro de Alexandre

No obstante, y a pesar de todo, de todo el gran negocio en que se acabó convirtiendo toda aquella música y todas aquellas ideas de ruptura, frescas e innovadoras, el influjo de aquellos que nos precedieron llegará hasta nuestros días a través del mensaje que transmitieron, un amor por la paz y la naturaleza inconmensurable, una actitud ante la libertad de la mujer nunca antes conocida y un cambio en las relaciones sociales donde el diálogo y la tolerancia se imponen sobre el viejo “ordeno y mando” que había imperado desde el principio de los siglos. Por otro lado, se produjo un cambio extraordinario en la manera de relacionarse el poder y los gobiernos con sus ciudadanos, volviéndose más transparentes y dando una gran importancia a las libertades individuales. Por no hablar de cómo cambiaron las relaciones personales en todos los ámbitos. Las relaciones paterno-filiales se hicieron más cercanas, abandonando aquel autoritarismo a ultranza que nos llegaba a través de la escuela, la universidad y cualquier esfera de poder, por muy cotidiana que fuera. Se produjo una gran paradoja: aunque nada cambió de inmediato, después de aquellos años nada volvió a ser igual.

Por tanto, aquel influjo de aquellos primeros idealistas ha calado en las sociedades futuras hasta tal punto que hoy en día seríamos incapaces de reconocernos en ellas. Aquel sacrificio no fue en balde.

Juan Francisco Quevedo 

 


LOS INDECENTES PARECIDOS DE ALGUNOS MIEMBROS DE LAS DINASTÍAS REALES

 

En los tiempos en que reinaban en este país Carlos IV y María Luisa de Parma pululaba por la corte madrileña la esposa del embajador inglés en España, una mujer muy curiosa, muy letrada y muy dada a poner en papel todo aquello que observaba. Se llamaba Elizabeth Vassall Fox y era conocida como Lady Holland. Tuvo la gentileza de dejar escritos para la posteridad unos diarios muy sustanciosos sobre su estancia en España. En ellos aparece una expresión muy afortunada que ha pasado a la historia, aunque digamos que se suele situar más al margen de la misma, más en lo que podríamos denominar cotilleo histórico.

Y esta locución feliz surgirá espontáneamente cuando la esposa de un alto dignatario ruso pregunte a Lady Holland qué impresión le ha causado la familia real. Por la contundente y notoria contestación que la aristócrata británica brindó a su, suponemos, atónita interlocutora, quedaba meridianamente claro que ella no era la diplomática. Bien al contrario, a juzgar por la respuesta parecía que no tenía ni pelos en la lengua, ni ganas de contenerse en la descripción fisonómica que estaba a punto de realizar con su agudo e hiriente comentario sobre alguno de los vástagos reales.

“Muy buena, salvo el indecente parecido de los Infantes Francisco y María Luisa con el favorito”.

Era más que evidente que nuestra ilustre dama no parecía hacer gala  de la tan llevada y traída típica flema británica.

El favorito al que se refiere Lady Holland en su despiadada coletilla es Manuel Godoy, amante de María Luisa de Parma, la ardiente y displicente esposa de Carlos IV. Godoy, al que se le conocerá como Príncipe de la Paz, era un hombre que no sólo ejercía la privanza en la alcoba real sino que gozaba de la simpatía y la cordialidad del marido cornudo; es decir del ingenuo y consentidor rey de España. Un monarca, por cierto, que fió los destinos del país al buen entender de su querida y promiscua esposa. En esas circunstancias, emergería casi de manera natural la figura de un hombre, Godoy, que haría volver al país a la época caduca y desfasada de los validos, más o menos refinados, de los Austria, aunque en este caso, dado el doble sentido adquirido, ya que gobernaba el país y a la reina, quizás sería mejor llamarlo favorito. Y curiosamente favorito de ambos, tanto del rey como de la reina, si bien mientras que con ella retozaba, con él jugaba al ajedrez.

Ese hombre rigió los destinos del país contentando a la reina en la alcoba y siendo el gran amigo del ignorante consentidor, el rey Carlos IV, en la vida pública.

Entre los tres formaron una peculiar sociedad que, como a la reina María Luisa le gustaba decir, mientras paseaba por los jardines reales del brazo de Godoy y de su marido, pareciera aproximarse a la divinidad y su misterio: “Somos la Trinidad en la tierra”.

Claro que el pueblo, con mucha sorna y socarronería, no lo veía de una manera tan idílica y se refería a esa “Santísima Trinidad” de manera disociada, llamándoles a cada cual por la forma en la que los veía, es decir como “La puta, el cabrón y el alcahuete”.

Dos maneras bien distintas de contemplar la misma escena.

El caso es que en ninguno de los supuestos es baladí la pretendida paternidad de Godoy, ya que de ser cierta la perspicacia fisonómica de lady Holland se puede afirmar, en virtud de las alianzas matrimoniales posteriores, que por las venas de los borbones contemporáneos corre la sangre del que fuera glorioso Príncipe de la Paz. Es más, Godoy habría sido, ni más ni menos, que el bisabuelo de la reina Isabel II.

 

Quizás le tengamos que agradecer al valido cierta limpieza de sangre; aquella que no lograron los Austria y los llevó a su desaparición en la persona, por llamarlo de alguna manera, de Carlos II, El Hechizado.

Y es que la consanguineidad tiene un peaje inexcusable.

Curiosamente, y para corroborar “el indecente parecido” al que hacíamos alusión, podemos comentar brevemente uno de los grandes cuadros de la pintura universal. En el famoso lienzo de Goya, La familia de Carlos IV, se ha de poner de manifiesto esa habladuría.

No sabemos si con toda la intención, o producto de una casualidad impensada, el pintor coloca a la reina María Luisa en el centro de la composición. Lo hace dando la mano al pequeño infante Francisco de Paula, mientras que con su otro brazo acoge a la infanta Isabel, precisamente los dos hijos del valido y, supuestamente, los más queridos por la reina. Y Goya, con su genio y perspicacia, así nos lo hace ver en la disposición que ejecuta del famoso cuadro. Toda una descripción psicológica realizada por la clarividencia y sagacidad del pintor.

No podemos olvidar que se trata de un cuadro que jamás ha dejado indiferente a nadie; es el momento de recordar las palabras de Renoir al contemplar por vez primera el lienzo de Goya: “El rey parece un tabernero y la reina una mesonera”.

En cualquier caso, aunque Godoy fuese el padre biológico de los dos infantes, la paternidad legal, que al fin y al cabo es la que cuenta, incluyendo los derechos sucesorios, se le adjudica al rey Carlos IV. Y se hace aplicando esa máxima que dice que aquello que nace en casa, de casa es y en casa se queda. La paternidad la asume el marido independientemente de que sea el padre o no.

Es decir, una versión castiza de la cláusula del código napoleónico que más ha hecho reír a muchos crápulas del estilo de Godoy y que más conflictos caseros ha evitado. Textualmente decía:

“Tout enfant né dans le mariage a pour père le mari”

(“Todo niño nacido en el matrimonio tiene como padre al marido”)

Y punto.

No fue el único rey que hubo de aceptar hijos concebidos por el favorito de turno y si no, no habría más que remitirse al rey consorte Francisco de Asís, melifluo esposo de la reina Isabel II, que hubo de aceptar como suyos, a cambio de no pocas prebendas, a unos cuantos. Entre ellos, al que reinaría con el nombre de Alfonso XII.

De hecho, el único hijo que posiblemente fuera suyo, en dura competencia con el privado de turno, por entonces el marqués de Bedmar, morirá poco después de su nacimiento, acaecido un  12 de julio de 1850. Se llamará Fernando y será el primero de los doce hijos que dará a luz la reina. Morirá poco después del apresurado bautizo. En su muerte, el rey Francisco de Asís, haciendo uso de toda su teatralidad y, quizás, conmovido, al pensar que él pudiera ser el padre de la criatura, nunca se sabe, cortó un mechón de cabello al infante muerto y mandó que se le sacase una mascarilla, haciendo, a su vez, moldear en yeso y cera el cuerpo del infante muerto. Genio y figura.

Tras diversos partos, verá la luz del sol el que reinará como Alfonso XII, el hijo que la reina supuestamente tuvo con Puig Moltó. Precisamente se da la circunstancia de ser este monarca, en la pura legalidad dinástica, que no sanguínea, el rey más Borbón de todos cuantos hayan existido. De hecho, Alfonso XII, es oficialmente el más Borbón de cuantos borbones han sido, ya que llevaba el Borbón en sus dieciséis primeros apellidos; ahí es nada.

Claro, que este Borbón no lo sería tanto en un análisis genético de laboratorio, ya que estaba purificado al parecer, primero y en sus ascendientes más lejanos, por la vía expeditiva de los cuernos, por Godoy y después, por Puig Moltó, que ostenta la supuesta paternidad de Alfonso XII.

En cualquier caso ambos favoritos hicieron esa limpieza de sangre, esa diálisis que, aunque oficiosa, fue necesaria, para intentar regenerar esta especie dinástica venida a menos.

En fin, quizás convenga no indagar demasiado sobre esos indecentes parecidos, y tal vez no tan sólo en los que dijera Lady Holland, para no llevarnos demasiadas sorpresas. Las que a veces nos da la vida.

Juan Francisco Quevedo

 


LA EMIGRACIÓN MONTAÑESA - LOS INDIANOS

 

HACER LAS AMÉRICAS”

 

El flujo de jóvenes montañeses hacia América se remonta a los años del Descubrimiento, si bien es cierto que no se dará como tal hasta mediado el siglo XIX. El más veterano e ilustre de los viajeros fue el santoñés Juan de la Cosa, propietario y maestre de la nao Santa María, que acompañó a Colón en su primer viaje, siendo el más antiguo de los paisanos en emprender esta aventura. A los aguerridos marineros cántabros que le acompañaron en el viaje, les siguieron aquellos que contribuyeron a su conquista, como fue el caso de Juan de Escalante, uno de los dieciséis jinetes que escoltó a Hernán Cortés durante la conquista de México y a quien éste presentaba como si fuera un hermano.

Posteriormente, fueron llegando desde nuestra tierra soldados, marinos, clérigos y hasta virreyes, sin olvidarnos de los maestros canteros, que tanta fama tenían, y que con sus habilidades contribuyeron al embellecimiento de las nuevas ciudades que se iban fundando. Pero no será hasta la mitad del siglo XIX cuando la emigración se imponga como una necesidad perentoria ante la palpable falta de recursos para abastecer dignamente a una población cada vez más numerosa en nuestra región.

Al empobrecimiento, sobre todo de las zonas interiores de Cantabria, entonces conocida por La Montaña, como primer factor que desencadenará el flujo migratorio hacia América, se sumará, en el último cuarto del siglo diecinueve y primera parte del veinte, otro elemento que hará que los chicos en edad de quintas sientan la imperiosa necesidad de esquivar el servicio militar, las guerras coloniales. Nuestros jóvenes se veían obligados a luchar en lugares lejanos, desde Cuba a Filipinas, pasando por el norte de África, en los numerosos conflictos bélicos que España tenía abiertos, en unas condiciones precarias y penosas, siendo diezmados tanto por las veleidades propias de la contienda como por las numerosas enfermedades, algunas de ellas endémicas, como la malaria, que les asolaban. Y aunque esta última no fuese la razón principal de la emigración masiva, fue tan significativa y numerosa que bien merece un comentario extenso.

Para entender lo que aconteció -las considerables deserciones que tuvieron lugar en aquellos años entre los jóvenes montañeses que estaban a punto de incorporarse a filas-, hay que tener en cuenta el contexto de la época que les tocó vivir y situarse en ella. No podemos obviar, ya que es el motivo capital del éxodo, la existencia de un servicio militar injusto, que podía durar hasta ocho años. A ello habría que añadir el peligro más que probable de ser destinado a las zonas más conflictivas, lo que suponía una muerte casi segura o, en el mejor de los casos, un regreso con todo tipo de taras, tanto mentales como físicas. No hay más que ver las fotos de un ejército de desvalidos que desembarcaban, tras la repatriación de la guerra de Cuba en 1898, en el puerto de Santander. Una ciudad que atónita iría contemplando cómo llegaban a sus muelles y a la bahía los desastrados, enfermos y tullidos soldados que regresaban de intentar mantener los últimos restos de un imperio que ya se había desmoronado hacía varios siglos. En apenas un año, el del bien llamado “Desastre del 98”, tuvo lugar la repatriación de más de 30.000 soldados a través de nuestro puerto.

Heridos, cabizbajos, desmoralizados y aquejados de todo tipo de patologías, tanto físicas como síquicas, fueron atendidos con generosidad, dedicación y entrega por una ciudad conmovida ante la tragedia humana de aquellos jóvenes desamparados, provenientes de Cuba; lo mejor de nuestra patria. Habían sido enviados a una lucha perdida de antemano en unas tierras de las que sólo habían oído hablar desde el misterio de lo lejano y recóndito, ya que la mayoría de ellos no habían salido jamás de sus pueblos.

Por otro lado, y no es baladí precisamente, a los años de servicio militar en las numerosas guerras existentes, se añadía la injusticia flagrante de que el cumplimiento de este deber recayera casi exclusivamente entre los muchachos más desfavorecidos social y económicamente. Esto lo analizaremos con datos reales y veremos cómo los hijos de las familias pudientes no se incorporaban a filas.

Sólo había dos maneras de eludir “la mili”, una de ellas era la exención directa por pago en metálico al estado de una cantidad sólo al alcance de los más pudientes que, en aquel final del siglo diecinueve, ascendía a unos doce euros actuales-2000pesetas-, un auténtico capital para los tiempos que corrían. Sirva como referencia que en el Madrid de cambio de siglo, el salario diario medio de un varón adulto era de 3,50 pesetas.

La otra manera de evitar las milicias era pagar a sustitutos para que la hicieran por aquellos que recurrían a tal, digamos, aprovechamiento de la debilidad ajena. Estaban dispuestos a abonar una buena cantidad por ello; como es de suponer, el que accedía al intercambio-dinero por años de servidumbre al ejército- siempre provenía de las clases más humildes y empobrecidas de la sociedad montañesa. Este otro modo de driblar el servicio militar era un poco más económico que el anterior, pero muy caro aún para una gran parte de la población, aunque sí lo suficientemente jugoso como para que otros más necesitados lo aceptaran. El coste de esta transacción humana rondaba los seis u ocho euros-entre 1000 y 1300 pesetas-.

Para valorar la repercusión que tuvo sobre los muchachos más desfavorecidos, baste decir que entre el 1 de marzo de 1895 y el 1 de marzo de 1897, en el período más angustioso de las guerras coloniales, unos 45000 reclutas se libraron del servicio pagando su exención.

Claro está, había una tercera vía para evitar el cumplimiento del servicio militar que, aunque era ilegal, muchos jóvenes optaron por ella, la deserción. Esta drástica determinación será la tabla de salvación a la que se aferren muchos mozos de la época, en especial aquellos que pertenecen a una de las clases sociales más castigadas, el campesinado. Teniendo en cuenta que a finales del siglo diecinueve un pasaje Santander-La Habana costaba poco más de un euro-200pesetas-, la elección para aquellas familias sin grandes posibles estaba clara. Era la única opción que les quedaba para librarse de una muerte más que probable.

Pero veamos con datos fehacientes como repercutió, según su procedencia geográfica, la manera de esquivar las milicias en la población pendiente de incorporarse a filas en la actual Cantabria. En el reemplazo de agosto de 1875, de los 1528 cántabros llamados a cumplir con la patria, cerca de 500 compraron la exención directa, perteneciendo la mayoría de ellos a los municipios de Santander, Torrelavega o de la costa. De ese reemplazo, del orden de 520 no se presentaron y fueron declarados prófugos, siendo la mayoría de las zonas interiores de la provincia, con lo que queda muy clara la distribución geográfica de esta emigración forzada. Los que se fueron a “hacer las Américas” procedían en su gran mayoría de las zonas rurales. Esta tendencia no cambió con el transcurso de los años y así podemos comprobar cómo entre 1912 y 1920 casi diez mil cántabros optaron por fugarse para eludir el servicio militar.

A comienzos del siglo XX, ante las trágicas noticias que llegaban de África, fueron las madres montañesas las que más estimularon a sus hijos para huir del país, ya que preferían tenerlos vivos y en tierras remotas, como eran las del lejano continente americano, que cerca pero enterrados en el bello desierto africano. Así que, a su pesar, estas familias los embarcaban, aún con el biberón de la adolescencia en el bolsillo, en esta incierta aventura. La familia se sacrificaba para conseguir el pasaje y generalmente lo hacía desprendiéndose de alguna cabeza de ganado; así en 1917 con la venta de un jato se solía sufragar un billete en tercera ordinaria aunque, por la subida de precios, ya en 1920 el embarque  costará el equivalente a una buena vaca, es decir unos 3,70 euros-600 pesetas-. A aquellos padres no les importaba sacrificar una buena parte de su patrimonio, a pesar del esfuerzo que les suponía, con tal de poner a alguno de los miembros de su prole a salvo.

El drama de la emigración afectó no sólo a los jóvenes que esquivaban el servicio militar sino que aquejó a otros muchos que abandonaban su tierra en busca de nuevas oportunidades y huyendo de la miseria. De hecho, entre 1900 y 1920, de los 42000 cántabros que emigraron, sólo una cuarta parte, y no por ello deja de ser tremendamente significativa la cuantía-unos 10000-, lo hizo para evitar acudir al servicio militar obligatorio.

El desarraigo y el sufrimiento de los emigrantes y sus familias son tremendamente elocuentes en sus propias cifras; entre 1845 y 1936 se estima que alrededor de 195000 montañeses abandonaron su tierra para “hacer las Américas”. Una cantidad que, trasladada a seres humanos, la hace aún más escalofriante y apabullante que lo que el dato en sí ya representa.

Todos estos jóvenes montañeses que fueron declarados desertores, se convirtieron de inmediato en prófugos de la justicia española. Algunos no pudieron regresar jamás a su tierra y otros hubieron de esperar durante décadas para poder hacerlo; los más afortunados apenas unos años. En cualquier caso, legalmente no pudieron volver a España hasta 1927, año en el que el gobierno del general Miguel Primo de Rivera, aún con Alfonso XIII como rey de España, decretará una amnistía para los desertores del servicio militar. Los importantes ingresos que llegaban de Cuba, México y demás países donde habían acudido en busca de fortuna, y la presión que desde su nueva posición podían ejercer algunos de ellos-los más afortunados- llevó al gobierno a encontrar una solución y no fue otra que la amnistía total, previo pago de una cantidad económica que satisfacían gustosos.

De cada barco que salía del puerto de Santander a principios del siglo veinte, atestado de jóvenes ilusionados, rumbo a La Habana y a Veracruz fundamentalmente, sólo unos pocos de aquellos muchachos habrían de regresar peinando canas y enriquecidos a sus lugares de origen, a sus pueblos del alma, como previamente ya lo habían hecho otros paisanos. Ahora bien, la mayoría de los que partieron a tierra extraña se quedaron en ella sin poder regresar jamás,  de hecho permanecen perdidos en la memoria de una historia que nunca se ocupó de ellos; su recuerdo desapareció en las tierras lejanas a las que se vieron forzados a partir y a morir. El estremecedor recuerdo de estos hombres me trae a la memoria un triste y emotivo poema de Rosalía de Castro, “¡Volved!”, que se encuentra en su libro En las orillas del Sar:

“Bien sabe Dios que siempre me arrancan tristes lágrimas

aquellos que nos dejan

pero aún más me lastiman y me llenan de luto

los que a volver se niegan.

… ¡Partieron!... ¿Hasta cuándo?

¡Qué soledad! ¿No volverán, Dios mío?

Sin embargo, aquellos pocos que hicieron fortuna, al regresar, se afanaban en dar una parte de sus caudales a sus paisanos; querían recompensarlos de algún modo y sentirse felices de poder hacer algo por sus vecinos, por su tierra. Y lo solían hacer contribuyendo, como grandes mecenas, al desarrollo social, cultural y económico de sus pueblos, construyendo escuelas, caminos, puentes, así como fundando industrias y haciendo aportaciones generosas a toda clase de eventos pero, es de destacar, sin excepción, que todos ellos mostraron un gran interés por contribuir a que los niños de sus pueblos estudiasen y tuvieran una formación cultural.

Por otra parte, aquellos más pudientes de entre ellos, no sólo ayudaron al avance de su pequeño pueblo o comarca sino que su generosidad fue decisiva para que la mejora llegase a los habitantes de toda “la tierruca” y la auxiliaron abriendo desde grandes hospitales hasta universidades. No es cuestión de mencionar nombres que todos los cántabros tenemos en la memoria.

Cuando regresaron de “hacer las Américas”, a todos estos hombres que marcharon de niños y que, al retornar, tanto hicieron por su tierra, se les conoció como los indianos.

Se fueron con el sonido de las campanas de su pueblo resonándoles en el alma y se pasaron la vida recordando su tañido. Aquellos que juntaron un buen capital, regresaron felices de poder volver a escuchar su repicar. Y una vez aquí, venían con sus trajes inmaculados, de lino blanco, y con sus sombreros de paja, haciendo juego con el níveo del traje. En aquellos años estaba de moda ir acompañados por un bastón, aunque no se necesitara. Aquí se construían sus casas, dando lugar a una característica arquitectura plena de sabor colonial que hoy embellece hasta el último rincón de nuestra tierra. Su aportación económica fue vital, hasta el extremo de que con sus contribuciones cambiaron, en muchos casos, la economía del lugar de origen. Se convirtieron en grandes impulsores económicos de sus terruños y además se caracterizaron por ser altruistas y generosos con sus lugares de nacimiento.

Y todo lo hicieron por una sola razón, por el amor que sentían por su tierra. Por una tierra como la nuestra, empedrada con la huella de los indianos.

Juan Francisco Quevedo


JOHN F. KENNEDY

55 AÑOS DESPUÉS DEL MAGNICIDIO

 

Nunca se conformó el bostoniano Joe Kennedy, padre de J.F.K., con ser uno más en los Estados Unidos de América. Ni él ni su mujer Rose. Lejos quedaban los tiempos en los que sus abuelos tuvieron que emigrar de Irlanda para evitar y sortear la hambruna que se cernía sobre aquellas tierras, muy lejos quedaba ya aquel año de 1849 en el que sus antepasados arribaron a las costas americanas en busca de algo tan elemental como subsistir. Poco supo Joe Kennedy de aquellos sinsabores, más allá de las historias familiares que él ya escuchaba como algo remoto, como una reliquia sumergida en la neblina del pasado. Su padre, Patrick J., era un empresario que saboreaba las mieles del éxito comerciando con licores y flirteando con el Partido Demócrata local; se había encargado, con un poco de suerte y mucho trabajo, de forjar en sus destinos el sueño americano.

El joven Joe Kennedy, futuro padre del primer presidente de origen irlandés de los Estados Unidos, recibió una inmejorable educación en Harvard, donde además se percataría de la eficacia punitiva del mejor y más genuino puritanismo sajón; allí, en aquella elitista institución educativa sufriría el primer y probablemente único revés que le dispensaría la joven sociedad americana. Eso sería algo que jamás perdonaría ni olvidaría; fue rechazado por un miembro de una fraternidad del campus por su origen, por el de aquellos abuelos irlandeses que llegaron a buscar nuevas oportunidades. Nunca se sintió más orgulloso ni más decidido a reivindicar sus orígenes, tanto religiosos como culturales.

Quizás esta contrariedad fuera el germen, la semilla que determinó su empeño en influir políticamente en el destino de su país, quizás fuera lo que le llevó a esforzarse con ahínco en un proyecto inverosímil, hacer que uno de sus hijos, católico y con ascendencia irlandesa, llegara a la presidencia del gobierno más poderoso del orbe. Y por qué no, se diría; al fin y al cabo él bien sabía lo que su familia había conseguido en apenas dos generaciones. Todo era posible en América.

El camino sin duda era largo y la tarea laboriosa. Para ello contaba con su fiel Rose, con la que se había casado en 1914, cuando era la hija mayor del alcalde de Boston, John F. Fitzgerald.

El primogénito de la pareja, Joseph Patrick Jr. era el elegido para tan ardua empresa, era el joven al que preparó con esmero para que pudiese ser todo lo que él jamás pudo aspirar a ser. Los tiempos eran otros y el viejo Kennedy creía ver con claridad que había llegado el momento de que un descendiente de irlandeses católico ocupase la Casa Blanca.

No sería así; al menos no con su primogénito, que moriría en una misión especial durante la Segunda Guerra Mundial. Fue considerado un héroe nacional. Un héroe para su país y una tragedia absoluta para su familia, una familia que sufriría lo que comenzaba a llamarse la maldición de los Kennedy; algo que había comenzado no con la muerte del primogénito sino con el internamiento en un siquiátrico, por culpa de una lobotomía, de Rose Marie, una de las hijas del matrimonio. Allí permanecería durante más de sesenta años, desde 1941 hasta su muerte en 2005. La lista de desgracias acaecidas en la familia sería interminable pero sin duda culminaría con el asesinato, tanto de John, cuando era presidente de la nación, como de su hermano Robert poco después. Nadie duda ya del sino inequívoco de una familia abocada a la tragedia.

Pero vayamos con John, aquel joven que se vio obligado a recoger el legado que se había encomendado a su hermano muerto. Era el segundo de los nueve hijos que tuvo el matrimonio. Este joven que había nacido en 1917 se graduó en Choate en 1935  y en el anuario de fin de curso pusieron, como algo premonitorio, “El que tiene más probabilidades de llegar a presidente”. Posteriormente, fue a la Universidad de Harvard, donde se graduó cum laude con una tesis que llevaba por título, “Por qué Inglaterra se durmió”. Reflexionaba sobre el papel de Inglaterra en los Acuerdos de Múnich de 1938. Tras publicarla se convirtió en su primer gran éxito. Durante la Segunda Guerra Mundial, se alistó en la Marina americana, siendo condecorado en diversas ocasiones y regresando a su país como un héroe nacional, como lo fuera su hermano mayor, sólo que vivo.

Con la muerte de su hermano y el final de la guerra, tanto él como su familia se centraron en su carrera política para catapultarle a la presidencia. Lo tenía todo, fama, presencia y dinero. Sólo le frenaba su religión y su origen. Tuvo la suerte de pertenecer a una época en la que la imagen comenzaba a marcar los destinos de la sociedad de consumo; lo era todo y también en política. Primeramente fue elegido congresista y posteriormente, en 1952, senador. Su horizonte político parecía no conocer límites terrenales.

La carrera presidencial, en plena guerra fría, no tardó en llegar para él al imponerse en las primarias como candidato por el Partido Demócrata. El mundo parecía estallar y mientras que Kennedy competía con el republicano Nixon por la presidencia, Rusia y Estados Unidos estaban en otras carreras, la armamentística y la de las estrellas.

Fue el níveo país de la hoz y el martillo el que pegó un fuerte aldabonazo en el cedazo lunar y en los morros de una América confiada a su buena estrella, al conseguir alunizar en su gruyerizada superficie el primer cohete. La carrera espacial no había hecho más que comenzar. Los líderes de los dos bloques en que se hallaba dividido el mundo, tras la segunda guerra mundial, se amenazaban continuamente con misiles nucleares y se entretenían lanzando Sputniks y Apolos al espacio. Era evidente que para estos dos colosos la tierra se había convertido en una pequeña bañera, incapaz de albergar los egos megalómanos de estos visionarios. La conquista de las estrellas parecía una empresa a la altura de unas miras sumamente, nunca mejor dicho, elevadas. La chatarra espacial no había hecho más que comenzar a girar sobre nuestras indefensas cabezas de turco.

La competición ruso-americana por la conquista del espacio -“Aquellos chalados en sus locos cacharros”- me trae a la memoria la historia de la carrera del siempre veloz Aquiles, aquel al que llamaron “el de los pies ligeros”, y de la lenta tortuga. En ella, Aquiles siempre recorrería la mitad de lo andado por la tortuga, una y otra vez, de tal manera que siempre le resultaría imposible alcanzar a la tortuga.

Desde luego, ninguno sería capaz de conquistar el inmenso espacio en el que no somos más que una pequeña mota de polvo; toda esa parafernalia de NASAS y lanzaderas responde a una inmensa mentira que se desparrama entre la inmensidad de un Universo que nos mueve a su capricho. Pero, en fin, algunos quieren jugar a ser Dios y, entre fanfarronadas espaciales, se presentan ante el mundo tal y como Ulises se presentó, en el texto de Homero, a los faecios.

“Soy Ulises, el hijo de Laertes, conocido entre los hombres por los muchos ardides; mi fama ha llegado al cielo.”

A pesar de sus pretensiones lo cierto es que todos ellos reposan en la tierra, muy lejos de ese cielo al que intentaban ascender.

En esas estábamos cuando el gran encanto de los Kennedy, de John, ese play-boy liberal metido a político, asomaba a escena por entre las bambalinas del Partido Demócrata. Estaban a punto de lanzar al corazón de América el discurso de “La Nueva Frontera”, el discurso con el que conquistaría la voluntad del llamado mundo libre.

“Nos hallamos hoy al borde de una nueva frontera, la frontera de los años 60, una frontera de posibilidades desconocidas y de peligros desconocidos (...) La Nueva Frontera está ante nosotros, lo queramos o no...”

Toda esta aparente lucidez, aliñada de grandilocuencia edulcorada, sólo era la avanzadilla de lo que los tiempos de la imagen y el marketing estaban a punto de hacernos llegar y de hacernos tragar. Una nueva época, en la manera de abordar y asaltar, dulcemente, los hogares, en la forma de penetrar en las mentes y en las conciencias de la gente, acababa de irrumpir y se aprestaba a invadir nuestras vidas con la fuerza devastadora de un ciclón. Era, también, la otra cara del llamado por Juan XXIII “signo de los tiempos”, con toda su carga de manipulación. Su maraña se teje sin descanso, extendiéndose hasta nuestros días.

“Cuando la televisión informa sobre algún hecho marginal, en ese momento deja de serlo.” Carl Bernstein

Tal es el poder de mitificación de lo que nos quieren hacer ver como correcto que aún hoy, después de haber transcurrido más de cincuenta años, perdura aquella imagen adorable del presidente J.F.K. Nos dicen, llevó al mundo y, en especial a su país, a liderar un gran cambio social. Pero la realidad es que sólo cambió el envoltorio; todos eran más guapos, más telegénicos y sólo decían aquello que los ciudadanos querían oír. Pero la desnuda verdad es que la situación en el mundo no hizo más que empeorar, aunque justo es reconocer los avances en la lucha por los derechos civiles de las minorías y, en especial, de la minoría negra, oprimida medieval y salvajemente en los contradictorios Estados Unidos de América.

El bueno de John ganó las presidenciales, aunque fuera por los pelos, a un Nixon que cuando le tocó no demostró ser mucho mejor, más bien demostró ser un desastre. De hecho, dicen que cuando dimitió, al abandonar la Casa Blanca, le registraron por si escondía algo entre sus calzoncillos. Lo cierto es que olían a la misma podredumbre que durante años se fue depositando en las alcantarillas del poder. También dicen, y aseguran y dan por cierto, que J.F.K. ganó a costa de facilitar no pocas botellas de licor a multitud de votantes en determinado Estado de la Unión, tal vez Iowa. Para que luego digan que los irlandeses católicos son incapaces de hacer trampas, incluso cuando están borrachos como cubas. De lo que si hay notarios que den fe es de cómo, al poco de llegar, preparó, o se encontró con ella -articulada por la C.I.A.-, la invasión de Cuba y, como consecuencia, se desarrolló la “crisis de los misiles”. Por ella, por su culpa, por su grandísima culpa, estuvo a punto de llevar a este infeliz mundo a una guerra nuclear. Tal vez nunca estuvimos, en la historia, tan cerca de la autodestrucción como entonces.

Bien, pues a pesar de todo ello, hoy sólo recordamos de él, esencialmente, tres cosas. Primeramente, lo guapo que era, después, las fotos de John-Jhon, una jugando en el despacho oval, bajo su mesa, y otra, en posición de firmes -con unos minúsculos pantalones cortos-, despidiéndose militarmente, al paso del féretro de su padre. Por último, al menos los de mi generación, tenemos grabado el happy birthday -mil veces repetido y mil veces visto sin ningún tipo de hastío- que le dedicó Marilyn, en el día de su cumpleaños ante los envidiosos ojos de todo un auditorio, envuelta como una diosa en un ceñido traje que nos insinuaba su hermoso cuerpo. Los dos acabaron despedazados; él por una bala lanzada por Lee Harvey Oswald, en Dallas, y disparada aún no se sabe por quiénes y ella, la pobrecita Norma Jean, la niña de pueblo que se volvió rutilante estrella a los ojos de todos menos a los de ella misma, en su afán iconoclasta y caníbal, por unan pastillas de barbitúricos suministradas aún no se sabe por quiénes. Un crimen por esclarecer, el de John Kennedy, y una sobredosis, tal vez un asesinato, por aclarar, el de Norma Jean, más conocida como Marilyn Monroe.

“(a) thing of beauty is a joy for ever” (“Un bello objeto es un placer eterno”) Keats (Endimión).

Eran los tiempos en los que nos advertían, desde Estados Unidos, de los peligros de esta sociedad opulenta en la que nos inmolábamos. Tras ella, tras su esplendor aparente, una nueva pobreza emergía atravesando toda una generación desmoralizada y sin medios para salir adelante. Empezaba a estar claro que esta nueva sociedad de la opulencia no iba a mostrarse solidaria con los pobres que ella misma generaba y menos en una América entregada al mercantilismo más incontrolado. Las ortodoxas leyes del capital dejaban de lado a todos aquellos seres, para ella despreciables, incapaces, desde su indigencia, de convertirse en potenciales o reales consumidores. Del humanismo liberal, esencia nuclear de los ideales que pusiera en marcha la revolución francesa, se había pasado a un liberalismo económico feroz, tan brutal que ignoraba del todo el humanismo renacentista del siglo XIX. Estos desdichados, cada vez más numerosos, no eran más que el residuo inevitable que esta sociedad generaba. Ante ella, se volvían invisibles. Simplemente era más cómodo para sus intereses borrarles del mapa y, si acaso, verles, ante su enriquecida mirada, como un mal menor.

“...la pobreza subsiste aún. Es, en parte, una cuestión física; quienes la padecen están tan limitada e insuficientemente alimentados, tan pobremente vestidos, viven en unos cuchitriles hacinados, fríos y sucios que la vida es amarga y relativamente breve...

Hacemos caso omiso de ella porque compartimos con las sociedades de todos los tiempos la capacidad de no ver aquello que no deseamos ver”.  John Kenneth Galbraith (La sociedad opulenta)

John F. Kennedy, a pesar de cualquier pesar, cuando leyó este libro quedó impresionado. Al iniciar su mandato se puso manos a la obra y elaboró un plan de medidas concretas para actuar contra la pobreza. Una bala truncó aquello que tal vez hubiera podido llegar a ser un día. Nunca se sabe, pero conviene dudarlo. Y más cuando nos hemos vacunado con grandes dosis de escepticismo, como método preventivo inteligente ante casi todo.

“La independencia del espíritu se obtiene por medio del escepticismo.”  Montaigne (Ensayos).

Nixon había caído, como el U2 de reconocimiento aliado, abatido por la U.R.S.S., ante el vendaval de los Kennedy, ante el ímpetu televisivo, y quizá la trampa, de un embaucador de inmaculada sonrisa, de un, en un futuro no muy lejano, ciudadano berlinés, como John Fitzgerald Kennedy. Los mass-media, con sus nuevas y agresivas técnicas de mercado, irrumpían en nuestras vidas para transformar todo, para intentar, y conseguir, manipular hasta nuestra manera de pensar pero, sobre todo, de comprar -tanto tienes, tanto vales-. J.F.K., con un discurso sensiblero, meditado y diseñado para conmover, desde su aparente naturalidad, impactaba, frente al muro de Berlín, a un mundo que escuchaba gustoso aquello que ya sabían estaba deseando oír.

“Hace dos mil años la frase que más enorgullecía a quien la pronunciaba era soy ciudadano romano-Civis Romanus sum-. Hoy, en el mundo libre, ha pasado a ser soy un ciudadano berlinés”. John F. Kennedy.

Ya asoma por el horizonte demócrata la famosa Nueva Frontera; a sus cuarenta y tres años John F. Kennedy, este hijo de emigrantes irlandeses, guapo, católico, joven, héroe de guerra y millonario, brillaba como una nueva estrella en el firmamento de América. De su estirpe surgirá la primera familia real de Estados Unidos. Aún hoy, muerto, como Bobby, como Rose, como John-John, como..., sigue siendo, la familia de los Kennedy, lo que más se parece a una familia real al uso.

En 1961, John F. Kennedy toma posesión como presidente electo de los Estados Unidos y, con él, se inicia un nuevo estilo de hacer política, aunque en muchos aspectos este nuevo estilo sólo afectará a las formas. Unas formas con las que este pícaro, joven rebosante de “charm” y con una sonrisa impecablemente reluciente, embaucará a los jóvenes divinos del mundo. Su halo de triunfador todavía perdura, sobremanera en viejos progresistas acomodados. Su persuasivo discurso, durante la toma de posesión, ha entrado a formar parte de la historia, de una historia que, como dijera Cicerón, y me repitiera el padre Eliseo hasta la saciedad “... es testigo de las edades, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida y heraldo de la antigüedad.”

“Y así, compatriotas míos, no preguntéis lo que vuestro país puede hacer por vosotros; decid más bien lo que vosotros podéis hacer por vuestro país. Colegas míos, ciudadanos del mundo, no preguntéis qué puede hacer América por vosotros, sino qué podemos hacer juntos por la libertad del hombre”. John Fitzgerald Kennedy (20-1-1.961)

Pocos meses después, tras esta acabada y pulquérrima declaración de intenciones, en la que, en su engreimiento endofágico, asimilaba el continente americano a su país, se producirá el intento de invasión de Cuba. Pronto salía a relucir la bestia que se ocultaba bajo su inmaculada sonrisa de “bon vivant”. Aparecía, como dijera Kant en su obra “La crítica de la razón pura”, “la cosa en sí” –Ding an sich-, o sea, emergía la verdadera naturaleza del ser que sólo la apariencia de su presencia escondía.

En abril, la C.I.A., cómo no, organiza el desembarco, en Bahía de Cochinos, de un grupo de exiliados cubanos. Castro, frotándose las manos, les esperaba inflamado de patriotismo heroico; David contra Goliat. Ambos, como Tántalos modernos, hubieran preferido morir de hambre y sed antes que dar su brazo a torcer. Es otra forma de avaricia y egoísmo, más cruel que la del mito, ya que afecta a todo un pueblo pero, metafóricamente, similar a la que nos describe Petronio en su “Satiricón”. El saldo se libra, para la orgullosa América, con una humillante derrota que el presidente Kennedy intenta asumir como puede. A Fidel poco le cuesta asumir la victoria; al arrojar al mar a los contrarrevolucionarios, henchido de satisfacción, juntó su barba rala a la rala barba del Che y pensó en aquella máxima del Derecho Romano que se recoge en el Digesto: “Dar a cada uno lo suyo”.

Y, quizá, se le vinieran a la cabeza las palabras que pronunciara Niceto Alcalá-Zamora, el primer presidente de la II República española: “No soy rencoroso, pero el que me la hace me la paga”

Tras este desastroso desenlace, la cota de tensión entre los bloques se dispara, alcanzando su máximo nivel al año siguiente, al detectar los aviones espía estadounidenses el despliegue de misiles y rampas de lanzamiento, por parte de los soviéticos, en la isla de Cuba. La llamada “crisis de los misiles” puso a la humanidad al borde mismo de la autodestrucción. Nunca el mundo, víctima de la estupidez de sus dirigentes, estuvo tan cerca de su desintegración física como planeta, de su desaparición como parte del sistema solar. Sólo rememorar aquellos acontecimientos me hace temblar: “horresco referens” (tiemblo al referirlo) Virgilio (Eneida 2,204).

 Son las palabras de Eneas, en la obra de Virgilio, al referir la muerte de Laocoonte y sus hijos aprisionados por una serpiente, tal y como nos lo cuenta Virgilio y tal y como lo vemos en la estupenda y dramática escultura realizada, durante el siglo I a de C., en la isla de Rodas y exhibida en el Vaticano. En ella se refleja, como alegoría de la destrucción, la angustia de un mundo a punto de asfixiarse.

Sólo Nikita Kruschev y John F. Kennedy, con su nuevo y, como se vería más tarde, siniestro escudero, Henry Kissinger, permanecían ajenos a lo que pasaba en el mundo. ¡Qué diablos les importaba! Bastante tenían con echarlo a pique.

“Hay en la humanidad un fondo de estupidez que es tan eterno como la humanidad misma.”  Flaubert

Mientras, Henry, entre asesorar al presidente y asesorar al lobby judío, maquinaba su desembarco en los entresijos del poder y del dinero. Lo mismo le daba que fuera con un demócrata que con un republicano. O incluso, a poder ser, una temporada con cada uno. Eso sí, siempre con el ganador. Este nuevo Maquiavelo se ha ganado a pulso el apelativo de “Old Henry” y se lo debería de arrebatar al pobre Nick. Con Nicolás Maquiavelo ha pasado lo que con tantos, el mito ha superado la verdad de un hombre que, en vida, fue apacible, honesto y tranquilo. Él mismo, desengañado y recluido en el campo, escribe a su hijo unas letras que debieran de servir como ejemplo a todos aquellos que se dedican a “la cosa pública”.

“Quién ha sido fiel y honesto durante los cuarenta y tres años que tengo, poco dispuesto ha de estar a cambiar de naturaleza, y mi pobreza es el mejor testimonio, tanto de mi lealtad como de mi honradez”

Henry prosiguió su agitada vida pegado al poder, e incluso a la llamada prensa rosa, junto a su esposa Nancy, como un cortesano interesado. Sólo que sirviendo, además de a sus propios intereses, a unos intereses abyectos y retorcidos, los del “Old Henry”, que actuaba sin compasión y con la firmeza y determinación de los ebrios por el poder. La imagen de este hombre, vestido, eso sí, de smoking, con sus pequeños ojitos, escondidos tras sus grandes gafas de concha negra, es la imagen de un ser indefenso, nacido para recibir insultos en el patio del colegio. Sin embargo, ya sabemos que la imagen, por mucha importancia que se le quiera dar, sólo es eso, imagen. Y, en este caso, equivocada.

“¿Y qué os diré de los cortesanos? Nada hay más apasionado, más servil, más necio y más abyecto que la mayoría de ellos...” Erasmo de Rótterdam (Elogio de la locura).

Henry, como Luther King, -¡que venga Dios y lo vea!- fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz, en una de las más vergonzosas ceremonias que se recuerdan. Se lo otorgaban, decían, por su contribución a la firma, en 1.973, de unos acuerdos de paz, en París, que no hicieron más que prolongar la guerra de Vietnam durante dos años. Este escudero, el viejo Henry, nacido en Alemania, asesoró a todos los presidentes habidos desde Kennedy a Reagan y jamás perdió su influencia.

“La vida es un cuento dicho por un idiota –un cuento lleno de estruendo y furia, que nada significa-.” William Shakespeare (Macbeth)

Antes de morir asesinado, John F. Kennedy aún tiene tiempo de poner en marcha el famoso “teléfono rojo”, con el que se establece una línea directa entre la Casa Blanca y el Kremlin. Un temido teléfono, especialmente pensado y diseñado para usarse durante las más que hipotéticas emergencias nucleares. Ahora, antes de matarnos, planean avisarse entre ellos. Será para apretar los respectivos botones de sus inseparables maletines una vez puestos a salvo en sus refugios. En fin, ¡qué Dios nos enganche confesados! ¡Pobre humanidad!, en manos de estos locos de atar: “Estos romanos están locos” Astérix.

El crimen sucedió en Dallas, fue un 22 de noviembre de 1963. Poco después de aquel disparo J.F.K. era sólo historia. Después, descansará, como uno más, en el cementerio de Arlington en Washington, entre las interminables filas entrelazadas de cruces blancas.

Su muerte no fue tanto una crónica anunciada como un desenlace inesperado ante la multitud de frentes que mantenía abiertos. Sus líos con el F.B.I., y con su siniestro y poderoso director, Edgar Hoover, eran del dominio público, así como la intransigencia de su hermano Robert para todo lo que tuviera que ver con el crimen organizado, llámese mafia en todas sus formas. Eran los tiempos de un exilio cubano, en el que, allá por Miami, se daba la mano con el sindicato de transportistas, conectado a través de Hoffa con la mafia y, por tanto, con la enorme tajada dejada en Cuba en torno a la prostitución y al juego. Todo eran intereses muy conectados y, por si faltaba algo, la omnipotente C.I.A. estaba mezclada entre los disidentes cubanos a la espera de una nueva invasión de la isla. Líos y enemigos francos -frente a otros más ocultos- no le faltaban al presidente pero, aparentemente, nadie esperaba un atentado contra su vida. Cualquiera hubiera apostado, antes, por su hermano Robert, el incorruptible e implacable Bobby, el Robert influyente e inteligente, el hermano al que no se podía llegar, ni para sobornarle ni para seducirle, por no ser vulnerable a nada, ya que no se le conocían vicios ocultos, ni privados ni públicos. En poco se parecía a su hermano, del que Hoover tenía decenas de grabaciones comprometidas, toda una colección de cintas en las que Jack se explayaba ante sus fáciles conquistas. Robert sólo se dedicaba a traer, después de sus oraciones, niños al mundo y, por supuesto, del vientre de su mujer, Ethel. Pareciera que su destino inevitable fuera el que fue, aunque unos cuantos años más tarde. Robert moriría asesinado por los disparos de un jordano de cara enrevesada y nombre fácil, Sirhan Sirhan, cuando su carrera hacia las presidenciales no había hecho más que comenzar, en un hotel de Los Ángeles pero, para entonces, ya estábamos en 1.968. Aquel 22 de noviembre de 1.963 aparentemente nadie lo esperaba, al menos en el entorno del presidente, aunque los maledicentes han hecho correr el rumor de que algunos poderosos miembros de la mafia habían reservado hotel, con vistas, para poder asistir en primera fila al magnicidio. Las imágenes mudas del coche avanzando por entre las filas de banderitas y el rostro horrorizado de Jackie al verle caer abatido tras un certero disparo, es el recuerdo ensangrentado, como el pulcro abrigo de su mujer, de aquel día de finales de noviembre. El supuesto asesino fue inmediatamente detenido. Él, Lee Harvey Oswald, un anodino ex marine, fue inmediatamente asesinado por un oscuro personaje, Jack Ruby, dueño de un club nocturno que, tal vez, perteneciera al circuito, controlado por la mafia, de la prostitución. ¿Quién estuvo detrás de los ejecutores? ¿Quién, desde la sombra, apretó el gatillo? Tal vez la verdadera respuesta a la  muerte del presidente se la llevara a la tumba Edgar Hoover, el todopoderoso jefe del F.B.I., un hombre que, como un enorme Grandgousier, recibía a sus agentes embutido en unas mallas a punto de reventar. Cuentan que de esa guisa recibió a un atribulado Lyndon B. Johnson, a la sazón nuevo presidente de un país que más de cincuenta años después aún no se ha recuperado de la conmoción que supuso el asesinato de John F. Kennedy.

Con su muerte, la duda y la desconfianza, así como un sinfín de especulaciones, no harían ya más que contribuir a acrecentar el mito de un presidente que marcó una época, impuso unas maneras y dio lugar al nacimiento de una nueva era, no sólo en torno a la política -qué también-, la era de la imagen. Desde entonces, los políticos feos no es que lo tuvieran imposible pero, desde luego, sí más difícil.

“La pálida muerte de igual modo pisa las chozas de los pobres que las torres de los ricos”. Horacio (Odas 1, 4, 13)

Tras el duelo, un inmenso silencio recorrió la médula espinal  del país, un silencio impregnado por el sentimiento de culpabilidad que se extendía desde el mismo meollo del poder. Pero, todos callaron. Sólo Marilyn pareciera esperar, a pesar del también inmenso silencio que siguió a su muerte, al ingrato amante, con los brazos abiertos, para darle el único consuelo posible, el de los muertos. ¿Quién sabe?, tal vez le recibiera nuevamente aquella espléndida mujer que, años atrás, apareciera desnuda en Playboy, tentada por el objetivo de Johnny Hyde, tendida sobre un lecho de pétalos de rosas rojas. Tal vez, el sueño, en una fotografía, de los jóvenes de distintas generaciones, se hiciera carne, carne temblorosa, en el país en el cual sólo reinan las sombras. Este mito del siglo XX, cuentan que gran admiradora de Tolstoi, empeñada en aprender a través de la lectura, pese a la frivolidad de su imagen, acabó, de alguna manera, devorada por aquello contra lo que tanta energía había empeñado y, sin embargo, terminó engullida por el mismo, por ese mito erótico y sexual en el que, a su pesar, se vio envuelta, incluso después de muerta. Esta preciosa rubia que, siendo ya una gran estrella, tuvo la humildad de apuntarse a las clases de interpretación de Lee Strasberg, alma del Actor´s Studio, murió con la desnudez cándida de los que siempre llegan tarde, incluso a los rodajes, cuando no, a su propio funeral.

“No quiero que me vendan al público como un afrodisíaco de celuloide.” Marilyn Monroe

Oficialmente, una sobredosis de barbitúricos acabó con su vida -a la edad de treinta y seis años- en la soledad de su habitación. Oficialmente, un francotirador acabó con su vida -en la ciudad tejana de Dallas- entre el bullicio de la multitud y en la soledad del asiento trasero de un coche descapotable. Oficialmente, fueron los culpables de algo más, fueron los culpables involuntarios, pero imprescindibles, para que la muerte les uniese para siempre y ¿quién sabe?, tal vez para que les condujese a un futuro común y recóndito. Quizás, ambos, estén agradecidos a sus ejecutores.

“Cuando la memoria lleve tus pasos

al cementerio, rinde culto

reverente al sagrado misterio

de nuestro futuro desconocido.”  Kavafis (En el cementerio)

Pero, en el mundo, había más familias reales, incluso en los Estados Unidos de una América que se enriquece por el norte y se desangra por el centro y por el sur. La realeza de este país, tras la muerte de John, tuvo, aunque por poco tiempo, un nuevo príncipe heredero, a la espera de coronarle con el armiño presidencial, encarnado en la figura saludable, seria y circunspecta de Robert Kennedy. La más que comentada maldición, existente en torno a esta familia, sobrevoló nuevamente sus cabezas tiñendo de escarlata la ceremonia de entronización. Robert saldrá ileso de un atentado; la próxima vez no tendrá tanta suerte ya que los milagros no suelen prodigarse, ni tan siquiera para un devoto católico irlandés. Casi simultáneamente, la Comisión Warren, creada por orden directa del presidente Johnson, da carpetazo a toda la investigación sobre el asesinato de J. F. Kennedy. El veredicto de la misma es un cúmulo de supuestas obviedades que tan sólo tranquilizan al propio estado; nuevamente se demuestra aquello que dijera Napoleón: “Cuando quieras ocultar algo crea una Comisión”.

 En las conclusiones de la citada Comisión se elimina la sospecha de la conspiración y se determina que Lee Harvey Oswald actuó solo, siendo el único responsable del asesinato. Nadie se lo creyó. Es posible que ni tan siquiera ellos mismos, a pesar de haber pretendido ser tan concluyentes. Ahí quedó otro nuevo y fascinante enigma para la historia.

Juan Francisco Quevedo

 


AQUEL MAYO DEL 68

 

En estos días en que se cumple el cincuenta aniversario del mayo del 68 parisino me gustaría reflexionar, más que sobre los acontecimientos concretos que tuvieron lugar, sobre la influencia que ejercieron en la sociedad que surge como consecuencia de la sucesión de hechos que se encadenan a lo largo de esa década, un tiempo en el que se generó tal marea de cambios sociales que hicieron tambalear el orden establecido. Pudiera parecer que de manera inmediata no consiguieran nada, que todo se diluyera en la protesta, en la actitud contestataria y contracultural pero, sin embargo, el espíritu de los sesenta, la impronta que dejaron todas aquellas mareas y movimientos se acabarían reflejando en multitud de cambios sociales que aún perduran. Por tanto, la filosofía y las ideas que invadieron a la juventud de aquellos años, cuyos padres habían sido testigos de la segunda guerra mundial, penetraron en las estructuras sociales y en las de poder provocando un cambio absoluto en multitud de campos, afectando sobremanera a la vida cotidiana y a las relaciones sociales más elementales. La liberación de la mujer y su incorporación real a la universidad y al trabajo en busca de la igualdad, el cambio entre las relaciones paterno filiales, haciéndolas más cercanas, la revolución en las escuelas y universidades, dando al traste con lo que había sido un autoritarismo a ultranza, las relaciones con el poder político, hasta entonces encorsetadas y lejanas, hubieron de replantearse para acercarse a las nuevas exigencias del ciudadano. Estos son solo algunos significativos ejemplos de los grandes avances sociales que se fueron produciendo como consecuencia de los acontecimientos acaecidos a lo largo de la década y que culminaron en el mayo del 68 francés. En ese preciso tiempo histórico no se dio el triunfo en ningún caso de aquello que emergía con tanta fuerza, al menos en cuanto a provocar cambios de poder pero, sin embargo, esa máxima de Lampedusa que aparece en El Gatopardo de que todo cambie para que todo siga igual quedó hecha trizas ya que, después de aquel tiempo, nada volvió a ser igual.

En los años sesenta germinaron una sucesión de rebeliones contra unas maneras de entender y hacer política, fuese el capitalismo o el comunismo, que se sustentaban en el autoritarismo, la jerarquización y la represión como único medio de ejercer el poder. Tras el caldo de cultivo que se fue generando desde la cultura hippy, desde la música rock y todos los movimientos contraculturales que se forjaron a su alrededor se gestó un embrión que no hizo sino crecer para estallar en el mayo del 68, donde primero los estudiantes y luego los trabajadores hicieron tambalearse las estructuras que llevaban rigiendo el mundo desde tiempos inmemoriales. Si en Francia un perplejo general De Gaulle se encargó de reprimir  aquella fiesta libertaria, en Praga, ese mismo año, lo harían los tanques soviéticos y en México, durante las Olimpiadas, la represión por parte del gobierno contra unos estudiantes que clamaban libertad fue brutal.

Para ver cómo se llegó a ello podemos analizar algunos de los hechos que se dieron a lo largo de la década, ya que fueron los artífices de crear el clima necesario para su estallido. Fueron tiempos en los que en el Vaticano empezaron a circular aires reformistas. El Papa bueno, Juan XXIII, convocaba a Concilio a sus cardenales. Y no iba a ser uno más. Este Concilio, el Vaticano II, que se cerraría bajo la tutela de Pablo VI -el Papa que amenazó, al estilo sutil que acostumbra la diplomacia vaticana, con excomulgar al general Franco si firmaba unas sentencias a muerte-, traería grandes cambios a una Iglesia adormecida en sus latinajos. Por una vez, pareciera que la iglesia y su jerarquía caminaran con los tiempos, estableciéndose cierta conexión entre los verdaderos valores de un humanismo cristiano emergente y el nuevo espíritu de los sesenta.

“El cristianismo no enseña más que la sencillez, la humanidad, la caridad; querer reducirlo a metafísica es hacer de él una fuente de errores”.                       Voltaire (Cartas filosóficas)

De aquellas primeras comunidades cristianas de base a las comunas hippies sólo había un paso que dar. Y no tardaría en darse. Además, de estas comunidades surgiría, en España, un cristianismo reivindicativo que serviría, en un país desolado ideológicamente, de simiente para tomar conciencia de la situación que atravesaba. Posteriormente, los partidos políticos, tras la muerte de Franco, se alimentaron de estos hombres y mujeres, tanto los que pretendían formar una derecha de corte europeo como los que se denominaban marxistas. Ya, en 1.958, nace en una iglesia de Madrid el F.L.P.-Frente de Liberación Popular-, siendo, durante los sesenta, la única oposición universitaria que se enfrentaría al, eufemísticamente denominado, Régimen. En él, y a ritmo de multicopista de manivela, convivieron todo tipo de sensibilidades unidas por un deseo, inherente a esta época, y no sólo en España, de hacer algo para que todo cambiara. Los enfrentamientos entre la Universidad y el poder ya nunca acabarían hasta la llegada de la democracia.

Mientras que estos cambios se daban en el Vaticano, en Estados Unidos se preparaba el asalto al poder de un clan católico, venido de Irlanda. El gran encanto de los Kennedy, de John, ese play-boy liberal metido a político, asomaba a escena por entre las bambalinas del partido Demócrata. Estaban a punto de lanzar al corazón de América el discurso de “La Nueva Frontera”, el discurso con el que conquistaría la voluntad del llamado mundo libre.

“Nos hallamos hoy al borde de una nueva frontera, la frontera de los años 60, una frontera de posibilidades desconocidas y de peligros desconocidos (...) La Nueva Frontera está ante nosotros, lo queramos o no...” John F. Kennedy.

Toda esta aparente lucidez, aliñada de grandilocuencia edulcorada, sólo era la avanzadilla de lo que los tiempos de la imagen y el marketing estaban a punto de hacernos llegar. Una nueva época, en la manera de abordar y asaltar, dulcemente, los hogares, en la forma de penetrar en las mentes y en las conciencias de las gentes, acababa de irrumpir y se aprestaba a invadir nuestras vidas con la fuerza devastadora de un ciclón. Era, también, la otra cara del llamado “signo de los tiempos”, con toda su carga de manipulación. Su maraña se teje sin descanso, extendiéndose hasta nuestros días.

En cualquier caso, los sesenta aullaban por derribar de un alarido todas aquellas puertas que permanecían cerradas desde que el ser humano pobló la tierra. Los sesenta corrían, sin freno, para irrumpir en nuestras aburridas vidas e inundar de amor y paz nuestros corazones. Un nuevo espíritu estaba a punto de desbordar el mundo y de asustar, desde su explosivo empuje, a las mentes instaladas en un pasado a punto de volar por los aires. Tras esta década, para una gran cantidad de personas, ya nada volvió a ser igual. Para bien o para mal.

Pero pasaron más cosas. Pequeños acontecimientos que hicieron reaccionar a la gente, a una juventud desilusionada y descontenta, contra el mundo que otros, cada vez más temerarios e inconscientes, se ofuscaban en prepararles. Durante ese año un joven casi barbilampiño, venido del corazón minero de América, un joven de Minessotta que se hacía llamar Bob Dylan, en franco reconocimiento al poeta Dylan Thomas, acababa de llegar a Nueva York, pateando autopistas, chupando cielo raso y azulejando el desolado peregrinar del solitario, y el alma, de acordes de guitarra y resoplidos de armónica. Desde Mobile, en medio del desierto-“On the road”-, haciendo auto-stop, se las apaña para desembarcar en el Greenwich Village neoyorquino. Llega con unos pantalones vaqueros, a la fuerza desgastados, sin una cama segura sobre la que pasar la noche, sin un dólar en unos bolsillos raídos y pateando antros y garitos a golpes-“beat”- del ritmo de sus cuerdas poéticas. En aquellos primeros tiempos sólo Woody Guthrie, el viejo luchador, el cantante comprometido con cualquier injusticia, desde el limbo de su enfermedad terminal, parece entenderle. Y en tanto Bob, tal vez inspirado por Eliot, escribe y canta. Canta y escribe, incluso a cuenta de aquellos misiles que en cualquier momento podían caernos, a chuzos, del cielo, de aquellos misiles a punto de eliminarnos, de acabar con todo. Y así, como en una letanía mortuoria, monótona como un rosario a media lengua, intuye la fatuidad de la existencia.

“¿Oh, qué viste, para estar tan triste, hijo mío?...

Vi a diez mil oradores con las lenguas rotas,

Vi pistolas y afiladas espadas en manos de niños,

Y es dura, y es dura, y es dura, y es dura,

Y es dura la lluvia que va a caer.”

                                           Bob Dylan (Una dura lluvia va a caer).

Se apresura a cantar esta letanía con el temor de no poder acabarla, con la incertidumbre de no saber si podrá volver a entonarla, con el miedo de no poder ver ya a John F. Kennedy y a Kruschev, en sus búnkeres, como únicos representantes de una humanidad extinguida. Pero no, este juglar moderno, que camina descalzo por el desierto y por el asfalto, aún tenía que regresar al camino, a la autopista 61, con su verdad desnuda, y como un canto rodado penetrar e inundar las conciencias de los jóvenes con sus composiciones. En aquellos lejanos sesenta, sin ninguna duda, los tiempos empezaban a cambiar. Y de qué manera. Los jóvenes de entonces se disponían a dinamitar con sus ideas la cultura oficial y oficialista, la manera de ver y afrontar la vida y además, todo ello, aderezado por la música más salvaje que nunca hubiera existido.

“La generación que anda alrededor de los veinte años se sublevará contra la gente de alma hórrida”.  Ortega y Gasset

No cabía la menor duda de que tras esta década, que apenas comenzaba, un nuevo tiempo vendría y no precisamente el de las nuevas fronteras que iba a predicar Kennedy. Pero, como con todo lo que cuesta, hubo que pagar un doloroso peaje que, en su forma más auténtica, acabó con aquel sueño de libertad, con aquella esperanza de haber hecho un mundo mejor. Las drogas mandaron al traste aquel espejismo que inundó el planeta de flores y celebraciones de primaveras. No obstante, conviene recordar que hubo un tiempo, allá por los sesenta, en el que el poder establecido y la sociedad puritana que lo sustentaba, se sintió amenazado por un grupo de jóvenes melenudos, extraños en sus formas y maneras, amén de impredecibles.

“Lo que es falso no es el materialismo de esta forma de vida, sino la falta de libertad y la represión que encubre” Herbert Marcuse

Pero si hubo un hecho trágico que marcó a aquella generación, sin duda, fue la guerra de Vietnam; este hecho tan decisivo merece un análisis más detallado. La vida muy a menudo nos inunda de paradojas y, así, mientras las enseñanzas de Gandhi penetraban entre las nuevas generaciones de estos jóvenes que se divertían bailando descoordinadamente, tal y como les surgía del alma, el siempre todopoderoso Congreso de los Estados Unidos de América se preparaba para hacer bailar, al son de los bombardeos sobre Vietnam, a toda la población, civil o no, de aquel lejano país. Bien es verdad que la orden surgirá para represaliar al enemigo tras el ataque al destructor Maddox, pero las consecuencias de la decisión serán nauseabundas y sustentarán los ejes de todo el movimiento juvenil de la época.

Lyndon B. Johnson, presidente circunstancial de los Estados Unidos tras el asesinato de J.F.K., asume su cargo, de manera electiva, tras derrotar en las elecciones a un candidato republicano de nombre impronunciable y, además, perdido en el recuerdo, o sea relegado al olvido. El presidente Johnson obtiene del Congreso americano plenos poderes para actuar contra el régimen de Hanoi, en lo que se interpreta como una declaración de guerra formal y en toda regla. Una guerra que llevará la muerte y la ruina a Vietnam y la destrucción moral a Estados Unidos, un país al que acabarán abandonando en esta locura hasta sus propios conciudadanos. Pero, la suerte, aunque fuera para mal, estaba echada; a finales de 1.965 ya habían sido embarcados hacia esta península asiática, a la que los ciudadanos estadounidenses eran incapaces de situar en el mapa, más de 150.000 soldados. Las protestas contra la guerra, primeramente, las encabezarán casi espontáneamente un grupo de chalados melenudos, mal vestidos, amantes de las flores y las primaveras, que celebran sus días cantando al amor -al amor hacia todo, en su afán panteísta- y, ahora, también a la paz. Pronto, a medida que se vayan conociendo las barbaridades del Napalm y las masacres de civiles –acuérdate, América, de My Lai-, junto, por si fuera poco, al masivo uso de productos defoliantes, destructores de la vegetación, los cultivos y el ecosistema, la indignación en el mundo será masiva, calando, así mismo, en su propio país, un lugar en el que se está acostumbrado a ganar siempre y en cualquier circunstancia, y que no podrá resignarse, ni asistir impasible, a la derrota moral de su propia sociedad mientras presencia, con inmenso sufrimiento, la llegada de una enorme procesión, inacabable, de cadáveres de jóvenes compatriotas.

Pero, todo empezó con este grupo de hombres, un poco bendecidos por la locura de los más cuerdos, a los que llamaron hippies. Representaban justamente lo contrario a lo que simbolizaban los valores tradicionales del espíritu de su propio país, traicionando, por los cuatro costados, el tan traído y llevado “sueño americano”. Su rechazo a la guerra irá inundando las calles de protestas pacíficas –como no podía ser menos-, pero eficaces, a las que se irán uniendo cada vez más voces y, todo ello, culminará, en una explosión colorista, con la masiva marcha del “verano del amor”, durante la cual sus participantes se convierten en auténticos “guerrilleros de la paz”.

A esta catarsis colectiva de “paz y amor, hermano”, se sumarán las siluetas de personajes famosos, tales como la del gran campeón de los pesos pesados, el en otra hora llamado “loco de Louisville”, y ahora conocido por su nombre musulmán, Muhammad Alí. Su negativa a ir como soldado a la guerra le costará un calvario, comenzando por ser considerado un desertor y continuando por un ostracismo público y deportivo que se prolongará durante años. Regresará a los cuadriláteros, en los setenta, para darnos grandes veladas frente a otros dos grandes campeones, Joe Frazier y George Foreman.

Recuerdo también a la dulcemente agresiva, en su belleza, Jane Fonda, la sensual y hermosísima protagonista de Klute, recuerdo su viaje hacia el país del enemigo y las aversiones que le generó, tanto entre sus adversarios políticos como en cierta opinión pública y publicada, la más reaccionaria, hasta el extremo de ser considerada una traidora, siendo perversamente mentada como “Hanoi Fonda”; en fin, fue declarada renegada y condenada, sin más, por su postura supuestamente antiamericana pero, sin embargo, fue absuelta por el menos común de los sentidos, o sea, por el sentido común, el cual era poseído por una gran parte de su propio pueblo.

En el fondo, desde el principio, la guerra de Vietnam no fue más que la escenificación en caliente de una guerra que en frío llevaba en cartelera desde el fin de la segunda guerra mundial. Los dos bloques en que se dividía el mundo, el occidental y el oriental, con sus capitanes, Estados Unidos y Rusia, ya habían hecho un ensayo fallido en Cuba, durante la crisis de los misiles, de llevar lo que, hasta entonces, había sido la guerra fría a un escenario real.

Vietnam fue el Prometeo rebelde al que el águila americana –un poco ciega, todo es verdad- intuyó presa fácil. Pronto, los vietnamitas, apoyándose en la U.R.S.S., se dieron cuenta de su sacrificada fortaleza y, tras los primeros y sufridos picotazos perpetrados por la rapaz, no sólo no se dejaron devorar los hígados sino que acabaron siendo ellos los que picotearon en la moral de una sociedad completamente pagada de sí misma. Pronto cambiaron las tornas y aquellos muchachos, soldaditos de la linda América, se vieron envueltos en un verdadero infierno de desolación y muerte. Los cadáveres de aquellos jóvenes, muchos aún barbilampiños,  regresaban a sus casas empaquetados en frías bolsas de plástico, adosándoles, simplemente, una mísera etiqueta identificativa. Y retornaban por millares. Enseguida, las autoridades se apresuraban a cubrirlos con la bandera americana para intentar reducirlos al silencio con la vana excusa de un patriotismo personificado en el símbolo nacional. La trampa duró poco, pues la gente acabó por ignorar la bandera y ver, sencillamente, los cadáveres.

La guerra acabó provocando un caudal de indignación, tanto en su país como en el resto del mundo. Una juventud muy distinta a todas las anteriores elevó la antorcha de las protestas antibelicistas y del pacifismo combativo y, tras ella, fueron caminando voces de lo más dispares. Las movilizaciones contra la guerra de Vietnam unieron a un tipo de jóvenes que se manifestaban con unas maneras y unas formas de afrontar la existencia un tanto peculiares y llamativas, además de coloristas y festivas. Su actitud vital se encontraba a medio camino entre la pureza y austeridad pitagórica y el placer epicúreo. Era una juventud capaz de conjugar, a la vez, el compromiso hacia aquellas causas que consideraban injustas con el disfrute y la alegría de vivir, una alegría que pretendían contagiar al resto del planeta, fundamentalmente a través de la música. Y así fue como algunos de ellos se reunieron en comunidades donde, al igual que en “La ciudad del sol”, la obra de Campanella, no había ni pobreza ni riqueza ya que todos tenían, simple y llanamente, exclusivamente lo que necesitaban. Y con ello y con todo, por mucho que extrañe desde la perspectiva del tiempo transcurrido, parecían felices.

Toda la variopinta hornada que pululaba por los sesenta era temeraria en sí misma y lo mismo se atrevía a representar unos aburridos y pesados happenings que a reinterpretar “Las Troyanas” de Eurípides, esa epopeya clásica y antibelicista, donde se narra la destrucción de la mítica ciudad griega. Esta obra constituye, de por sí, un atrevido y brillante alegato contra las guerras siendo, quizá, el equivalente clásico a los “Cuentos de soldados”, de Ambroce Bierce. En ella, todos los participantes, tanto vencedores como vencidos, son completamente inmorales y éticamente reprobables. Es fácil entender, por tanto, que aquellos jóvenes vieran en este drama el reflejo de la guerra de Vietnam, una confrontación nada teatral, y sí muy real, aunque muy teatralizada, sobremanera en el cine.

Durante la guerra se llegó a un punto en el cual se tuvo la sensación de haber sobrepasado todos los límites, de haber llegado a un barbarismo salvaje, propio de épocas pretéritas. Todo ello condujo al clamor ensordecedor de un gentío, millones de personas en el mundo, capaces de enarbolar la bandera de la paz y de pedir en un solo grito, y con un sola voz, el fin de la guerra. Fue un grito molesto y machacón que ya no se acallaría hasta los años setenta. Entre tanto, las cárceles americanas se van llenando de chicos que se niegan a ir a una guerra absurda, lejana y sin posibilidad de solución. Lo que no han conseguido ni intelectuales, ni políticos, ni predicadores, lo ha conseguido un conflicto como éste: la unión efectiva y afectiva de los chavales de medio mundo en torno a un movimiento pacífico, abanderado por una música salvaje y, decidido, desde una manera de vivir desenfadada y despreocupada, a inclinar la balanza hacia el lado de la paz.

Precisamente, en ese ambiente de luz, decibelios y ácido nacerá el rock psicodélico. El hipismo saldrá de San Francisco y se extenderá de costa a costa, para estallar definitivamente en el 67, con el festival de Monterey. Poco más duraría la alegría a todos ellos pues, en un goteo sangriento, fueron escribiendo su propio epitafio desde el aturdimiento pasado de las drogas, desde los excesos incontrolados. Con la voluntad perdida, o disipada entre la enfermedad y el sopor del pico, todos, poco a poco fueron cayendo.

Todos estos muchachos se movían al ritmo de sus inquietudes y de su música, estos jóvenes, más airados que nunca, no sólo miraban atrás con ira, sino que fueron capaces de llevar a la práctica lo que John Osborne, y su grupo de escritores, sólo ejercitaban intelectualmente. Llegaron a vivir en comunas, al margen de esta sociedad punitiva, practicaban una libertad, civil y sexual, que les ponía y colocaba, y satisfacían -como dijera un Wilhelm Reich reivindicado por la “gauche divine” europea- “sus necesidades naturales naturalmente”. Además, se movían al primaveral ritmo-“Flower power”-, de una música electrizante y, para las muertas mentes -como sus oídos-, de un establishment atolondrado, ensordecedora. “Somebody to love” de los floreados Jefferson Airplane pudiera ser el ejemplo que ilustrase ese sentir combativo, desprendido, alegre y lleno de libertad, donde la sexualidad se desparramaba a raudales, como parte de una necesidad natural.

Se les llamaba hippies, y hacían honor a la etimología de la palabra. Hip se usaba en la jerga de los negros, y significaba algo así como “colocado”; era el estado en que les dejaba la marihuana o el ácido. Se extendió, después, para estos grupos de jóvenes que aparecieron en los sesenta y, de alguna manera, la palabra les acabó poseyendo. Las drogas acabaron con aquel sueño de paz, amor y flores que había comenzado entre aquellos primeros contestatarios –allí se inició todo- que se reunían en el soleado campus californiano de la Universidad de Berkeley. Aquellos jóvenes, que recién finalizaban el instituto, estaban a punto de hacer volar las conciencias relajadas de unos padres boquiabiertos que asistían atónitos a las maneras, tan distintas, conque sus hijos pretendían cambiar un mundo –y caminar hacia la utopía de la hermandad- del cual no les satisfacía casi nada.

Ante lo que se le venía encima, un visionario general De Gaulle, bien adiestrado en Argelia, ya entrenaba a los gendarmes, en sus cuarteles, para dar palos, y no de ciego precisamente, cuando llegase el momento, a la consecuencia intelectual de aquello que tanto había irritado al poder establecido. Sartre, Malle, Genet y compañía aún dormían el sueño del ser y la nada, junto al casino de Atlantic city, madurando lo que estaba por desbordarles, por desbordarnos a todos. Una revolución basada en la rebeldía, y en la negación de todo aquello que representara el orden antiguo, estaba a punto de estallar.

El espíritu Dadá emergía nuevamente y ahora traspasaba las fronteras artísticas para llevarlo hasta la vida misma, hasta la cotidianeidad de estos jóvenes que adquirían un compromiso, casual y nada premeditado, en su manera de hacer y actuar en la vida. Con ese nuevo cuestionar todo y a todos, justo cuando Tzara está a las puertas de la muerte, pareciera que su legado, de alguna manera, quisiera estar vivo. Desde su excesivo grito nihilista “Dadá es nada”, Tzara y su grupo mostraban su rechazo hacia todo lo ya existente e iniciaban una nueva búsqueda de respuestas, distintas a las anteriores, a través de ese espíritu Dadá, un espíritu que trata, a la vez, de implicar e impactar, básicamente a través del arte en todas sus manifestaciones. A ese arte se ha de llegar, y entender, libremente, con un espíritu creativo completamente desinhibido que conduzca a desarrollarlo de manera espontánea. De alguna manera, es dar un paso más lejos lo que, primeramente, se intentó con la escritura automática, siendo algunos versos de  “Poeta en Nueva YorK”, de Federico García Lorca, un buen ejemplo de ese surrealismo irracional y casual, al que tanto se aproxima.

Las nuevas generaciones afloraban con ese ánimo, tal vez más comprometido, y se esforzaban por trasladarlo a cada minuto de su vida. Desde la negación, indagaban buscando siempre algo nuevo y ese algo lo encontraron en la música, en el arte, en la vida, en el amor y en las drogas. No buscaban más que libertad y fue casi lo primero que perdieron. La buscaban denodadamente, a través de unos parámetros diferentes que fueran capaces de acabar con todo el orden anterior. Fue una revolución ruidosa que acabó impregnando todas las sociedades y todas las conciencias. Una revolución que incluso alcanzó a todos aquellos más reacios a renovarse. Su espíritu pervive suavizado y domesticado en las sociedades actuales. Pero antes de asimilar este movimiento cultural, por el camino fueron quedando un reguero de cadáveres, poco exquisitos.

Para 1.968 la brecha generacional abierta era inmensa, tanto en el pensamiento como en las costumbres y, además, iba impregnando y ganando adeptos hasta en la propia burguesía. Todo culminará en aquel mayo del 68, un mayo florido que se convertirá en el cementerio sobre el que reposan las ilusiones perdidas de todos los que se creyeron capaces de romper con todo lo anterior, incluso con violencia, con la irritada violencia de una quimera llena de utópica libertad. Quizá el pensamiento de Sartre refleje el sentir de los tiempos, unos tiempos en los que todo debe cuestionarse para reducirlo a la nada. Es la forma de rebeldía del ser y, a la vez, es la expresión de su relación con la nada. En fin, de alguna manera, los jóvenes de la época son herederos de la angustia del más lánguido de los romanticismos pero, substituyendo su melancolía angustiada, desde la que intuyen al ser, como diría Heidegger, como algo concebido para la muerte, por la vitalidad existencialista que imprimen a su manera de vivir, en todas sus manifestaciones.

Frente a un hombre, inmerso en un destino radicalmente trágico, siempre hay quien intenta liberarle y, en ese sentido lúdico y festivo, los sesenta –su espíritu- se separan de cualquier pensamiento revolucionario anterior.

El mayo del 68 fue una revolución que, a pesar de su teórica derrota, en cuanto a esperanza revolucionaria, salió vencedora en el campo ideológico. De hecho, la sociedad que surgió de las cenizas revolucionarias fue radicalmente distinta; se acabó, como decía al comienzo, con un autoritarismo heredado, tanto en la casa como en la escuela, dando un giro absoluto a todo el proceso educacional. Se acabó con la permisividad pasiva hacia cualquier modo de injusticia, como el racismo, poniendo en liza y al alza valores como el pacifismo y el ecologismo. Se cuestionó un capitalismo feroz y salvaje, capaz de destruir cada vez más a los más desfavorecidos, y se buscaron nuevas vías para conseguir una sociedad más justa y solidaria. Así mismo, se denunció el abuso de autoridad de las propias democracias y el excesivo control, sobre sus ciudadanos, de las mismas, abriéndose un nuevo camino para conseguir vivir en un mundo con mayores libertades y cada vez más alejado de la sociedad orweliana de “1.984”. Incluso se comenzó a valorar el medio ambiente como algo que merecía la pena proteger y conservar, al estar en constante peligro por culpa de esa vieja lucha entre progreso y deterioro ambiental.

“En la naturaleza la mejor política es ser lo más conservador posible.”Werner-Heisenberg

Pero, sin duda, y con ello quiero concluir, una de las grandes herencias de los sesenta es el papel de la mujer en la sociedad. Por vez primera en la historia lucha decididamente por incorporarse a sus estamentos, demandando las mismas oportunidades que los hombres, luchando por cambiar las viejas leyes que protegían el machismo heredado y exigiendo la igualdad en todos los terrenos. El germen para una nueva mentalidad estaba sembrado. Se podía, por fin, llevar a la vida el sueño que Ibsen expresara, casi cien años antes, en el teatro.

“Una mujer no puede ser auténticamente ella en la sociedad actual, una sociedad exclusivamente masculina, con leyes exclusivamente masculinas, con jueces y fiscales que la juzgan desde el punto de vista masculino… Nuestra sociedad es masculina y hasta que no entre en ella la mujer no será humana.” Henrik Ibsen.

El portazo final que da Nora, en la obra “Casa de Muñecas”, para abandonar un hogar donde ha estado y se ha sentido encarcelada, es el golpe de aldaba más fuerte que se haya dado, y fue en 1.879, para simbolizar el adiós a una sociedad que relega a la mujer a vivir según las normas establecidas por un entorno absolutamente machista.

Como decía un slogan de entonces, los jóvenes dejaron de mirar el dedo para ver lo que señalaba, la luna. Y, mirándola, comenzaron a soñar, a soñar y a creer que era posible derribar arcaicas ideas, arraigadas durante siglos en los entresijos de una sociedad anticuada pero implacable.

En cualquier caso, la sociedad actual es depositaria de aquel espíritu que culminó en aquel mayo del 68 del que este mes se cumplen ni más ni menos que cincuenta años.

 

Juan Francisco Quevedo


Vicente Trueba, un hombre que trasciende a su propia leyenda

 

En estos días en los que el Tour de Francia vuelve a estar en primer plano, me parece un buen momento para recordar a un ciclista legendario, a un hombre que paseó el nombre de La Montaña, como le gustaba denominar a su tierra, por el mundo.

Ya estaba entre los llamados ases del ciclismo mundial cuando se subía a la bicicleta en Sierrapando, junto a su Torrelavega del alma, y se encaminaba hacia La Cavada; y no precisamente a participar en otra carrera que no fuera la de la vida. Y la de su felicidad.

Al pasar el arco de Carlos III, se bajaba de la bicicleta e inmediatamente se veía rodeado de admiradores y amigos. La charla duraba hasta que del otro lado del puente que salva el río Miera aparecía una joven esbelta y hermosa; su novia. Entonces, iba a su encuentro. Después del paseo por el pueblo, la acompañaba hasta su casa, en el barrio de La Lombana. Vicente subía en bicicleta la cuesta de La Arcillosa al paso, al paso que le marcaba  aquella guapa joven a la que cortejaba. Corrían los primeros meses de 1932 y el joven ciclista ascendía la cuesta sin tener que echar el pie al suelo en ningún momento. Al llegar a la altura de la ermita de Santa Mónica, doblaba la curva sin ningún esfuerzo, a pesar de ser la parte donde la pendiente se ponía más pindia y peliaguda. No importaba, él continuaba como si no le costara lo más mínimo acompasar el pedaleo al ritmo lento que marcaba su linda acompañante.

Más abajo, junto a la bolera de La Central, al pie de la cuesta, se encuentra la parroquia de San Juan Bautista y será precisamente en esa iglesia donde esa muchachita, Josefina Bedia, y Vicente Trueba contraigan matrimonio un doce de marzo de 1934. Pero ese día, aún un tanto lejano del feliz acontecimiento, en el corro había dejado de sonar el habitual estruendo que hacen las bolas al chocar contra el tablón. Y no era de extrañar, siempre pasaba lo mismo; a la voz de que Vicente subía la cuesta, la bolera de La Central y la tienda-bar que le daba nombre, se vaciaba; hasta el cura, que solía tirar unas bolas con las faldas recogidas en la cintura, salía corriendo para contemplar, entre los murmullos y la admiración general, la ascensión de la pareja camino del barrio de La Lombana. Nunca echó el pie a tierra, ni tan siquiera cuando Josefina acortaba el paso para pararse por un instante. Nunca dio satisfacción a los agoreros que día tras día predecían la caída en desgracia del ciclista. Vicente Trueba jamás supo lo que era poner un pie en tierra.

Será en La Cavada, el histórico pueblo que surgió a orillas del Miera, donde Vicente vivirá los momentos más felices de su vida personal. Y también será allí, en el cementerio de San Andrés, donde descansará para siempre junto a su esposa Josefina.

Quién iba a decir a un pequeño muchacho de Sierrapando, de poco más de 50 kilos de peso, que se iba a convertir en una de las grandes leyendas del ciclismo mundial. Con el mérito añadido del sufrimiento que suponía transitar por aquellas arcaicas y pedregosas carreteras, con bicicletas pesadas y sin ningún apoyo mecánico. Además, y por añadidura, con privaciones de todo tipo, desde las alimenticias hasta las económicas. Un ciclismo que deparó grandes gestas y que forjó a hombres que estuvieron incluso por encima de aquellas increíbles proezas. Y Vicente Trueba fue, sin duda, uno de aquellos elegidos, uno de aquellos ciclistas legendarios que labró su gloria en una carrera, en la denominada por entonces Vuelta a Francia y que hoy todos conocemos por el Tour.

El año del primer Tour, de los cinco en que participó, es 1930. Acudió a la Vuelta a Francia formando parte del equipo español, acompañado entre otros por su hermano José. No tardará en dejarse ver en su terreno, en la montaña, coronando el Galibier en primer lugar y terminando vigésimo cuarto en la general.

Aquella tarde de 1932, mientras acompañaba a su novia a casa, mientras subía al paso cadencioso y feliz que marcan los enamorados la cuesta de La Arcillosa, soñaba con un futuro al lado de Josefina y soñaba también con el Tour. Ya sabía lo que era y estaba seguro de que aquella era su carrera, aquella en la que, a pesar de las penosas circunstancias en las que tenía que presentarse, sin equipo, sin medios, sin mecánicos, sin nada, se sentía como pez en el agua. Nada le asustaba, ni tan siquiera el hecho de competir a título individual, en una clara desventaja con respecto a las grandes escuadras; se había preparado a fondo y confiaba en sus posibilidades.

El Tour ya estaba a la vuelta de la esquina y para esta edición, tras ausentarse del celebrado el año anterior, había recibido la invitación de Desgrange, el mandamás todopoderoso de la ronda francesa, contra el que no cabía apelación alguna. A pesar de las duras condiciones impuestas, no dudó en aceptar el reto que le acababa de llegar con el mes de mayo. Quería demostrar que su gran actuación de 1930 no respondía a una casualidad, que el apelativo de “la puce”-“la pulga de Torrelavega”- que se ganó por su característica forma de escalar, tras disputarse la décima etapa y coronar los puertos siempre entre los mejores, no había sido flor de un día.

La falta de medios económicos era un obstáculo importante pero la sociedad cántabra, sus deportistas en especial, se volcaron para que Vicentuco, desde su metro cincuenta y nueve de estatura se hiciese un gigante de la bicicleta.  Se organizaron todo tipo de eventos, desde partidos de fútbol, a carreras ciclistas, pasando por rifas con el fin de recaudar fondos para hacerle más llevadero su viaje en solitario. El uno de julio de 1932 se marchará el de Sierrapando con lo que se había recaudado, ni más ni menos que 1146,30 pesetas de la época. Y eso a falta aún de la rifa organizada en La Cavada, donde se sorteaba un reloj de pulsera que no tardaría en adjudicarse un tal Daniel Sastre, al poseer el número agraciado, el 639.

Pero, unos días antes de partir a la Vuelta a Francia, se había organizado en La Cavada una gran fiesta-homenaje en su honor, la I Fiesta del Pedal. Desde todos los puntos de la región salieron caravanas ciclistas hacia Sarón, el punto de concentración. Allí esperaron a la expedición de Torrelavega que iba encabezada por los hermanos Trueba, Federico, José, Vicente, Manuel, Fermín, Victorino y Carminuca. Después de una parada técnica en Solares, hicieron una entrada apoteósica en La Cavada, siendo recibidos por todo el pueblo entre grandes ovaciones y una larga y prolongada traca de cohetes.

Ya solo restaba la carrera, la ascensión a Alisas, en la que Vicente Trueba participaba fuera de concurso. Se parte de La Cavada en salida neutralizada hasta el puente de los Arroyos, donde se desencadenan las hostilidades. Vicente vuelve a dar una lección de clase al llegar el primero y batir el record de la ascensión, ostentado hasta la fecha por Antonio García, quien en 1921 lo había dejado en algo más de 28 minutos. Vicente Trueba lo establecerá, aquel 28 de junio de 1932, en 25 minutos. Al participar fuera de concurso, el ganador de la prueba fue Vicente Cobo con un tiempo de 27 minutos y 50 segundos.

En el Tour de 1932, con esa imagen mítica de los tubulares enrollados a su cuerpo, Vicente Trueba se confirma como el mejor escalador del mundo. Ganará en Aubisque, será segundo en el Tourmalet y deslumbrará en cada ascensión terminando vigésimo séptimo en la general. Su gran actuación hizo que la organización del Tour creara al año siguiente el Gran Premio de la Montaña, aunque no será hasta 1975 cuando se institucionalice el típico maillot blanco con lunares rojos para el rey de la montaña. La expectación que traían consigo las duras etapas pirenaicas y alpinas, y la exhibición que en las mismas hiciera el ciclista montañés, habían hecho al periódico organizador L´Auto y a Henri Desgrange, su director y viejo record de la hora, crear el Premio de la Montaña, dotado de una buena motivación económica, tanto para el triunfador final como para los ganadores en los distintos puertos. Buena idea de este viejo zorro del ciclismo, un hombre que sabía lo que era sufrir en la bicicleta, un antiguo ciclista que en 1893 había batido el record de la hora al recorrer algo más de 35 kilómetros en ese tiempo. Y con aquellas pesadas bicicletas del siglo XIX.

De todos los homenajes que se le rindieron tras su brillante paso por la Vuelta a Francia del año 32, quizás el más emotivo fuera el que se le dispensó el 31 de agosto en La Cavada, la tierra en la que se enamoró de Josefina y en la que, además de un ídolo, ya era considerado un vecino más. Una caravana de ciclistas acudió a esperarle a Liérganes, desde donde le escoltaron con camaradería hasta el centro del pueblo, hasta la mismísima, como se llamaba entonces, Puerta del Sol, frente a los almacenes de Manuel Díez. Allí es recibido por  prácticamente la totalidad de los vecinos entre grandes vítores y aplausos, acallados solamente por las salvas de bombas y voladores que se tiraron en su honor. Después, en los salones de la confitería de Luis Serna, se le obsequió con un sabroso lunch donde narró las hazañas vividas en el reciente Tour de Francia.

En febrero de 1933, tras la encuesta realizada por L´Auto entre sus lectores para elegir a los mejores ciclistas de cara al Tour, y quedar en el puesto diecisiete, con casi seis mil votos, Vicente no puede negarse a participar, pese a que ya tenía puesta la mirada en la boda que se celebraría un año después. Tras su participación en el Giro de Italia, se presenta en la salida de la carrera francesa nuevamente sin equipo, a título individual y sin apoyo logístico alguno. Iba como Touriste-Routier, la categoría más humilde, ya que no permitían que ni su amigo Clemente López-Dóriga le siguiese y le asistiera en carrera. Él tenía que ocuparse de todo, desde buscarse la comida hasta arreglarse los pinchazos. Salía con una desventaja más que manifiesta y no contaba tan siquiera con el apoyo de un paisano, ya que en aquella edición era el único español que participaba.

Pero, desde luego, ya no era ningún desconocido; era un ciclista respetado y que infundía un gran temor entre sus rivales. Su impronta había sido tan fuerte y el impacto que había dejado su valiente y persistente forma de escalar tan hondo, que este año venía dispuesto a lograr ese título recién creado e inspirado en su anterior participación. Y por tanto estaba decidido a proclamarse el primer rey de la montaña de la Vuelta a Francia. Y lo consiguió sin encontrar un solo rival que le hiciese la menor sombra.

El Tour de 1933 será el Tour de la consagración de Vicente Trueba como un gran mito del ciclismo de todos los tiempos. Encabezará la lista de campeones en la ascensión de los puertos más míticos, como el Aubisque, Aspin, Tourmalet o Galibier, donde el martes, cuatro de julio, y cuando ya llevaban más de seis horas de carrera, coronará primero y en solitario con una ventaja de cinco minutos y treinta segundos sobre el siguiente. Acababa de destrozar el record de la ascensión que, desde 1912, se hallaba en poder del francés Christophe. Aquella hazaña le hará escribir el 8 de julio unas letras a su amigo y mentor Clemente López-Dóriga plenas de satisfacción: “He disfrutado porque en el Galibier he hecho morirse a éstos. Yo llevaba el 48 por 21 mientras ellos lo hacían con el 44 por 24”.

Las grandes gestas protagonizadas por Vicentuco en la edición del año 33, desatarán el furor ciclista en España, donde los periódicos nacionales le dedicaran grandes titulares en primera plana. Y en Francia, otro tanto. El periódico organizador del evento, L´Auto alcanzará su record de tirada al vender casi un millón de ejemplares relatando las hazañas de aquel pequeño gran hombre. Desgrange, su director, escribirá crónicas elogiosas hacia el corredor español. Todas coincidirán en lo mismo, en el carácter indómito de Vicente Trueba, ya que cada vez que lanzaba un ataque durante la ascensión a los puertos más duros, sus rivales se echaban a temblar: “… de nuevo, como las pulgas, saltaba otra vez del pelotón que, de un manotazo, lo aleja, pero vuelve a la carga una tercera, cuarta, quinta y sexta vez; la pulga continúa saltando del pelotón”.

Todo ello contribuyó a que en aquel año el ciclismo causara tal furor que hacía de él una religión que profesaban millones de seguidores. Y todo gracias al mito que se había forjado a golpe de pedal, a un ciclista tan grande que nos hizo comprender que a los hombres nunca debe medírseles por los centímetros de su estatura, sino por el tamaño de su corazón y por la bondad y la inteligencia de sus actos.

Sería una injusticia no contar cómo le fue arrebatada aquella Vuelta a Francia que con tanto sacrificio había ganado en la carretera. La clasificación oficial le otorgó el Premio de la Montaña, tras haber sido primero en nueve de los quince pasos más elevados del Tour del 33. Así mismo se clasificó sexto en la General. Y justo aquí es donde se ha de hacer una importante consideración. Tan importante y crucial que fue la que le impidió ser el primer español en ganar el Tour de Francia. Según las normas con las que dio comienzo aquella edición, Vicente Trueba dejó fuera de control en la etapa del Galibier, terminada en Grenoble, a los cinco ciclistas que le precedieron en la General y, por tanto, y tal y como se habían aplicado las normas hasta entonces, estaban eliminados de la carrera. Desgrange, gran jefe de la vuelta, cambió las normas y les reintegró a la carretera, recuperando por decisión personal del jefe lo que habían perdido durante la competición deportiva.

No quiero que suene a queja, pero sí quería dejar constancia de tamaña injusticia. No obstante, hay que reconocer que el público francés le recibió en París como a un auténtico héroe, tras entrar en la capital francesa junto a los otros treinta y nueve corredores que consiguieron completar la Vuelta a Francia.

A su regreso a España es recibido como lo que era, un gran campeón y se le agasaja y homenajea en todas las ciudades a las que acude, sea Barcelona, Madrid o, por supuesto, Santander. Pero, sin duda, el homenaje más sentido y más emotivo se celebró en el Hotel Comercio de Torrelavega, donde el padre de Vicente presidió el banquete.

¿Qué pensaría aquel joven de Sierrapando cuando regresó del Tour de aquel año de gracia de 1933 con 56703 francos en el bolsillo? Tal vez se acordaría de una de sus primeras competiciones serias, la prueba Otero-Payán de cuarenta kilómetros, celebrada en Torrelavega el ocho de febrero de 1925, donde quedó segundo y obtuvo como premio una maquinilla Gillette valorada en 1,50 pesetas.

El año 1934 será el año de su boda con Josefina; tras casarse en La Cavada se irán de viaje de novios a Roma. A su regreso se instalarán toda esa temporada en La Lombana, por lo que era frecuente verle entrenar por aquellas carreteras. ¡Cuántas veces subiría el puerto de Alisas o el Portillo de la Sía!

En julio, casi recién casado, regresará al Tour y quedará segundo en el Premio de la Montaña. Sin embargo, la edición del Tour de 1935 será muy distinta y muy amarga. Acudirá a su pesar, ya que hubiera preferido quedarse en Torrelavega, junto a Josefina, supervisando el nuevo garaje que acababan de abrir. Se retirará nada más comenzar; las molestias estomacales provocadas por las sustancias que ingirió para eliminar la solitaria habían hecho mella en él. Al menos no tuvo que ver cómo en una de sus etapas favoritas, y en un puerto que tan bien conocía, como el Galibier, el Tour se tomaba su primera víctima mortal. Y lo hacía en la persona de un compañero y amigo, en la del gran ciclista español Paco Cepeda. Descendiendo el Galibier, parece que fue arrollado por un automóvil. Inmediatamente será llevado a un hospital de Grenoble, donde fallecerá el 14 de julio. Los españoles que participaron en el Tour de aquel aciago año, entrarán en París luciendo un brazalete negro. En el entierro de Francisco Cepeda, el ciclista de Sierrapando portará una de las cintas mortuorias que se desprendían del féretro.

Desde luego, Vicente Trueba es uno de los grandes ases del ciclismo mundial por muchas razones. En aquella legendaria Vuelta a Francia de 1933 nació un mito de leyenda pero no debemos olvidar que el ciclista y el hombre quizás se forjaran y templaran en aquellos viajes que, desde Sierrapando, hacía a La Cavada para cortejar a una linda muchacha del pueblo, la que, andando el tiempo, sería su compañera de vida, su esposa Josefina.

 

                                                                      Juan Francisco Quevedo



MUSICALES



HA MUERTO ANITA PALLENBERG

 

Ha muerto Anita Pallenberg, la hermosa mujer cuya belleza era una invitación a la contemplación. Incluso platónica, aunque la verdad es que te conducía a una exultación más placentera.

Mientras que en los Estados Unidos aquel año de 1971 el furor de la época flower power se iba instalando en el pasado californiano para empezar a aflorar algo más típicamente neoyorquino, como los circuitos underground, en Londres las cosas y los sentimientos eran aún muy diferentes. Todavía imperaba la estética, la sensibilidad y el pensamiento, digamos, hippy. Así que, mientras que en el país de los dentistas -como Joseph Brodsky denominaba al amigo americano-, los jóvenes del país hacían soflamas, en campus como el de Kent State, contra la guerra de Vietnam y Camboya, mientras que la Guardia Nacional les destripaba, en Inglaterra aún lloraban a Hendrix y Joplin y bailaban al ritmo de los Jefferson Airplane. Y, claro está, el mundo que sucumbió con ellos. Sólo pareció pervivir en ambos lados, para desgracia de todos, el espíritu envenenado de la vieja canción de Hendrix, Are You Experienced? De hecho, se seguían entregando a cualquier experiencia.

Pero en el año 1971 pasaron más cosas, fue el año de arranque de la gira de los Rolling Stones, la que les llevaría de Newcastle a Los Ángeles, de escenario en escenario. ¡Y cómo sonaban!; fue la primera vez que tocaron en directo Brown Sugar. Y en aquel iniciático concierto, y durante toda la gira, no podía faltar Anita Pallenberg; el aire por el que respiraba y suspiraba Keith Richards, mientras iniciaba su lucha sempiterna contra las adicciones. Anita era una mujer cosmopolita, que dominaba varios idiomas, llena de inquietudes y que estaba embebida por la nueva estética y por las nuevas ideas, que practicaba el amor libre y que probaba cualquier sustancia que la pusieran por delante sin preguntar de que se trataba. Esa era la Anita que enamoró a los Stones-menos a Charlie, siempre tan distantemente inglés- allá por 1965, en Munich. Ella era una italiana, engendrada por unos padres alemanes, que daba sus primeros pasos como actriz. Inmediatamente se enrolló con Brian Jones, el único que movió del trono a Jagger. Hasta que le expulsaron del grupo en 1969, para aparecer ahogado poco después en la piscina de su casa. El caso es que Anita, tras dos años con el rubio y violento guitarrista, enamorado más de los Virtuosos de Jajouka que de ella, se decidió por Keith, con el que mantuvo una larga relación de lo más tormentosa. Y con el que tuvo tres hijos. Pero durante la gira, la única compañía que habían tenido era la de su único hijo hasta la fecha, el pequeño Marlon, la de su perro Boogie y la del músico Gram Parsons.

Cuando saltó el grupo al escenario de aquella ciudad del norte de Inglaterra, Anita les siguió, con su acatarrado hijo en brazos, entre bambalinas. Al sonar los primeros acordes de  Jumpin´ Jack Flash, Jagger apareció como lo que es, el mejor performance del rock que haya existido, enfundando su delgadez en un brillante traje de sastrería, fabricado en un llamativo satén rosado, y coronado por una gorra de jockey.

Anita miraba embelesada desde el backstage a su querido Sticky Fingers-dedos pringosos-, el epíteto cariñoso con el que conocían a su novio, y bailaba y bailaba mientras Marlon tosía en su regazo. La histeria de un público entregado y las canciones del grupo se sucedían sin parar. Hasta que el concierto llegó a su fin con Street Fighhting Man.

Luego, todo termina. Como todo en la vida. Ahora, Anita sólo es un recuerdo en la memoria de algunos. Quizás perviva a través de Angie, el título de aquella canción que compusiera Keith y que nunca se supo muy bien a quien estaba dedicada. El caso es que le dio el nombre de la hija que tuvieron en común, Ángela.

Qué la tierra le sea leve a esta mujer que bien pudiera poner en su tumba, como epitafio, los versos de Manuel Machado:

 

“Es tarde... Voy de prisa por la vida. Y mi risa

es alegre, aunque no niego que llevo prisa”

 

Juan Francisco Quevedo


LUIS EDUARDO AUTE

 

Ha muerto Luis Eduardo Aute y aunque ya conocíamos su precario estado de salud desde hace años, no deja de sorprendernos que una persona que nos ha acompañado con su música y con sus textos a lo largo de la vida, desaparezca. Había nacido en 1943 en Manila, cuando los ecos de las explosiones de los bombarderos americanos caían sobre el archipiélago.

Un día escribió algo que me trasladó a esa tradición dual tan española, mostrando ese carácter tan nuestro, pese a su educación de colegio británico en Filipinas; escribió algo así como: “España de mis amores, ¡cuánto te odio!”.

A veces nos sentimos tan identificados en una simple frase que, por muy humorística que pudiera ser en su concepción, acumula un gran trasfondo de verdad. Es algo muy propio de artistas renacentistas que han sido capaces de unir y reunir poesía y música en una canción. Como él lo hacía.

Sé que llegó a este mundo de la música por casualidad, ya que desde las calles de Manila, cuando su padre estaba a las órdenes de Jaime Gil de Biedma, por entonces Presidente de la Compañía de Tabacos de Filipinas, nunca había soñado con ser cantautor; le sobraba y bastaba con corretear con los muchachos de su edad y hablar en tagalo mientras juntos descubrían el mundo. Por entonces, se conformaba con pintar e imitar las láminas de grandes artistas y, así, descubrió a Goya y su Maja desnuda, su primer acercamiento según confesó al universo sexual femenino.

Después, ya en España, y con una guitarra en la mano intentó con pereza imitar y cantar canciones de artistas a los que admiraba. Fue entonces cuando descubrió que para él era mucho más fácil componer e interpretar sus propias canciones.

Tuvo éxito desde el principio, desde aquel “Rosas en el mar” que compusiera en 1966 con veintitrés años, desde “Al Alba” aquella canción irreverente que le regaló a Rosa León y que ésta pudo interpretar sin que tuviera consecuencias en televisión española en el año 1975. Según Luis Eduardo Aute, era una crítica solapada a las últimas ejecuciones del franquismo, una canción con estrofas tan demoledoras que cuesta creer que pasara la censura de la época:

“Los hijos que no tuvimos/se esconden en las cloacas/comen las últimas flores/Parece que adivinaran/que el día que se avecina/viene con hambre atrasada”.

En realidad, en la gran mayoría de sus canciones reside esa búsqueda constante del individuo por resolver cuestiones filosóficas sobre el amor y la vida y, por tanto, siempre muy ligadas a la muerte y al sexo; posiblemente los ejes sobre los que ha construido una gran parte de su obra.

Un hombre como él que nunca supo amoldarse a una sola disciplina artística porque, como decía, le hubiera aburrido hasta la extenuación, transitó por la poesía, por la escultura y por la pintura con gran pasión. Siempre interesado en algo y siempre intentando descubrir nuevos horizontes porque si algo aborrecía era estar ocioso. Y si era algo nuevo, mejor.

Sería muy prolijo y fácil de consultar en las hemerotecas su trayectoria artística, a la que avalan sus discos y sus numerosas exposiciones, tanto nacionales como internacionales.

Recuerdo la única vez que pude asistir a una de sus exposiciones de pintura; fue en el Santander de los ochenta, en el MAS. Giraba en torno a la pasión; eran cuadros de gran formato y uno en especial me llamó mucho la atención; la cara sangrante de un Cristo con la corona de espinas y unos ojos implorantes.

Recuerdo con emoción cómo pude compartir una tarde con él hace apenas seis años, antes de que sufriera el infarto que prácticamente le retiró de la escena pública.

Era mi primera novela y la editorial nos invitó a compartir caseta de firmas el día de la inauguración de la Feria del Libro de Madrid. Para mí fue una sorpresa de lo más agradable; me encontraba cara a cara con uno de los hombres que, con sus canciones, había acompañado una buena parte de mi vida. En seguida se interesó por lo que había escrito y se mostró cercano y próximo a lo largo de la tarde con una humanidad y cariño que hubiera mostrado a cualquier otro desconocido con el que hubiese podido coincidir. Al despedirnos, nos dimos un abrazo y nos dijimos que ya nos veríamos, que no tardaríamos en reencontrarnos. Que no me olvidara de que su abuelo por parte materna era un santanderino.

 Ahora, a su muerte, aún queda en su cartera de cosas pendientes algún proyecto, como aquella serie de poemas a los que Jaime Gil de Biedma le pidió que pusiera música para que los interpretase Marisol, Pepa Flores. Nunca pudo hacerse, pues a pesar de estar los tres de acuerdo en un principio, coincidió en el tiempo con la decisión irrevocable de retirarse de la malagueña. ¿Quién sabe? Tal vez sea el momento de rescatar esa carpeta.

Ya nunca podrá escuchar a su hija decir Albanta (levanta), papá, palabra que le sirvió para dar título a uno de sus álbumes pero nos queda su canción para recordar su ternura. Como nos queda también aquel memorable disco doble, Entre amigos, donde le acompañaron los otros tres grandes de la canción de autor, Joan Manuel Serrat, Pablo Milanés y Silvio Rodríguez.

Muere el hombre, muere el artista, pero nos queda su obra. Una forma de inmortalidad reservada tan sólo a unos pocos privilegiados.

Sólo me queda decir que aunque sienta que te estoy perdiendo, de ninguna manera tendré que olvidarte porque siempre nos queda la música y siempre seguirás pasando por aquí.

Juan Francisco Quevedo

 


SESENTA AÑOS DE LA PRIMERA GRABACIÓN DE THE BEATLES ANTES DE SER THE BEATLES

 

EL GRAN NEGOCIO DEL ROCK

¡QUÉ AÑOS LOS DE AQUELLOS TIEMPOS!

 

Han pasado la friolera de sesenta años desde que unos muchachos que se hacían llamar The Quarry Men, realizaran su primera grabación de un tema propio. La canción llevaba por título “In Spite of All the Danger” y estaba compuesta por dos jóvenes que aún no eran nadie y que firmaban la canción al alimón como Lennon y McCartney. A su vez, un músico desconocido, un tal George Harrison, ya formaba parte de aquella iniciática formación de 1958 que no tardaría en cambiar de nombre. A principios de 1960, adoptaría su denominación definitiva, aquella por la que entrarán en la historia, no sólo de la música rock o pop sino también en la de la historia del siglo XX, The Beatles.

No obstante, aún les quedaba un peregrinaje de dos años por clubs de Liverpool y Hamburgo para comenzar a ser lo que no tardarían en llegar a ser, el grupo más famoso, querido y cotizado de la historia del rock. Primero simplemente fueron una explosión de alegría inconformista que encabezó a una juventud deseosa de cosas nuevas, deseosa de romper con el pasado, y después, y a la vez, se convirtieron en una ingente máquina de hacer y producir dinero, en un emblema propagandístico para el país del que procedían. Tal es así, que a pesar de la aversión manifiesta que suscitaban en el establishment de su país, tanto los  personajes de la alta sociedad como las instituciones de la más elevada raigambre, en cuanto olieron el olor del dinero y las divisas, en cuanto intuyeron que esa marca, así los veían desde la city de los negocios, iba a subir exponencialmente los ingresos de su caja registradora, no dudaron en asimilarlos e integrarlos en la alta sociedad británica.

Y lo escenificaron a lo grande; con el mayor y más preciado de los honores institucionales. La apoteosis, esa ascensión a los cielos como deidades vivas, les llegó ni más ni menos que de la mano de la reina de Inglaterra Isabel II que, con todo el boato de la realeza británica y en el palacio de Buckingham, coronó al grupo como Miembro de la Orden del Imperio Británico.

Y hay que decir que no desmerecieron en absoluto en el ceremonial ya que llegaron a palacio a bordo del Rolls Royce de John Lennon. La monarca inglesa y los más altos dignatarios de la nobleza y del estado les estaban esperando para imponerles la distinción en el gran salón del trono. Sólo tres años antes aún no eran nada, lo que da idea de la marea que generaron en todos los ámbitos; por no hablar de lo mudable y caprichosa que puede ser la fortuna.

Pero regresemos a ese año, al sesenta y dos, un año que para mí, un intruso metido a historiador de los bajos fondos, fue fundamentalmente el año en que cuatro chicos de Liverpool, The Beatles, revolucionaron el planeta con sus canciones y con su estética, con sus trajes negros impecablemente imperfectos e innovadores, con sus corbatas estrechas, sus flequillos igualados hasta las cejas y con una pulcritud transgresora.

Hasta entonces todo lo que había ocurrido, y ya habían pasado algunas cosas en el mundo de la música, baste recordar a Elvis Presley o Bill Haley, no era nada comparado con lo que estos chavales recién llegados de Hamburgo iban a originar en una juventud inconformista que pedía a gritos que detuvieran un mundo que nada tenía que ver con ellos. Ellos también, los Beatles, ya querían habitar uno muy distinto; y a esa aventura se lanzaron con un bagaje muy ligero y muy fácil de transportar: un talento único e inigualable para conseguir melodías geniales, melodías con las que inundarán de felicidad a la juventud de los sesenta. Pero su legado no caerá en el olvido tras esa primera explosividad, tras ese primer golpe de efecto, sino que se transmitirá a las generaciones posteriores de una manera natural, por la propia calidad y calidez de sus temas. Su música y su influencia perduran aún en nuestros días.

En noviembre de este año de gracia de 1.962 los Beatles editan “Love me do”, su primer disco sencillo y su primer número uno. Estos mozalbetes que desde esta ciudad portuaria de Liverpool absorbieron, y muy provechosamente, las resonancias que les llegaban desde los Estados Unidos acerca del rock and roll -Berry, Little Richard, Perkins...-, se convirtieron repentinamente en un referente esencial a ambos lados del continente; con ellos nacerá una nueva era, con ellos nacerán las superbandas de rock. Y será desde esa América del norte, desde unos Estados Unidos consolidados como referencia cultural mundial, desde donde un poeta como Allen Ginsberg, aparentemente de vuelta de todo y con ese halo de profeta beatnik, no tardará en otorgarles su bendición y proclamar a los cuatro vientos que “la conciencia de la humanidad está en Liverpool”. Casi nada.

Y lo dice un hombre que sabe, desde su aullido de la desesperanza y de las promesas incumplidas, del desastre de su patria, de su dolor, de las pérdidas irremediables a las que se vieron arrastrados destruidos por la locura. Pero algo, tal vez la música de cuatro jovencitos de poco más de veinte años, parece estimular al viejo visionario descreído, parece hacerle renegar del desencanto que le ha hecho imaginarse un vagabundo loco. Estos chicos imberbes le motivan incluso más que el viaje sicodélico que le pueda proporcionar una pequeña estrellita de L.S.D., iniciales de la lisérgica droga que acabará coincidiendo con una de las canciones más celebradas de los Beatles y que forma parte del mítico disco, Sgt. Pepper´s. Estoy hablando de Lucy in the Sky with Diamonds.

Aquellos músicos, todavía con cara de buenos en aquel 1.962, se habían granjeado una creciente fama entre los asiduos a los garitos-The Cavern- de Liverpool y ya empezaban a tener un nombre entre la juventud inglesa. Pronto lo tendrían en los corazones de los jóvenes del mundo, de un mundo que creían poder mover y cambiar a base de algo tan sencillo y elemental como dar y recibir amor. Tal y como cantaron años después Crosby, Stills y Nash, a los que se añadió, sin hacerse esperar, el incombustible ahogo nasal de Neil Young -“Harvest”-.

“Cuando no esté contigo a quién amas,

ama a quién esté contigo.”

Así de fácil. Eran tiempos de lucha pacífica y revolución de cuerpos, donde se caminaba a la paz a través del amor y la música. Como siempre, como ya se hiciera, eso sí con no demasiada fortuna, desde que el mundo es mundo.

“Omnia vincit amor” (El amor todo lo vence).

                                        Virgilio (Églogas, 18, 69)

Será en 1.963 cuando los Beatles tocarán en “The Cavern” por última vez. Después, ya nunca nada volvería a ser igual para ellos. El grupo crecía a una velocidad de vértigo y la voracidad de sus fans les impedía completamente algo tan elemental como intentar poner un pie en la calle. De haberlo hecho, de haber tenido esa osadía, lo más probable es que hasta al menos pintado de ellos le hubieran cortado esa extremidad andante para venerarla en sus casas como si fuera una reliquia, como si fuera el apéndice incorrupto de cualquier santo entronizado. Si sus seguidores más fanatizados les hubieran tenido a mano, es más que probable que hubieran acabado completamente mutilados y repartidos por piezas entre la multitud vociferante, tal y como ocurrió con el cadáver de Voltaire, el cual, en plena iconoclastia revolucionaria, al ser paseado por media Francia como monumento a la razón, regresó mediado a París, pues en cada pueblo del camino se le iba quitando algo. Sólo una cosa no pudieron conseguir y quedó intacto: su cerebro. No fue casual; ya había salido de la capital sin él, tras extraérselo para conservarlo en formol como un monumento a la inteligencia. Pues bien, pareciera que esta revolución cambiara, como aquella, unos santos por otros y ahora los santos eran ellos, los Beatles.

Si a Lennon le hubiera pasado lo mismo que al genial Goya; es decir si al ser desenterrado hubiera aparecido en la tumba sin cabeza, seguro que ya hubiera aparecido; claro está, teniendo en cuenta lo que han evolucionado los tiempos. El profanador la hubiera vendido, a precio de oro, en una subasta por internet. De eso no me cabe la menor duda.

Hoy en día, el famoso club de Liverpool donde tocaron los Beatles en sus inicios se ha convertido en un lugar sagrado para aquellos que aún adoramos, a pesar de los años, sino sus cabelleras, sí sus melodías sencillas y pegadizas. Es nuestra inocua manera de ponernos a contracorriente.

“Me encuentro buscando un refugio otra vez

contra el viento.

Soy ya viejo, pero sigo corriendo contra el viento.”

                                           Bob Seger (Against the wind)

De alguna forma, ir a contrapelo, aún en la madurez, no es más que un estupendo estímulo de vida y el rock, y toda aquella endiablada música, lo era entonces y lo sigue siendo ahora.

Paul, John, George y Ringo estaban a un paso de ver medrar sus bigotes, así como de desmelenarse, al ritmo del sitâr de Ravi Shankar, acompañados por las inmensas barbas, canas y floreadas, de los grandes gurús de la India. Pero antes de perderse en la moda orientalista, hubo un tiempo en que creyeron -fue muy fácil verlo así- estar por encima del resto de los mortales. Y, observado desde la distancia del hoy, tal vez lo estuviesen. También, dicen los maledicentes, que en sus borracheras de sabe Dios qué, les crecía tanto el ego que llegaban a sentirse incluso por encima de Él. Y tal vez hubo un tiempo en que también lo estuvieron. Al menos a los ojos de una gran parte de los habitantes de aquel planeta que pretendíamos cambiar al son de su música. Y cambiar, entre otras cosas, transformando la iconografía que había acompañado a la civilización a lo largo de la historia. Los santos, encaramados sobre sus peanas durante siglos, eran descabalgados para ser substituidos por estos nuevos ídolos, más efímeros, más de carne y hueso, pero tocados con ciertos ribetes celestiales que les acercaban a la santidad. Claro está, a esa edad, incluidos ellos, todos creíamos tocar la inmortalidad. Hoy bien sabemos que no; solamente tenemos que mirar, a nuestro alrededor, los añicos desparramados de tanto cerebro de santo roto.

Y América también se rendirá a sus pies, a los pies de los aún chicos buenos de Liverpool. Lennon y su banda llegan al número uno de las listas, con el tema “I want to hold your hand”, a velocidad de crucero, tal y como va su vida; baste comentar que su primer L.P., “Please please me”, lo grabaron en un solo día.

Tras el asesinato de John Kennedy, a finales del 63, los Estados Unidos, sus verdaderas entrañas, habían quedado sumidos en el luto más riguroso; el país pareciera vivir en una inmensa y compartida depresión colectiva. Pareciera que la llegada de este nuevo grupo inglés fuera providencial para contribuir a hacer más llevadera esta pena conjunta.

La locura social que van a provocar en el seno de la juventud americana comienza desde que pusieron un pie en el aeropuerto y continúa en todos y cada uno de sus conciertos, donde arrasan en todas sus presentaciones hasta el extremo de que, en determinados temas, cuesta distinguir la música por encima del griterío. No cabe duda de que el mundo y América están a sus pies. O en sus manos.

Durante este año de 1.964 llegan a ocupar los cinco primeros puestos de las listas más importantes y, tras el baño de egos entre la multitud, llegaría su peculiar evolución, una evolución que comenzará, como vimos, con su visita al regio Buckingham Palace. El dinero y las perspectivas que genera, como siempre, sigue doblegando voluntades y ennobleciendo, aunque sea sólo un espejismo, a sus poseedores. Después, tras ser nombrados caballeros, dejarían atrás su ñoñería cursi, la cuidada y repipi estética iniciática -aunque Paul nunca se desprendió del todo de ella y de Ringo más vale no hablar- y emprenderían desde la maraña de sus barbas desaliñadas aventuras más arriesgadas, tanto musicales como vitales.

Tonteando con las drogas y con los grandes santones orientales, pariendo canciones y aumentando, entre película y película, su legión de seguidores se plantarían, casi sin enterarse, durante el 69, en lo alto de la azotea de los estudios Abbey Road, a tocar “Get back”, con la oculta y siniestra intención de montar un escándalo y ser detenidos por la policía. Leyenda o no, lo cierto es que los tiempos ya habían cambiado y buena prueba de ello es que la policía se limitó a disfrutar de la actuación; incluso alguno de aquellos bobbies no pudo evitar bailar levemente y con cierta dignidad.

Y después, antes de certificar su defunción, llegó la mítica maldición japonesa, en forma de mujer. Cayó sobre los Beatles como una cizaña perniciosa, como antes cayera sobre la humanidad una maldición eterna cuando Eva aceptó la manzana tendida por un demonio en forma de serpiente. Seguro que también con los ojos rasgados.

Luego, los Beatles ya sólo eran historia. Al pensar en ello y mirar hacia el pasado, nos damos cuenta de lo deprisa que fue, y pasó, todo para todos.

“Ayer se fue; mañana no ha llegado;

hoy se está yendo sin parar un punto:

soy un fue, y un será, y un es… cansado.”

Francisco de Quevedo (Representábase la brevedad de lo que se vive…)

En menos de diez años estos recién llegados, Lennon y McCartney fundamentalmente, sin olvidar a un estupendo compositor como Harrison, baste recordar la memorable “Here comes the sun”, llenaron de melodías el presente y el futuro. Y no fue sólo su música, fueron ellos en sí mismos: su actitud, su rebeldía, su evolución desde el corte ramplón hasta las melenas del Abbey Road-“Come together”-, pasando por su alucinógena y alucinada etapa del Sgt. Pepper´s, donde una Lucy –L.S.D.-, en un cielo de diamantes, pintaba el mundo de colores.

“Pero el loco de la colina

ve ponerse el sol

y los ojos en su cabeza

ven el mundo girando.”

                                   The Beatles(Fool on the hill).

Larga vida a The Beatles.

 

Juan Francisco Quevedo


DAVID BOWIE

DOS AÑOS SIN EL DUQUE BLANCO

 

¿Qué se puede decir de un hombre que arrinconó un saxofón para convertirse en un cantante muy particular?

Cuando David abandonó el jazz ya era un muchacho tan presumido que permitió que le atizaran un puñetazo en el mismo centro de su pupila izquierda para que sus ojos no lucieran del mismo color. Siempre tuvo alma de gentleman, con una elegancia muy personal y transgresora que con los años devino en clásica.

Entre tanto, se aficionó al cine y después de pasar una tarde por una sala para visionar la última de Kubrick se sintió íntimamente conmovido y compuso Space Oddity; casi nada. Emergió toda su creatividad en esa composición; descubrimos al cantante folk que llevaba dentro pero también surgió la psicodelia sinfónica que aportaba Rick Wakeman, el alucinado teclista de Yes. Con esta canción memorable bajo el brazo se marchó a Nueva York. Fue su carta de presentación para lucirse en el centro mismo del  establishment del rock progresivo. No tardó en besarse con Lou Reed-yo hubiera preferido que lo hiciese con Nico, la bella valquiria de la Velvet que enamoró a tantos, pero sobre gustos, lo dicho-y circular como el estrellón que empezaba a ser por todos los circuitos underground que patroneaba como nadie aquel albino que hizo del arte un gran negocio, Andy Warhol.

Y no finalizaban sus aficiones en las salas de cine. No le faltaba vena teatral a aquel joven que, pese a utilizar la voz para comunicarse, se apuntó a las clases de dos muditos geniales, de Lindsay Kemp y de Marcel Marceau. Tiene miga la cosa. El caso es que este mimo al que le encantaba hablar, no sólo usó sus enseñanzas para llevarlas a las tablas de los teatros o de los escenarios sino que las exhibió con talento y descaro ante el que ya era un mito viviente del pop-art, el mencionado Andy Warhol. Fue capaz de entregarle tanto sus tripas como su corazón en una célebre y silenciosa actuación mímica en la Factory. Claro está que, como decía Aristóteles, “No existe gran ingenio sin algo de demencia”.

Conviene recordar que en un ya lejano año de 1.962 un albino vicioso y de gustos efébicos, según cuentan los maliciosos, popularizó en una lata de sopa el sueño del arte de Marcel Duchamp: “Trivializar lo cotidiano”. Y, en el fondo, lo mismo se llega a esa máxima a través de un urinario público, expuesto en la sala de una galería, que publicitando latas de comida en un lienzo. Tal vez, si Rimbaud siguiera entre nosotros se reafirmaría en aquella nota que dejó sobre el manuscrito de “Una temporada en el infierno”:

“Ahora puedo decir que el arte es una tontería.”

Con Warhol, es innegable, se instala cierta vulgaridad en el panorama artístico y, tal vez por esa causa, aunque no lo creo, Nueva York se convierte, desplazando definitivamente a París, en la capital artística del mundo. Algo que ya se estaba produciendo desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

El caso es que Warhol siempre estuvo unido al mundo del rock, en especial al mundo de los rock-stars. Con David Bowie ideó una multivariedad estética que convirtió al rubio y afilado cantante en un auténtico camaleón. Lo mismo se convertía en una estrella del Glamp-rock que del Space-rock. Colegueó, hasta la desaparición del dinosaurio, con Marc Bolan y en este país, que se llama España, en el que la vida transcurría en blanco y negro, se intentó confundir aquella conversión del futuro duque blanco al plástico, y a la estética mareante, todo hay que decirlo, con la de un adscrito al Gay-rock. Al fin y al cabo cambiar Glamp por Gay era muy fácil.

Antes de enamorar a Imán, esa diosa que apunta permanentemente con la nariz al cielo para mostrarse inalcanzable, se casó con Angie, la de la canción de los Stones, aunque eso parece más bien una leyenda urbana. Sabido es que ese tema lo compuso Keith Richards y le dio el nombre de la hija que tuviera en común con Anita Pallenberg.

Menudo himno. Cómo no recordar a Jagger, rompiendo esquemas estéticos en lo que era la parafernalia del rock, con sombrero playero, al estilo de Los Payos y su María Isabel, y cantando a la mujer de Bowie. O a la hija de Keith, tanto da.

Con esta canción como excusa, algo hay que decir de Mick, un cantante con un gran talento para el blues, en especial para el blues lento y apasionado donde, con su voz única, aunque no extraordinaria, retuerce con sus inflexiones la melodía, llegando a un semifraseo pronunciado, enérgico y envolvente. Si a ello le añadimos que estamos ante el mejor “performer” del rock, lo demás sobra, si bien es de justicia señalar que nunca cantará tan bien como el cantante blanco de voz bluesera más negra, nunca como Eric Burdon –“Bring it on home to me”-.

Voy a acabar con un recuerdo personal, que es más bien una digresión. Allá por el setenta y dos, un pipiolo de nombre Miguel Ríos, grabó en el Monumental, en directo, sus “Conciertos de rock y amor”. ¿Cómo no recordar sus alegatos? Decía algo así como, “gritad, gritad, que se os oiga hasta en la Puerta del Sol”. Aparentemente ingenuo pero, claro, en aquellos años la sede del Ministerio de la Gobernación estaba allí. Y en sus bajos se interrogaba a conciencia. En fin, yo apenas tenía trece años por entonces y no escuché la cinta hasta dos años después pero desde aquel día he visto en muchas ocasiones al granadino y jamás me ha defraudado. La vez que más me impresionó fue, allá por el setenta y ocho, cuando abrió la gira con una magnífica, inolvidable y espectacular versión de Bowie, de su “Space Oddity”.

Y ¿qué más decir? Os dejo un pequeño dibujo, hecho para la ocasión, de un cantante enmudecido para siempre; convertido quizás en el mimo que siempre quiso ser. En cualquier caso, nos queda su música. Larga vida al duque.

Juan Francisco Quevedo


BOB DYLAN

LA POESÍA Y LA MÚSICA DE UNA GENERACIÓN

 

Recuerdo 1974 como el año de mi primer disco, el primero que compraba con mi voluntad, la mucha y variable que se tiene a los catorce años. Después de pasar por los almacenes Simeón, me decidí a entrar en Simago y después de mirar y mirar-no es fácil decidir en qué se gasta uno el dinero cuando casi no le llega-, salí con dos LPs bajo el brazo. Uno era el Abbey Road de los Beatles y el otro el Nashville Skyline de un joven Dylan que desde la portada nos saludaba con su sempiterna guitarra, a golpe de sombrero. Ese fue mi primer encuentro con el cantautor americano. Y el último, y único, con el mito, lo tuve hace unos veinte años, cuando mi hermano Marce me regaló unas entradas y le vimos en directo. Y he de confesar que fue un poco tarde; salí decepcionado del concierto y de la banda que llevaba. Decidí entonces que a los héroes vivientes es mucho mejor leerlos, escucharlos y hablar de ellos que frecuentarlos.

El caso es que hoy me he enterado de que a Dylan le acaban de otorgar el premio Nobel de Literatura y lo primero que he pensado es qué dirán todos esos muchachos que se movían al ritmo de sus inquietudes y de su música, esos jóvenes, más airados que nunca, y que no sólo miraban atrás con ira, sino que fueron capaces de llevar a la práctica lo que John Osborne y su grupo de escritores sólo ejercitaban intelectualmente. Qué dirán esos muchachos que se movían al primaveral ritmo-“Flower power”-, de una música electrizante y, para las muertas mentes -como sus oídos-, de un establishment atolondrado, ensordecedora. “Somebody to love” de los floreados Jefferson Airplane pudiera ser el ejemplo que ilustrase ese sentir combativo, desprendido, gozoso y lleno de libertad de estos muchachos con los que la alegría se desparramaba a raudales. Y qué dirá y qué será también de aquel muchacho de Minnesota que cambió su verdadero nombre por el del poeta Dylan Thomas.

“Aquí el húmedo músculo del amor se aja y muere,

aquí estalla un beso en una cantera sin amor.

Oh, ved en  los muchachos los polos de la promesa.”

                                          Dylan Thomas (Veo a los muchachos del verano)

Qué será de aquel joven que mientras se bailaba el twist en el neoyorquino Peppermint Lounge ya golpeaba y llamaba, con la fuerza de una armónica, a las puertas del cielo.

“Gentes, donde quiera que estéis,

reuníos aquí

y admitid que las aguas han crecido

y que pronto estaréis

calados hasta los huesos,...

... Porque los tiempos están cambiando”

                                       Bob Dylan (The times they are a-changin´)

Cuántas cosas pasaron en aquel lejano 1961. Durante ese año un joven casi barbilampiño, venido del corazón minero de América, un joven de Minessotta que se hacía llamar Bob Dylan acababa de llegar a Nueva York, pateando autopistas, chupando cielo raso y azulejando el desolado peregrinar del solitario de acordes de guitarra y resoplidos de armónica. Desde Mobile, en medio del desierto-“On the road”-, haciendo auto-stop, se las apaña para desembarcar en el Greenwich Village neoyorquino. Llega con unos pantalones vaqueros, a la fuerza desgastados, sin una cama segura sobre la que pasar la noche, sin un dólar en unos bolsillos raídos y pateando antros y garitos a golpes-“beat”- del ritmo de sus cuerdas poéticas. En aquellos primeros tiempos sólo Woody Guthrie, el viejo luchador, el cantante comprometido con cualquier injusticia, desde el limbo de su enfermedad terminal, parece entenderle.

“Yo soy poeta para los pobres, porque he amado siendo pobre; como no podía dar regalos, daba palabras”

                                                                        Ovidio (Arte de amar-LibroII)

Y en tanto Bob, tal vez inspirado por Eliot, escribe y canta. Canta y escribe, incluso a cuento de aquellos misiles, y su famosa crisis, que en cualquier momento podían caernos a chuzos desde el cielo, de aquellos misiles a punto de eliminarnos, de acabar con todo. Y así, como en una letanía mortuoria, monótona como un rosario a media lengua, intuye la fatuidad de la existencia.

“¿Oh, qué viste, para estar tan triste, hijo mío?...

Vi a diez mil oradores con las lenguas rotas,

Vi pistolas y afiladas espadas en manos de niños,

Y es dura, y es dura, y es dura, y es dura,

Y es dura la lluvia que va a caer.”

                                                        Bob Dylan (Una dura lluvia va a caer).

Se apresura a cantar esta letanía con el temor de no poder acabarla, con la incertidumbre de no saber si podrá volver a entonarla, con el miedo de no poder ver ya a John F. Kennedy y a Kruschev, en sus búnkeres, como únicos representantes de una humanidad extinguida. Pero no, este juglar moderno que camina descalzo por el desierto y por el asfalto, aún tenía que regresar al camino, a la autopista 61, con su verdad desnuda y, como un canto rodado, penetrar e inundar las conciencias de los jóvenes con sus composiciones. A veces con letras amargas y desencantadas que, sin embargo, mantienen un punto de esperanza y fe en el mundo y en la humanidad.

“Y por cada desvalido soldado en la noche

nosotros vimos las campanas de la libertad resplandeciendo”

                                                                        Bob Dylan (Campanas de libertad).

En aquel lejano 1.961, sin ninguna duda, los tiempos empezaban a cambiar. Y de qué manera.

Pero si el 61 fue el año en que Dylan se decidió a dar el gran paso y abandonar el pueblo buscando horizontes, 1.963 es el año en que Dylan, a través de los que le versionaban –Peter, Paul y Mary-, apareció en las listas de éxitos y, a consecuencia de ello, su mensaje comenzó a resonar en las conciencias de todos los que esperaban –incluso desde la inconsciencia de la edad- algo distinto, algo bueno y algo realmente nuevo. Aunque se diera la paradoja de que llegara con un sabor tan rancio como la música tradicional y, para rematarlo, además, aún sin electrificar. Aquel hombre, aquella música, llevaba en sus tuétanos el bagaje y la experiencia de los que han dormido en la calle, de los sin techo.

“El hombre, para ser hombre,

necesita haber vivido,

haber dormido en la calle

y, a veces, no haber comido.”

              Antonio Machado (Juan de Mairena)

Todo daba igual, aquello no era lo de antes, ni lo de siempre, aquello sonaba realmente bien, sonaba a verdad y decía lo que muchos esperábamos que alguien algún día dijera. En cualquier caso, para proporcionar intensidad y decibelios ya estaba el rock y, sin tardar y con una gran controversia, el mismo Dylan se apuntaría al sonido enloquecido y eléctrico de una buena banda. Eran años en que los jóvenes sólo anhelaban disfrutar del presente, olvidándose de todo lo restante. Además de un compromiso hacia los demás, existía un componente epicúreo y lúdico en todas sus acciones, así como una necesidad de agotar todas las posibilidades que la vida te brindaba, sin pensar que hubo un ayer ni que habrá un mañana. Sólo importaba vivir -haciéndolo a fondo- el momento presente. Un Dylan, cargado de poesía, nos deleita con este “hombre de la pandereta”, una canción que pronto alcanzará lo más alto de las listas en la versión de los “Byrds”.

“Sí, bailar bajo el cielo de diamante,

agitando libremente una mano,

silueteado por el mar, rodeado por arenas de circo,

con todo recuerdo y destino profundamente hundido bajo las olas.

Deja que olvide el hoy hasta mañana.”

                                                 Bob Dylan (Mr. Tambourine man)

Pronto llegará su segundo disco eléctrico, en el 65, “Highway 61”, un sentido homenaje a la ruta que le conducía desde su Minessota natal a la ciudad más musicalmente enraizada de toda América, Nueva Orleáns. En este disco, una memorable canción, “Like a rolling stone”, se convirtió en un himno generacional, representando a todo el movimiento cultural surgido en esta década.

“¿Qué se siente? ¿Qué se siente?

al estar sin un hogar,

como una completa desconocida,

como un canto rodante.”

                  Bob Dylan (Like a rolling stone)

Un año más tarde aparecería un disco imprescindible, una obra maestra. Representa en la música moderna lo que Bécquer o Garcilaso en la poesía; un antes y un después. Junto al “Sgt. Pepper´s” de los Beatles, al “Pet Sounds” de Brian Wilson –líder de “The Beach boys”-  y, quizá, también al “Affermath” de los Stones, en su primer disco compuesto íntegramente por ellos –“Paint it black”-, “Blonde on blonde” es el disco más influyente, en cuanto a lo que supuso de cambio, de toda la historia de la música rock. Dylan lo grabó en Nashville, donde años más tarde regresará al folk, con una voz casi de “crooner” y con canciones como la bellísima “Girl from the North Country”, que interpretará junto a un mito de la música americana, Johnny Cash. En aquel lugar gestó todo el disco, allí logró encontrarse consigo mismo y con la suficiente inspiración como para componer obras claves. Y lo hizo junto a grandes músicos, como Al Koper y Robbie Robertson. En el disco están desde la archiversionada –recuerdo a Nina Simone- “Just like a women” hasta la hermosa canción de amor que dedicó a su mujer, Sara, “Sad-Eyed Lady of the Lowlands”. Este héroe de la contracultura, aspirante al Nobel de Literatura, nunca volverá a llegar tan lejos, ni tan siquiera en el día de hoy, en el día en que ya un premio Nobel de Literatura luce en sus estanterías.

Me asaltan los recuerdos, a la velocidad de golpeo del teclado, y de repente veo a Bob Dylan y a Joan Baez, como almas gemelas, en el Festival de Newport, formando la pareja más envidiada del universo sesentero. De alguna manera, durante años, formaron un dúo de hecho que, tras distanciarse en el tiempo, se volvieron a ver las caras, por los ochenta, como si nada hubiera pasado, en un multitudinario concierto en París, en el que Dylan lucía, como un viejo corsario, un pañuelo atado en la cabeza que no hacía sino resaltar su de por sí prominente nariz que, como ya dijera Quevedo de un cura narigón, pareciera ser de la familia Nasón. Tras Newport, y tras años de unión, Bob prefirió seguir su vida, llena de crisis y altibajos, salpicada por alguna que otra iluminación mística, pariendo temas inolvidables, donde los perdedores de la vida se rehabilitan; baste recordar la maravillosamente clásica canción, de título “Huracán”, sobre la injusta condena a un púgil negro. Joan, por el contrario, prefirió no encerrarse en sí misma y abrirse a la vida de otras gentes, de tal modo que lo mismo aparecía en un concierto a favor de la paz que en cualquier reivindicación, lo mismo daba que fuera por la igualdad racial que contra el uso del Napalm en Vietnam. Y, ahí sigue; de hecho, en los noventa, aún tenía fuerzas para encaramarse encima de un árbol centenario y protestar por la tala indiscriminada y la deforestación del planeta. Eso sí es poseer un espíritu combativo desde el que, a pesar de esta perra existencia, sigue dando “Gracias a la vida” y, nosotros, seguimos dando gracias de que existan aún personas en las que el espíritu bondadoso y beligerante no decae a pesar de las arrugas que el tiempo se encarga de dejarnos, tanto en el cuerpo como en el alma.

Y no sólo fue Dylan, aunque fuera el principal abanderado a su pesar, fue la música y su poder de rebeldía la que cautivó a la juventud; no cabe duda que aquella música bestial, alocada y apasionada, como los poemas de Byron y Pushkin, nos absorbía provocándonos los mismos “movimientos del alma” que a los grandes románticos rusos. Y no sólo fue Dylan, fue la época a la que pertenecieron. Una época durante la cual la música, fuera de los Stones –Agamenón- o de su porquero, era una bandera tras las que se iba a la búsqueda de la verdad, por muy efímera y subjetiva que fuese.

Hoy, con la concesión del premio Nobel de Literatura a Robert Allen Zimmerman, más allá de las polémicas literarias, condecoran a todas aquellas generaciones que impulsaron un cambio social cuyo influjo aún perdura. Y por supuesto, a las letras y a la poesía de este juglar de cualquier tiempo.

Juan Francisco Quevedo

Santander, a 13 de octubre de 2016


CUARENTA AÑOS SIN EL REY DEL ROCK

CUARENTA AÑOS SIN ELVIS PRESLEY

 

Cuarenta años ya y parece que fue ayer cuando recostado en el sofá escuché la noticia: “Ha muerto el rey del rock, ha muerto Elvis”. Así como suena, sin apellido, el Presley le sobraba. Y hasta el Elvis le sobraba al rey. Era un 16 de agosto de 1977 y la mala nueva no sorprendió demasiado a todos los que le habíamos visto últimamente. En el momento de la muerte tenía tan sólo cuarenta y dos años y parecía sobrevivir en un cuerpo que no era el suyo. Al menos, no en el  cuerpo que recordábamos, el que le había convertido en un ídolo de masas, el primero asociado al rock. Eso sí, conservaba su voz espléndida; ¿cómo olvidar el concierto que dio en Hawaii en el 73? Apenas se intuía el esperpento al que se iba encaminando; aunque con unos kilos de más y un vestuario estrafalario, seguía conservando su voz, su encanto y su enorme poder de seducción.

Mi idilio con su música se remonta a mi infancia, a mis años en México; la radio iba inoculando en mi sangre el virus incurable del Rhytm and blues, un ritmo sincopado y afroamericano que entraba a través de la revista americana Bilboard y de las emisoras que llegaban del Norte poderoso. A través de sus golpes rítmicos fui llegando a todo lo demás, desde el soul hasta el rock, pasando por el jazz. Por la magia de las ondas, la salita de mi casa se podía convertir en el mismísimo club Minton´s Playhouse, de Nueva York; me estremecía con el bebop rápido y cambiante de los mejores jazzistas de los cuarenta, con el ritmo y el estilo de Charlie Mingus –Pithecanthropus erectus- y Dizzy Gillespie –Manteca-. Todo ello acompasado por el saxofón, siempre de cuerpo presente, del cadáver incorrupto de Charlie Parker. En seguida tomé la decisión de alejarme del Cool jazz de los blancos, mostrándome de alma profundamente negra. Pero, por otro lado, la música, al fin y al cabo, más fría o más ardiente, siempre es música: “Donde hay música no puede haber cosa mala (...) la música siempre es indicio de regocijos y de fiestas.” (Miguel de Cervantes, por boca de Sancho Panza -Don Quijote de la Mancha-).

Exactamente entonces fue cuando descubrí a un tipo blanco, y muy guapo, con alma y voz de negro, descubrí a Elvis, el primer blanco con alma negra.

En aquel lejano 1.959, año de mi nacimiento, empecé a fabular esta historia. Para entonces, Elvis ya había justificado su presencia, y la censura de sus caderas, en un show como el de Ed Sullivan, acostumbrado al swing y al clarinete de Benny Goodman, tanto como a la aterciopelada y profunda voz de Frank Sinatra, un crooner venido a más -tan a más que linda con lo sublime-. Aún faltaban unos años para deleitarnos, tanto con la interpretación apasionada de su mítica “Strangers in the night” como con el pop elegante de “Something stupid”; esta última junto a su hija Nancy. Sonaba por entonces su envolventemente maravillosa “Come fly with me”. Mientras su voz prodigiosa dulcificaba las emisoras de radio, Elvis, ya toda una estrella, vestía de uniforme militar en Alemania. Millones de jóvenes muchachas –las primeras “teenagers” histéricas de la historia- suspiraban, y aullaban, por él en todo el mundo, pero Elvis tan sólo tenía ojos para una adolescente, aún con los restos de la niñez en su rostro, de nombre Priscilla. Con ella, y con la aquiescencia de una severa sociedad americana, acabaría casándose. Todo se consentía a este lindo e inmaculado blanco, reconvertido, a través del ejército, en chico bueno. Por las mismas razones, tal vez algo más perversas, incluso pudiera ser que hasta más violentas, un negrazo como Chuck Berry  habría de probar la dureza de las cárceles gringas. “Cabizbajos y vacilantes en torno al patio/desfilábamos en el cortejo de los locos./No nos importaba: sabíamos que éramos/la brigada del mismísimo diablo,/y cráneos rapados y pies de plomo/componían una alegre mascarada.”(Oscar Wilde -La balada de la cárcel de Reading-).

Berry y Elvis, Elvis y Berry. Sus carreras fueron casi paralelas y aunque Elvis siempre salió ganando en la batalla por la supremacía del rock and roll, Berry, con su mítica forma de tocar la guitarra en cuclillas y de lado, mientras daba saltos laterales-su famoso “duck walk”-, es el músico de rock and roll que más ha influido en la música posterior. Baste recordar las estupendas interpretaciones que han hecho de sus canciones bandas de la categoría de The Beatles o los Stones. Temas como “Rock´n roll music” o “Johnny B. Goode”, con una magistral versión de Elvis, están en la historia de la música. A pesar de ello, Berry nunca pudo sacudirse este resquemor de sentirse ultrajado en su paternidad rockera por el guapo de voz más profundamente negra que haya habido jamás, el gran Elvis Presley. Un rey del rock que, sin embargo y paradójicamente, pasará al Olimpo melómano, además y  fundamentalmente, por sus baladas. A Berry siempre le quedará, cuando menos, la elegancia de los grandes bailarines de claqué de Harlem. El espigado y renegado rockero de Missouri bien hubiera podido haber sido, por planta, un bailarín del Cotton Club, aquel local del neoyorquino barrio de Harlem, en el que el gran director Francis Ford Coppola se inspiró para su película “The Cotton Club”. Cuando la vi empecé a pensar en Richard Gere como actor, incluso como actor aceptable, pero enseguida volví a la realidad y le deseé fervientemente que continuara con su vocación frustrada como bailarín.

Ahora bien, si Berry perdió la carrera por la corona del rock, al menos sobrevivió al rey casi cuarenta años.

Fue por entonces cuando, casi sin lágrimas, esbocé un sollozo por un tejano blanco, envuelto en unas gafas de concha negra, de apenas 21 años y capaz de rivalizar con Elvis en el corazón de América, llamado Buddy Holly –Peggy Sue-. Una avioneta, estrellada contra un maizal en Iowa, tuvo la culpa. Don Mclean, en su hermosa canción “American Pie”, homenajea y recuerda el momento como “el día en que murió la música”. Sólo la aparición de la Motown, en Detroit -la ciudad del motor-, y, cómo no, de los salvajes MC5-“Kick out the jams”-, me ayudó a recuperar la sonrisa. Al fin, los negros tenían una industria detrás apoyándoles- cuando no robándoles- e impidiendo que sus canciones, versionadas por los blancos, llegasen más lejos -como ocurría siempre- en las listas de éxitos. Al fin, los negros tenían un sello discográfico desde donde hacernos llegar música, y música muy buena:“Las canciones de los negros tienen algo que va directamente al corazón” (Henry James).                                                                            

Sólo había que esperar..., y ni tanto, para poder escuchar en vinilo a The Supremes, el grupo de una radiante y jovencísima Diana Ross –You can´t hurry love-, a The Tempations –My girl-, a Marvin Gaye –What´s going on- y a un tierno niño, ciego de mirada limpia, que respondía por Stevie Wonder –For once in my life-. Entre tanto, poco faltaba para que otro ciego, y negro, con manos finas y dedos largos, de nombre Ray Charles, incluyera algo, aparentemente tan antagónico a su causa, como el country en su repertorio. Con la balada “Born to lose”, desde luego, fue capaz de iluminar lo que sus ojos no le dejaban ver; los sensibles corazones de un mundo musical que se rendía a su inmenso talento. Nunca estuve en los conciertos del teatro Apollo de Harlem, ni en los numerosos clubs de jazz de la calle 52, pero su impronta imaginada acompañaba mis primeros pasos y mi primera conciencia límbica.

  En los sesenta y setenta la música iba a tener un papel de rebeldía fundamental y así, mientras el gran Elvis se adocenaba en paupérrimas películas comerciales, antes de convertirse en una caricatura gorda, sudorosa y hortera, un negro de sangre india, como Hendrix, ya afilaba sus cuerdas para demostrar al mundo como electrizar a una dama –“Electric Ladyland”- . Eran tiempos donde un gran cambio social emergía: “Están locos por vivir, locos por hablar, locos por salvarse, locos por moverse, con ganas de todo al mismo tiempo, gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes...” ( Jack Kerouac -En el camino-).

Con todo, Elvis siempre estaba ahí; había pasado su tiempo pero no su música. Elvis dejaba resbalar cadenciosamente las palabras en aquella maravillosa canción que ya canturreara, tan distinta, Al Jolson, “El cantor de jazz”, aquel cantante blanco que, betuneado de negro, interpretase la primera película sonora importante de la historia. Aquella maravillosa canción, “Are you lonesome tonight”, me viene ahora a recordar la placidez pastosa del trópico, la felicidad de la infancia, de una infancia tan privilegiada como la de los niños de aquellos años que empezaban a engordar a base de papilla prefabricada.

“¿Está sola y triste esta noche?

… Cariño, mentiste cuando me dijiste que me amabas

y yo no tenía razones para dudar de ti.

Pero prefiero seguir escuchando tus mentiras

que continuar viviendo sin ti.”

                                      Elvis Presley (Are you lone some tonight)

Han pasado cuarenta años desde que muriera Elvis Presley y nadie pone en duda que sigue siendo el rey del rock.

Juan Francisco Quevedo


ROLLING STONES-DE NUEVO EN LA CARRETERA

 

La nueva gira europea que acaban de iniciar estos septuagenarios y multimillonarios músicos de rock es la excusa perfecta para recordar su extensa trayectoria. Esta es la leyenda del grupo más grande y, desde luego, más longevo de la historia.

Cuando Keith Richards y Mick Jagger fueron juntos a la escuela primaria aún no soñaban que se reencontrarían unos cuantos años más tarde, en 1960 y ya con pantalón largo, en una estación de metro de la capital inglesa. Jamás imaginaron que esa casualidad les llevaría a fundar con el tiempo los Rolling Stones. Tras un par de años deambulando por los garitos londinenses, tocando y cantando en pequeños grupos, escucharon a la banda que lideraba un muchacho llamado Brian Jones. Una pequeña charla entre ellos sirvió para dar forma y vida a los Rolling Stones, nombre surgido de la mente de Brian tras escuchar la canción de Muddy Waters, Rollin´Stone. Tras una gira interminable por bares y locales donde tocaban por nada más que lo que pudieran beberse, en enero del 63 se les unió el batería Charlie Watts, el impávido y anacrónico miembro de la banda.

Será precisamente ese año cuando el grupo despegue definitivamente; curiosamente el mismo año en el que se encuentran, tal vez como almas gemelas, en el Festival de Newport, Bob Dylan y Joan Baez, formando la pareja más envidiada del universo hippie.

Pero, en este año de 1963, hubo más música y más encuentros afortunados que en aquel festival folk. De hecho la gran explosión, tanto musical como social, se produjo con los Beatles. En su imparable carrera hacia el Olimpo llegan al número uno en Inglaterra con el tema “She loves you” y, por fin, sueltan amarras, dirigiéndose a toda máquina, para abordar definitivamente el gran mercado americano. Curiosamente, los muchachos de Liverpool están a punto de fabricar la melodía que daría el primer éxito a otro grupo con el que acabarían rivalizando, con The Rolling Stones, con los niños malos de la historia del rock. Sin ese acto de inconsciente generosidad la historia del rock hubiera sido otra.

Cuentan los hagiógrafos de los Beatles, aunque por su inagotable creatividad es fácil de creer, que Lennon y McCartney se encerraron durante unos minutos en una habitación y salieron con la base, regalada a los Stones, de lo que sería el primer gran golpe rítmico del grupo, “I wanna be your man”. Tal vez, de haber sido cuatro artistas más o menos aventajados y de haber sabido las consecuencias de aquello, no lo hubieran hecho pero, desde luego, no eran mediocres y, por otro lado, es fácil entender que estuviesen muy por encima de aquella puntual circunstancia. Puntual pero crucial, ya que tuvo una gran importancia en el desarrollo posterior de la música rock.

Curiosamente, de aquellos casuales lodos surgieron estos “cantos rodados”, los cuales deben su nombre, como dije, a una canción del memorable músico de blues Muddy Waters y no, como pudiera pensarse, al posterior himno dylaniano de título casi similar. Lo verdaderamente paradójico es contemplar cómo llegan a la fama justamente de la mano de aquellos a quienes más los contrapondrán y enfrentarán. Cosas como éstas nos hacen pensar en aquello de que el destino ya está escrito en las estrellas.

Estos peligrosos Stones que, sin tardar, harán de los Beatles unos niños buenos, aunque por poco tiempo, no van sino a comenzar una de las carreras más brillantes de la historia de la música moderna, aunque quizás la hayan prolongado demasiado tiempo. Sin embargo, en Estados Unidos, si creemos a la revista Cash Box, no llegarán a lo más alto de las listas hasta el 65, de la mano de “Satisfaction”. Después, no hicieron sino acrecentar su leyenda negra que culminará en el festival de Altamont, y que se unirá a la fama despiadada y violenta de los Ángeles del Infierno, ejemplos paradigmáticos de una estética y un espíritu matón y desafiante. En el festival de Altamont, los Rolling Stones presentan su disco “Let it bleed”, título premonitorio, dada la sangre derramada durante el mismo. Con el apuñalamiento de un joven mientras sonaba “Simpathy for the devil” y la brutal presencia, en el servicio de seguridad, de los feroces Ángeles del Infierno comienza toda la leyenda de la violencia asociada al rock. Tras Altamont, ya nunca nada volvió a ser igual.

A este mítico grupo hay que reconocerle, sin embargo, que en estilos tan diametralmente opuestos a sus orígenes, incluso tan opuestos a sus salvajes y satánicas estampas, ha sabido adaptarse y dotar de calidad hasta la música más comercial; baste como ejemplo los temas “Star me up” y “Emotional Rescue”. Esta música discotequera, odiada por los rockeros más puros –los más próximos al heavy-, fue definitivamente dignificada por unos Bee Gees que, tras su glorificado “Massachussets”, parecían andar erráticos, entre canguros y koalas, hasta que se reencontraron, por el amarillo camino que lleva al arco iris, con el falsete, con el denostado falsete. Junto a la “Fiebre” más bailable-“Stayin`Alive”- de Tony Manero, el muchacho de los inacabables cuellos de camisa y perenne peine en el bolsillo trasero del pantalón, compusieron grandes baladas –“How deep is your love”- que no han hecho más que dar alpiste y pisto a su carrera. Fue una pena su estética hortera y caduca, a medio camino entre el último Elvis y el mayor macarra de cualquier lugar.

Pero volvamos al padre nominal de los Stones, volvamos a este maestro de músicos que atiende por Muddy Waters. Este viejo bluesman, que ya en los cincuenta triunfara con una canción, “Hoochie Coochie Man”, compuesta por el contrabajo del grupo, Willie Dixon, es uno de los grandes artífices en abrir brecha y posibilitar, magistralmente, el camino que ha de recorrer el rhytm and blues para convivir y derivar en el rock de los sesenta. Este sendero lo recorrerá sin renunciar a su esencia –“I got a rich man´s”-, sin renegar de ese antiguo riff de guitarra, íntimo y doliente, que como en una jaculatoria se lamenta hasta conseguir estremecernos. Poco a poco, en su carrera hacia una modernidad respetuosa con las raíces, va añadiendo elementos, con la maestría de los elegidos por el soplo de la inspiración, hasta hacerle identificarse con un blues más urbano y refinado. Podemos decir de él que fue un músico que supo tocar a tenor de los tiempos en los que estaba, pasando, de igual modo, por el clásico Teatro Apolo de Nueva York que por el Festival de folk y jazz de Newport, sin olvidarnos de su presencia en el primer gran macrofestival de la historia, el Festival de Monterey.

Entre estos barrillos se fueron conformando los lodos que darían lugar a los más grandes entre los grandes, los, por tanto tiempo, impresentables Rolling Stones. Poco después de su lanzamiento y de su primer gran éxito se convertirán en algo más que un simple grupo de rock; representarán una nueva forma de vida, acorde a los nuevos y airados tiempos, encarnarán una rebeldía que manifestarán en su estética descuidada, en sus greñas amontonadas y en su manera de estar encima de un escenario, volcados encima del público y completamente descoordinados, haciendo cada cual lo que más le place. Hasta la carga sexual de Mick, el verdadero estrellón del grupo, en todos sus contoneos, irrita a una sociedad establecida en las viejas normas, incluso de los nuevos cantantes. Ese rechazo por las viejas estructuras incluso lo experimentan en su propia casa de discos –Decca-, pero para ellos parece ser que no es más que la señal de que van por el buen camino. El inconformismo es su bandera, junto a la independencia creativa, y en su radicalismo primario recuerdo como contestan el “Let it be” –Déjalo estar- de unos Beatles al borde de la separación con un L.P. de título significativo, “Let it bleed” –Déjalo sangrar-.

Además, y junto a Muddy Waters, admiran, maman de sus entrañas y reinterpretan a Chuck Berry, al igual que les ocurre con Jimmy Reed o Bob Diddley. Estas influencias hacen de Jagger un cantante con un gran talento para el blues, en especial para el blues lento y apasionado donde, con su voz única, aunque no extraordinaria, retuerce con sus inflexiones la melodía, llegando a un semifraseo pronunciado, enérgico y envolvente. Si a ello le añadimos que estamos ante el mejor “performer” del rock, lo demás sobra, si bien es de justicia señalar que nunca cantará tan bien como el cantante blanco de voz bluesera más negra, Eric Burdon –“Bring it on home to me”-.

Más tarde, poco después, cuando crezcan y se hagan grandes compositores, serán ellos los que serán reinterpretados, como pasa con los artistas verdaderamente consagrados, e incluso, excepcionalmente, llegarán a superarles en sus versiones, tal y como pasa con su hermosa canción “Ruby tuesday” que, en la contundente y desgarrada voz de Marianne Faithfull, se hace inmensa en su lirismo roto.

“No sé si es diosa o mujer, pero me parece la misma Venus”. Geoffrey Chaucer (Cuento del caballero)

 Entre las grandes canciones interpretadas por sus creadores perviven grandes versiones; sirvan de muestra recreaciones como las que Nina Simone hace del “Here comes the sun” de Harrison o del “Just like a woman” de Dylan. Incluso hay versiones, como la que hizo James Taylor de “You´ve got a friend”, que nos hace olvidar a su bella compositora, Carole King.

Los Stones fueron un grupo salvaje y desbocado –“Wild horses”-, en el cual tan solo Charlie, el elegante batería de la banda, el hombre discreto y músico talentoso, el caballero amante del jazz y de Skinnay Ennis, se ponía, con su porte impecable, a salvo del naufragio de desenfreno en el que se vieron envueltos durante casi veinte años. Después, Mick, el cerebro contorsionista del grupo, el juglar moderno por excelencia, a sólo un paso -nunca llega a darlo- de la bufonería más medieval, se convertiría, con la fe de los conversos, a la macrobiótica y al jogging. Ver para creer. Charlie tal vez fuera, en realidad, el contrapunto sosegado a ese icono de la modernidad, a esa guindilla, con fuego en el trasero, de Mick, y a la incontrolable desmesura -nunca extinguida del todo- del guitarrista, el gran superviviente de todo tipo de excesos, Keiht Richards. Verdaderamente los dos parecían haber nacido en la cola de una violenta tormenta-“Jumpin´Jack Flash”-, al son de los acordes de la guitarra más característica de la historia. Con sólo oír el bruñir primario de sus cuerdas sabemos que estamos ante ellos; no es preciso ni, tan siquiera, nombrarlos.

“Nací en el huracán de un tiroteo, /y gemí en brazos de mi madre bajo la lluvia de la tormenta.” Rolling Stones (Jumpin´Jack Flash)

No cabe duda, aquella música bestial, alocada y apasionada, como los poemas de Byron y Pushkin, nos absorbía provocándonos “movimientos del alma”. Y no sólo fueron los Stones, fue la época a la que pertenecieron, una época durante la cual la música, fuera de Dylan –Agamenón- o de su porquero, era una bandera tras las que se iba a la búsqueda de la verdad, por muy efímera y subjetiva que fuese.

Sea como fuere, estamos ante una gran banda, una banda fascinante, creadora de una puesta en escena trovadoresca y con un directo arrebatador y brutal. Aquellos, allá por el 71, que pudieron asistir -o incluso aquellos que, como yo, hemos visionado la grabación- a alguno de los conciertos de aquella memorable gira, sabrán de lo que estoy hablando. Ver, y oír, abrir un concierto con las sorprendentes y metálicas notas de “Honky tonk women”, con un Mick entregado a la causa y un Richards absolutamente pasado, envuelto en el humo de su propio cigarrillo, es como transportarte hacia un futuro desconocido. Tras un reguero de canciones, en medio de una improvisación aparentemente casual, se enlazaba con los primeros acordes del tema señero del grupo, “Satisfaction”, envolviendo al público en una hipnosis admirativa e inolvidable. Después, ya sólo quedaba vivir para contarlo aunque, quizá, para verlo, y vivirlo con la misma emoción, haya que retrotraerse en el tiempo hacia aquella época y tener unos cuantos años menos. No en vano la edad nos anquilosa los sentimientos y nos congela la sonrisa. A mí, con el tiempo, y a pesar de toda la carga de escepticismo socarrón que llevo a cuestas, me afloran impresiones encontradas, recordándome las palabras de Unamuno: “un hombre de contradicción y de pelea…, uno que dice una cosa con el corazón y la contraria con la cabeza, y que hace de esta lucha su vida.”

De los miembros del grupo, al bajista, por haber sido siempre invisible, me lo salto, pero no osaré hacer lo mismo con el mitificado por la progresía de la época, como todas las estrellas que mueren jóvenes y trágicamente, Brian Jones, un Stone que algunos, tal vez demasiado cercanos, quisieran hacernos creer que nunca hubiera existido y que nunca hubiera tenido ninguna trascendencia en el primer devenir del grupo.

Por entonces, en el 71, Brian Jones ya no estaba ni con los Stones ni en este mundo. El 68 fue un año convulso, también para la historia del grupo. Durante ese año los gurús de la banda, es decir Jagger y Richards, habían adquirido peso específico y ya tenían medio decidido dejar fuera de la misma a Brian. Éste estaba totalmente ido, tal vez más, aunque parezca imposible, que los demás y, en esa envolvente semi-mística, se debatía interiormente entre la filosofía hindú y las pipas de Kif que, antes, mucho antes, ya hicieran visionar la muerte al inmenso literato, y extravagante personaje, como diría de él el general Primo de Rivera, de las barbas de chivo, al viejo cascarrabias que se paseara por Madrid, según la leyenda fomentada por él mismo, con un león. Y no con un león cualquiera sino con uno capturado en la selva mexicana –algo completamente imposible-, al que llevaba en el cabo de una correa tirada por su mano. Una mano que, por cierto, perdió al recibir un bastonazo, y clavársele el gemelo del puño en la carne. Una discusión, sobre un lance insignificante, en la que llamó majadero a su oponente, mientras empuñaba una botella de agua, a modo de garrote, fue el fatal desencadenante que dio lugar al mandoble mutilador. Y es que don Ramón María era así, un tanto peculiar e irascible. Su presencia espectral le persigue, como una sombra cosida a sus botines sin cordones y a su literatura, más allá de la muerte.

“Tiembla en la luz acuaria del jardín; /y va mi barca por el ancho río/que separa un confín de otro confín.” Ramón María del Valle-Inclán (La pipa de Kif-Rosa de sanatorio)

Por aquel entonces, Brian Jones, en su alucinada existencia, poco creía deberle a la vida y poco creía deberse a sí mismo, quizá, lo único, un anhelado viaje a Marruecos, inspirado sin duda en las referencias de Paul Bowles y Burroughs. En este último suspiro vital, el ex guitarrista de los Stones se prendó locamente de una música distinta a la que, hasta entonces, había escuchado, la música étnica y primitiva de los “Virtuosos de Jajouka”, unos hombres enigmáticos, descendientes, a su vez, de generaciones de músicos que nacieron adorando al santón Hamid Sherk, profeta del Islam. Estos personajes, predestinados desde la cuna, no saben hacer otra cosa que tocar y tocar de manera compulsiva. Tocan continuamente y las notas se desparraman por entre la humareda que desprenden las pipas de Kif. Siempre suenan, y nunca se cansan, los mismos ritmos ancestrales, los mismos que llegaron hasta ellos a través de las desgastadas manos de sus antecesores. Todos los pueblos que se extienden en sus dominios se ven permanentemente inundados por el sonido de sus rhaïtas –similares al oboe-, acompañadas por el resonar de los tambores. Podemos asegurar que lo último que Brian Jones hizo, antes de aparecer muerto en una piscina –al igual que Moon, el potente batería de los Who-, fue grabar a estos músicos legendarios y, de alguna manera, darlos a conocer. Descanse en paz. Descanse tras yacer y cruzar aquella piscina, transformada en su Aqueronte particular, e ingresar directamente en los Infiernos, bajo la mirada atenta del Iris -como no podía ser menos- de siete colores. Ya nunca regresará, ya nunca lucirá su cuidada melena rubia, bajo un sombrero, reposando sobre las pieles felinas de su abrigo. Esta última imagen, impresa en una vieja fotografía, es el recuerdo que en mí más vivamente ha prendido. No sé por qué.

“... y siete veces más cansado del duro pacto/de excavar cada víspera una nueva fosa/

en el terreno avaro y yerto de mi cerebro/sepulturero sin misericordia para la esterilidad”. Mallarmé (Cansado del amargo reposo)

Mick, Keith y Charlie aún siguen ahí, como si nada, con los achaques de la edad acechándolos y con los recuerdos de aquellos tiempos, para algunos inmemoriales, en los que vivían en la inopia de una juventud idealista y maldita, ubicada en el infierno, lleno de iluminaciones, de Rimbaud, y en los paraísos artificiales, dentro de la brujería evocadora de Baudelaire.

“Yo conozco los cielos rompiéndose en destellos, /las trombas y las resacas y corrientes: y la noche conozco,” Rimbaud (El barco ebrio).

En cualquier caso, estos, digamos con sarcasmo, despojos pretéritos, y un tanto remotos, con el marchamo de envejecidas viejas glorias, hinchadas presuntuosamente por un pasado brillante, sirven para testimoniar el sufrimiento desvencijado de aquello que nunca pudo ser. Tal vez, como Rimbaud, debieron evaporarse sin más y dejar su obra, como, desde su alquimia del verbo, el poeta dejó, con apenas dieciséis años, estos enigmáticos versos. Y, luego, se dedicó, simplemente, a traficar con esclavos. Sin embargo, prefieren pasear su afonía un tanto cascada y agónica por los escenarios y caerse de cabeza de elementales cocoteros que se levantan en paraísos fiscales, ya nunca más artificiales. Y si no que se lo digan al guitarrista que ya de viejo se cayó de uno de ellos.

- Keith, ¿qué carajo hacías, a tu edad, encima de un cocotero? –seguro que le preguntaron al miembro de los Stones, perplejos, sus hijos, mientras se recuperaba en un hospital del derrame cerebral sufrido tras la caída-.

Es de justicia pensar que más dignamente acabaron otros, sin necesidad de morirse, y podemos pensar que, incluso, más dignamente acabó un dudoso caballero, pero con cierto estilo, como La Voz, dicen, más mafiosa de América. Salve, Frankie. Ya, por fin, te he dicho algo verdaderamente estúpido. Y es que Frank, al fin y al cabo, siempre representó el mismo papel. Nunca engañó ni a sus seguidores, ni a sí mismo. Siempre fue un canalla con clase, de esos que tanto gustan, aunque de lejos.

Y ahí están otra vez los Stones, parece que en plena forma y no como esas viejas estrellas gordinflonas que pasean sus kilos por los escenarios con sus viejos temas de siempre. Pudiera parecer que el tiempo no ha pasado, pero vaya que si ha pasado; no hay más que ver sus caras. Y su voz, la voz de Mick que, sin embargo, parece seguir moviéndose y contoneándose como siempre, con esa electricidad discontinua tan característica en su persona. Keith, permanece amarrado a su guitarra, deambulando por el escenario como un zombie místico mientras que Charlie sigue como siempre, manteniendo vivo su pacto con el diablo, como si fuera un hierático y elegante batería de un club de jazz antiguo.

En fin, disfrutemos de esta banda, aunque ya esté un poco carcomida por el tiempo, un tiempo que bien pudiera haberles sobrepasado. Como a tantos.

Juan Francisco Quevedo


LOS SECRETOS EN EL PALACIO DE FESTIVALES DE SANTANDER

 

La primera vez que escuché a este grupo fue allá por los ochenta. Estaban en pleno éxito; no recuerdo muy bien si con su “Déjame” o con la prestada “Sobre un vidrio mojado”. No tardaron en salir por aquella tele pública que todos los de mi generación veíamos y comentábamos. Claro está, no había otra.

En principio, pensé que se perderían en el olvido tras un par de canciones de éxito como tantas bandas y cantantes de aquellos años, pensé que iba a ser un grupo más de aquella loada e insulsa eclosión, más allá de su estética colorida y hortera, que se dio en llamar “movida madrileña”. Un movimiento infantil y sin ningún atisbo cultural de peso, aparte de sus ganas de llamar la atención, del que se salva con elegancia Tino Casal, tanto por su estatura musical como por su porte principesco, así como algún que otro resto de aquel naufragio del que hoy sólo quedan las tonterías de los que enseñan sus vidas de cartón piedra a través de los realitys de alguna televisión. Alguno de ellos, por cierto, haciendo chanza, no sé si guionizada o real, de una ignorancia supina que su partenaire intenta equilibrar con cierta oratoria supuestamente profunda y llena de vacuidades como sus personas o personajes. Es preferible regresar a verla en uno de esos programas que nos remiten al sentimentalismo pretérito -“cualquiera tiempo pasado/ fue mejor”-, presentando “La bola de cristal”. La cuestión es que, probablemente distraído con el hard y el heavy, no vi la clase y el estilo que había en aquellos primigenios chavales que se hacían llamar Los Secretos. A día de hoy todavía hay quien los identifica con la “movida”, pero al margen de la coincidencia que pudieran tener en el tiempo, ni por su estilo musical, ni por sus letras, ni por su estética, ni absolutamente por nada pueden formar parte de aquella corriente divertida, lúdica y vistosa en sus formas y vacua y sin contenido alguno en su fondo.

Los Secretos curiosamente, o más bien las circunstancias que se produjeron en torno a esta banda madrileña cuando se denominaba Tos, son el inicio y los involuntarios precursores de toda la movida madrileña ya que en el concierto homenaje que se organiza en febrero del ochenta a la memoria de Canito, el batería de la banda que acababa de morir en un accidente de tráfico durante la Nochevieja del 79, se reúnen los grupos que originarán este fenómeno.

Los Secretos encajarían, desde luego mucho más y mucho mejor en corrientes más internacionales y con un mayor peso específico como la que se denominó new wave o nueva ola, pero con muchas peculiaridades e influencias que les llevarán a evolucionar de manera significativa, aproximándose al country e introduciendo el banjo en sus composiciones. A esto hay que añadir la influencia mejicana que tuvieron desde el principio.

Tras la muerte del batería y también vocalista Pedro Antonio Díaz en la primavera del 84 el grupo se sume en un silencio del que se rehará tras casi dos años de mudez absoluta. Con la incorporación de Ramón Arroyo a la guitarra, Nacho Lles al bajo y Steve Jordan a la batería a finales del 85 y, posteriormente en el 88 la del teclista Jesús Redondo, el grupo se rearmará y adquirirá una solidez y una eficacia que no hará sino profundizar en la calidad musical de las guitarras, en la potencia y precisión de la batería y en la belleza de las armonías vocales. No se puede olvidar que desde sus primeros discos utilizan guitarras de doce cuerdas, algo que será muy característico de la banda madrileña.

El caso es que por entonces uno ya tenía cierta cultura musical a pesar de su bisoñez, una cultura de lo más ecléctica, donde lo mismo se emocionaba con el “Thick as a brick” de los Jethro Tull que con alguna canción de los Purple o los Zeppelin. Y ya había tenido contacto con el rock nacional.

Unos años antes, no muchos, de encontrarme con Los Secretos yo ya había descubierto el rock español a través de los catalanes Iceberg o el gran Oriol Tramvia, que con su “¡Bestia!” a todo volumen hacía que me desgañitara sin medida por las pistas más atrevidas, pues no era fácil de encontrar por estos lares esta discografía. Eso por no hablar de un catalán de los quilates de Pau Riba que con su álbum doble “Dioptria” me hipnotizó; aparecían figuras verdaderamente estridentes y alternativas como este Pau Riba  de “Noia de porcellana”, y,  dentro del rock más tradicional y purista,  grupos como Iceberg, con la potente guitarra de Max Suñé al frente y el atrevimiento de adaptar el texto milenario del faraón Amenofis IV “Himno al sol” al mundo progresivo y electrificado del rock. Un rock, por fin, de cierta calidad, “made in Spain”. Tras la estela catalana, con su celebrado y mítico Festival de Canet, desde el 75, el gusanillo de hacer música auténtica se extendería por toda España y esta mezcla explosiva generaría la aparición de numerosos y grandes grupos como los cántabros Bloque de Juanjo Respuela o Ñu, donde Molina, quizá el músico más puro y menos corrompido por los tiempos venideros, ejerce de maestro de ceremonias, subido a la genialidad de una flauta juglaresca. Aún lo recuerdo en uno de mis primeros conciertos, allá por el 75 o 76, embutido en la irreverencia de unas mallas medievales, con la lengua de los Stones dibujada allá donde el relieve se hace más evidente y dando saltitos al ritmo de su endiablado aparato de viento por todo el escenario. Y es que no hay manera de entender el rock sin un factor de provocación.

Pero volvamos a aquella Barcelona en la que se cocía la esencia verdadera de la intelectualidad española en todos los sentidos; no se puede obviar que desde allí escribían en castellano, para el mundo, dos premios Nobel, como Vargas Llosa y García Márquez. Por no hablar de tantos otros. Eran los tiempos y el espíritu de la Cataluña de Tarradellas.

Pasaron muchas más cosas, fueron los años en los que emergió un grupo andaluz de los que te dejan cuajado, Smash, con el cantaor Manuel Molina al frente, un músico que poco después se puso al servicio de la hermosa voz de Lole, que con “Todo es de color” cantó a los espacios infinitos. Aparecía por las bambalinas musicales el llamado rock andaluz que de la mano de Triana se hizo, con justicia, inmensamente conocido. Descubrí al grupo y a su “Hay una puerta niña” en un festival que se celebró en la plaza de toros de una ciudad castellana, donde la prensa local, ni corta ni perezosa, se hizo eco del evento al día siguiente con el titular “La cochambre ha llegado a…”.

Mientras Serrat, Joan Manuel, medita cómo sacar buen vino de una cepa enana -“Curro, el palmo”-, es elegido para representar a España en el televisado Festival de Eurovisión. Ahora se debate, en su fuero interno, entre la duda razonable de si interpretar la canción elegida, de título monosilábico, en castellano o en catalán. Esta última opción, totalmente inviable para la época, es la favorecida por su oráculo y él es relegado a un ostracismo del que salieron dos de los discos más influyentes de toda la historia musical de la época, los dedicados a dos poetas malditos para el franquismo, Antonio Machado y Miguel Hernández. Uno que tiene sensibilidad versificadora, todavía está dando gracias porque hubieran vetado la participación de Serrat en Eurovisión. Más que nada por lo dicho, porque aquel confinamiento le permitió sacar dos discos emblemáticos que, de no haber pasado lo que pasó, el cantante catalán tal vez jamás hubiera hecho. Después vino Miguel Ríos y sus “Conciertos de rock y amor” donde hizo una versión encomiable en directo de aquel “Cantares”.

Además de escuchar todas estas cosas, me entretenía y mucho con aquellos grupos a los que más tarde tapó la movida y que salieron de aquel Madrid de cinturón industrial, de aquel Madrid que creció al ritmo de los Planes de Desarrollo y que generó un rock marginal que se hacía en la periferia de la capital. Hacían un rock urbano y desaliñado, directo y sin sofisticaciones. Estos grupos, radiales y radicales, traen un soplo de aire fresco y en sus letras a veces reflejan sus vivencias. Son chavales con poca formación pero con muchas ganas de expresarse y lo hacen, cantando en castellano, a través de un rock duro y eminentemente descarado. Quizás sus máximos representantes fueron los Burning, aquellos Burning del “Jim Dinamita” que decían cosas como aquella de que “no dudes en buscarme/donde haya algún follón/pues donde Dios no existe/allí reino yo”. Nos intentaban hacer ver cómo era la vida donde ellos se acostumbraban a desenvolverse, un lugar donde sólo los chicos duros pueden sobrevivir. Los Burning han sido probablemente el grupo de su época con el sonido más internacional que hemos tenido. Aunque aún sigue por ahí, bien es cierto que se perdió para siempre en la nebulosa de la que emergió.

Descubrir a Los Secretos -no tardé en hacerlo tras aquella inicial obcecación-, fue un encontronazo de lo más inesperado del que todavía no me he recuperado. Hoy, cuando ya apenas no escucho más música que la que me recomienda algún amigo o ponen mis hijos, o sea, Rulo y La Fuga, Pereza, Fito y poco más, sigo fiel a Los Secretos. Han conseguido lo que casi nadie; jamás me aburren ni me cansan como me ha pasado con tantos y tantos que no han resistido la prueba del tiempo y a los ya sólo escucho en viejas reuniones nostálgicas, donde incluso me ponen a un compositor muy poco valorado y con alguna buena canción, al Camilo Sesto de “Amor, amar” y aquella época. No digo más. Ni menos.

En el coche, y viajo mucho cada día, sólo pongo dos Cds, uno de música en inglés, donde aparecen sin orden ni concierto desde los Stones o Roy Orbison, hasta Elvis o Sinatra, pasando por Sam Cooke o el soul de Otis Redding. Sin olvidar a Dylan cantando con Jonny Cash “Girl from the North Country”. El otro Cd es fundamentalmente de Los Secretos, unas veinticinco o treinta canciones suyas con alguna más de Nacho Vega, a la que se une la “Soledad” de El Cigala o el “Veneno en la piel” de Radio Futura.

Hoy en día, con ese enfado constante que nos va poniendo los años, aguanto, a no ser de fondo y en bajo, a muy pocos más.

Con este recital de Los Secretos en el Palacio de Festivales, además romperé una de esas promesas que se hace uno a sí mismo y que nunca se cumple, en este caso la de no asistir nunca más a un directo. Con ellos, volveré a quebrantarla; eso sí sentado y cómodo. Por lo que veo, la única promesa en la que me mantengo firme es aquella que me hice la primera vez que me asomé a un gimnasio. No volver.

Sin duda, volveremos a escuchar a unos músicos excelentes y a un compositor y cantante tan magnífico como Álvaro Urquijo, un músico, fundador del grupo junto a su hermano Enrique, que se ha convertido en un referente musical indiscutible. Puede que no tenga la voz profunda y llena de matices de Enrique pero  posee algo de lo que muchos carecen, un gusto exquisito. Su disco “Con cierto sentido”, es sencillamente inmejorable.

No quisiera dejar pasar la ocasión de hablar de Enrique y “Ojos de gata”, puede ser la excusa perfecta. Una canción que me impresionó, como tantas de Álvaro y Enrique, la primera vez que la escuché; es casi la anti canción por excelencia, con la que se rompe la estética de las estrellas del rock y del pop, una canción con la que el grupo y los hermanos Urquijo se consagran. Desde luego si algo, Los Secretos y sus canciones, no son, es precisamente vulgares.

Espero poder escuchar durante el concierto “Por la calle del olvido”, uno de los muchos guiños que ha realizado la banda a lo largo de los años hacia las rancheras mejicanas y hacia un compositor como José Alfredo Jiménez, al que admiraban profundamente, Enrique en especial; baste como muestra su espléndida versión de “Un mundo raro”.

Mientras disfrute del directo, en un intervalo, seguro que en mi cerebro retumbará la voz de Enrique cuando, convertido en un crooner de los cincuenta, interpretó la bellísima canción de Pablo Milanés “Para vivir”. Después, en una procesión, y no precisamente de difuntos, irán pasando Buena chica, Qué solo estás, Y no amanece, No me imagino, El primer cruce, Agárrate a mi María… Qué gran grupo, qué gusto poder escuchar a Álvaro, al músico, al compositor y al cantante. Y a un grupo como Los Secretos con hechuras de clásico. Sin duda.

Hoy, como cada día en mi coche, tengo una cita ineludible con Los Secretos. Después, tendré otra más multitudinaria. Sólo que a la de esta noche en el Palacio de Festivales no iré solo, como cada mañana, ya que iré muy bien acompañado. Iré con otra enamorada del grupo, con mi hija Claudia. Luego todos seguiremos nuestro camino. Pero a tu lado.

Juan Francisco Quevedo


SILVIO RODRÍGUEZ EN SANTANDER

EL MÍTICO CANTANTE DE LA NOVA TROVA CUBANA NOS VISITA EN ESTOS DÍAS

 

Es difícil olvidar aquella Pascua nocturna del setenta y cinco cuando por primera vez, y al amparo del seminario de Corbán,  todavía con quince años mal contados, pude escuchar versiones más bien malas, pero encendidas de pasión, de un Víctor Jara, al que se homenajeaba con tímidas y acobardadas interpretaciones de aquel Puerto Montt mientras el cansancio del amanecer diluía el resplandor de las velas y el fervor del jueves santo. Rumores, no sé si malintencionados, de una posible presencia de la autoridad más o menos competente nos llevaron de nuevo a casa donde, al regresar, en un viejo magnetófono, nuevo aún entonces, puse una cinta del cantante chileno y me dormí arrullado por su voz mientras entonaba Duerme negrito.

Un par de años después, no tardaría en conquistar mis oídos universitarios la recordada Amanda, aquella que con su sonrisa ancha  iluminaba hasta los dos dibujos que colgaban de las paredes de mi habitación de estudiante. Un Víctor Jara apurando un cigarrillo, reposaba en una cuartilla copiada de la portada de la cinta que de tanto escuchar ya había tenido que recomponer con celo unas cuantas veces, junto a la de un Bob Dylan de carboncillo casi barbilampiño. Entre ellos, entre el arrullo con el que custodiaban mi sueño y mis sueños, hube de caer rendido ante el ímpetu de la canción gallega, ante un joven Luis Emilio Batallán y su hermosísima tonada -por la que no pasa el tiempo- Ahí ven o maio, con la letra extraída de un poema de Curros Enríquez. Años después, y con una simple guitarra, la cantaría Luis Emilio, ya convertido en galeno de cabecera, con uno de los grandes de la Nueva Trova Cubana, con Pablo Milanés. El camino hacia la fascinación que me produciría en el año 76 las canciones de un tal Silvio Rodríguez estaba allanado. Sólo me quedaba escucharlo.

Si bien, en un principio, la Nueva Trova Cubana surgirá como un movimiento propiciado desde el propio régimen comunista para extender el ideario de la revolución por el exterior, la inmensa calidad compositiva de muchos de sus miembros, acabará relegando el componente ideológico para centrarse en el artístico, y los convertirá más en referentes culturales que en trabajadores revolucionarios, como fue la verdadera pretensión con la que surgió el movimiento en origen.

He de confesar que a mí siempre me llegó y emocionó más aquella música que hablaba de sentimientos, que ligaba el entusiasmo revolucionario al amor; siempre fui más, y me sentí más cercano, a aquella primera parte de la estrofa de Créeme, la hermosa canción de Vicente Feliú, otro cantautor perteneciente a aquellos jóvenes músicos que integraron el movimiento; me identifico mucho más con el “Créeme cuando te diga/ que el amor me espanta, /que me derrumbo ante un te quiero dulce”, que con el créeme “que soy feliz abriendo una trinchera”.

En fin, aquel movimiento musical y artístico, nacido con fines ideológicos, afín al régimen castrista, no sobrevivió a los ochenta y a las interminables giras por países como Angola, en plena guerra, pero sin embargo sus componentes sí sobrevivieron y salieron revalorizados del declive y desgaste de la revolución cubana.  No obstante, estos músicos que tanto habían impresionado con sus temas a la juventud española, ya estaban por encima y al margen de esas cuestiones, al menos en el sentir de los que amábamos la música por encima de cualquier consideración; jóvenes que quizás estábamos más impregnados por el espíritu de Woodstock, y que nos sentíamos más próximos a posiciones pacifistas y actuábamos más en consonancia con el espíritu festivo y desinhibido que rodeaba a la estética del rock. En cualquier caso, la música, sí es buena, llega, y la de aquellos cubanos llegaba muy de veras. No había homenaje a cantautor que se preciara, desde Aute a Serrat, donde no subiera al escenario bien Pablo, o bien Silvio, que tanto monta, monta tanto. De Pablo Milanés ahí están sus canciones, tan entrañables, tan poéticas, desde Yolanda, a Yo no te pido, finalizando o pasando por la mítica Para vivir, de la que hizo una versión magistral, Enrique Urquijo, plena de gusto y sensibilidad.

Y de Silvio Rodríguez qué puedo decir. Me conquistó desde que oyera su primer disco, con su voz, con sus letras, con su dulzura severa. Si tuviera que elegir un tema me quedaría con el que dio título al disco en España, Te doy una canción, ya que la censura impidió que se incluyera Días y flores, que daba nombre a la grabación original. Un disco con canciones extraordinarias, Como esperando abril, Yo digo que las estrellas…, pero pasan los años y yo sigo recordando en primer lugar a Te doy una canción, una composición en la que a pesar de todo, incluso de la patria, sitúa al amor por encima de todo. Lo hace con ese disimulo del que sabe que sólo puede hacerlo así, no vaya a ser que le acusen de contrarrevolucionario.

Te doy una canción/y hago un discurso/sobre mi derecho a hablar/te doy una canción/con mis dos manos/con las mismas de matar/te doy una canción/y digo patria/y sigo hablando para ti.

Pocos años después, llegaría a mis manos el disco Al final de este viaje, donde se hallan mis canciones favoritas, aquellas que se corresponden con mis últimos años en Santiago de Compostela, aquellas que tanto escuché, canciones de una sencillez sonora absoluta, desprovistas de cualquier tipo de sofistificación y sin embargo plenas de emoción y entusiasmo, son canciones con alma, canciones que te llegaban directamente al corazón. La era está pariendo un corazón, Al final de este viaje, Ojalá, Aunque no esté de moda…, canciones memorables.

Ahora bien, si me viera forzado a elegir, no podría seleccionar sólo una, habrían de ser dos, Canción del elegido y Óleo de mujer con sombrero. Si bien, en la primera parece apostar por un cambio que conduzca a una sociedad menos materialista y más justa, las interpretaciones son libres, y yo me quedo con esa búsqueda más humana de “siluetas o algo semejante/ que fuera adorable/ o por lo menos querible/ besable, amable”.

Qué puedo decir de Óleo de mujer con sombrero, una canción absolutamente deliciosa. Hace unos meses fue elegida por mi hija Claudia para entrar de mi brazo el día de su boda; con sus bellos acordes celebró, celebramos, lo que fue un hermoso día. Se escuchó esta canción de Silvio Rodríguez y un poema de Luis Cernuda. Y las canciones, como cualquier obra artística, están sometidas a la interpretación personal del que las escucha, y en este caso concreto a mí me vais a permitir la mía.

Óleo de mujer con sombrero, me lleva a conocer la historia de un hombre que canta y recuerda una ausencia, la de un amor cobarde, la de una mujer que no quiso arriesgarse, por miedo, por falta de valentía, a estar con él y disfrutar de esa plenitud de los amantes, de los amores veraces. La canción es una especie de lamento, pero no de él, sino hacia ella, hacia lo que nunca fue, hacia esa falta de valor por no haber querido apostar y arriesgar en el amor.

Una mujer se ha perdido/ conocer el delirio y el polvo

Al fin, el que cuenta la historia extraña lo que ella pudo perderse y lo lamenta profundamente.

La cobardía es asunto/ de los hombres, no de los amantes.

Es como si un estallido le abriera los ojos. Entonces se da cuenta de que en realidad es ella la que ha perdido, y lo refleja con lirismo al final de la canción cuando dice:

Pero entonces lloraba por mí/ y ahora lloro por verla morir.

Sin duda, se refiere a esa persona que vive, o muere, como dice, corrompiéndose al centro del miedo, una persona que ha rechazado totalmente el amor, cerrándole cualquier resquicio. En fin, Que me tenga cuidado el amor/que le puedo cantar su canción.

Querido Silvio, compañero si no de Playa Girón, aquel navío de pescadores en el que te enrolaste y donde te preguntaste qué tipo de adjetivos se deben usar/ para hacer el poema de un barco/ sin que se haga sentimental, sí de tantas tardes, de tantos días, en los que iluminaste y acompañaste mis pasos, como ya lo hiciera Amanda. Espero que tu estancia en mi tierra, en esta Cantabria nuestra, te sea tan placentera y te llene tanto como a mí me llenaron tus versos, tus canciones. Te damos esta luz que se refleja en el caleidoscopio de la bahía, como tú nos diste una canción, con nuestras manos, con las mismas de abrazar, de abrazarte.

Juan Francisco Quevedo



BOLÍSTICAS



EL LENGUAJE DE LOS BOLOS

EL ABC DE UN SONIDO

 

Existen recuerdos que nunca se extinguen, que permanecen fijados en la memoria y que, cuando nos invade la nostalgia, esta se encarga de iluminarlos para hacernos viajar a otra época de la vida, para, de su mano, retroceder en el tiempo.

Existen golpes de conciencia y aldabonazos secos capaces de provocar una catarata de movimientos internos que estimulan las evocaciones más escondidas. Cuando un olor, un sabor o un lejano eco nos traen al presente lo que nunca hemos perdido, aquello que nuestra memoria ha salvaguardado en forma de recuerdos inolvidables, estos salen de su letargo para poder volver a revivirlos a través del tamiz distorsionado de los años.

Cuando se producen estas sacudidas, viajamos mentalmente a un territorio, la infancia, en el que el ser humano se siente auténticamente libre. Esa es la región de los sueños a la que siempre, aunque sólo sea emocionalmente, se retorna con la menor excusa. Ese pretexto insospechado que nos devuelve al pasado, a esa patria verdadera del hombre, puede ser, y lo es en múltiples ocasiones, una experiencia sensorial, un sonido, un sabor, un olor… Cualquier circunstancia de lo más insignificante.

Muchas veces, la labor evocadora de aquella magdalena con la que Proust hacía esa regresión en el tiempo, la puede realizar cualquier elemento que desperece ese poder sugestivo de la memoria recóndita. Algo tan prodigioso lo puede desencadenar un componente de lo más cotidiano, algo como el olor que desprende el cocido que hierve lentamente en una cacerola que se asienta sobre la placa de hierro de una cocina de carbón. O la puede desempolvar de la más perdida estantería del último trastero de la memoria, el sonido embaucador que emerge de una partida de bolos que se está jugando a lo lejos, o la puede provocar el tacto de una textura, como aquel que sentimos en nuestras manos al tocar la tierra de una maceta; algo tan simple tal vez nos remita al calor del hogar.

Al fin, no son más que íntimas sensaciones que nos estimulan, que son capaces de activar esas fibras emocionales que nos hacen trasladarnos al pasado.

Algo así me sucede cada vez que, al acercarme a una bolera, empiezo a distinguir un sonido de lo más familiar, el que se desata al percibir el rodar estruendoso de las bolas y el que estas provocan al golpear contra la madera.

Al fin, tan solo es la evocación de la gramática que aprendí de niño; el lenguaje del juego de los bolos, plasmado en sus sonidos.

Con ese eco tan familiar y cotidiano, tan reconfortante, a veces me veo solo en las gradas, aunque esté rodeado de una multitud, inmerso en mis cavilaciones. En el conventual silencio de una partida, una pátina de melancolía me lleva a retroceder en el tiempo hacia aquellos años, llenos de polvo, luz y tierra, plenos de felicidad, cuando derribábamos bolos al aire libre con unas bolas melladas por el uso de tantas manos y escoltadas tan solo por las risas de los amigos.

Como tantos niños de nuestra tierra, cuando apenas balbuceábamos unas palabras, ya teníamos, incrustado en el alma, el sonido de unas bolas impactando contra el tablón. Pareciera que hubiéramos venido al mundo con la impronta del juego de los bolos adherido a nuestro llanto.

Aquellos niños habíamos crecido escuchando el batir violento y acelerado de una bola que se cuela entre las calles de unos bolos recién plantados para impactar contra la madera del tablón. De alguna manera, muchos niños fuimos los que nos hicimos hombres al calor del sonido de un corro de bolos.

Aunque aún no nos hubieran salido todos los dientes, ni conociéramos aún las tablas de sumar, ya sabíamos cuántos bolos había en la arena cada vez que uno de los contendientes los derribaba. Una mirada nos bastaba para echar los cálculos. Y sin contar con los dedos. Y sin saber que existían las cuatro reglas, sin saber tan siquiera la primera de ellas.

Cómo podía extrañar aquello a nadie. Cómo podía sorprender tanto aquella habilidad innata después de haber visto jugar tantos chicos y haber presenciado tantas apuestas para ver quién pagaba unos blancos de solera. Desde luego, quién no lo vivió, nunca entenderá que con el lenguaje de los bolos casi se nace.

Y así, con la sabiduría que nos da la calle, o mejor dicho, las callejas y los caminos que se esconden en los pueblos, fuimos por primera vez a la escuela. El caso es que la primera de las cuatro reglas la dominábamos sin haber escuchado una sola lección. Aquellos críos sabíamos contar sin que nadie nos hubiera enseñado; nos había bastado para ello mirar los bolos derribados tras la acción devastadora de una buena bola, de esas que no se malogran y hacen rodar los bolos por la arena camino de una buena bolada. Por el empirismo del ensayo, dominábamos las cuentas cuando aún ni tan siquiera sabíamos que uno más uno eran dos. Sin embargo, podíamos decir cuántos bolos dormían en la arena a la espera de ser plantados nuevamente sobre las estacas. Misterios de una infancia de las de entonces.

Desde luego, la pericia de aquellos niños iba más allá de donde llegaba su agudeza visual, eso hubiera sido demasiado limitante, ya que incluso escuchando, sin mirar, el sonido que provocaban los bolos al caer, podían intuir el número de ellos que yacía en la caja del corro. Es más, nuestro oído estaba tan acostumbrado e hilaba tan fino que con sólo aguzar el sentido auditivo podíamos adivinar muchas cosas. Y no solo presagiar cuántos bolos habían caído.

No lo dudéis, el lenguaje del sonido de los bolos es una realidad tangible, una verdad pura e inexcusable que compartimos varias generaciones que han crecido con el abecedario que se aprende en una bolera.

Cuando cualquiera de aquellos chavales que fuimos, nos acercábamos a una de las boleras del pueblo, íbamos pendientes del sonido que salía del corro lejano y que iba a actuar como un cómplice delator, como un chivato sin principios.

Si el golpe que escuchábamos era seco, como si la tierra se rebelara, y le seguía a continuación un choque rápido contra el tablón, ya pensábamos sin ningún tipo de intermediación intelectual, por simple deducción intuitiva que la bola lanzada se había colado. Y por si fuera poco, se había ido al tablón.

También era muy característico y peculiar el sonido que despedía un buen estacazo. Aquel golpe brusco que mellaba a la bola cuando chocaba contra la anilla de hierro que envolvía al taco de madera, nos sonaba a música celestial, a una posibilidad de que cuajara la jugada más perseguida del juego. El eco que emitía el choque era demoledor, brutal y nítido. Al oírlo siempre nos preguntábamos si habría logrado aquella bola el emboque o, si bien, hubiera ido para atrás y para el lado contrario. ¿Habrá sido emboque, o bola queda?

Sin embargo, si el choque de bolos era rápido y su ruido al rodar vertiginoso, en seguida barruntábamos la jugada y pensábamos que al menos habían caído cuatro.

Ahora bien, si el sonido era metálico, como un chasquido quejumbroso y agudo, no teníamos duda, la bola había pegado de lleno en la morra, así que para atrás, bola nula.

Y lo más curioso es que aquellos mocosos no solían, no solíamos equivocarnos. Todos nos habíamos criado y habíamos crecido con el ruido de las boleras metido en las entrañas.

El lenguaje de los bolos era así de enigmático para los que lo desconocían y así de claro para los que lo asimilábamos como algo natural, como quien es hijo de padres de idiomas diferentes y aprende ambos, convirtiéndose en bilingüe, sin el menor esfuerzo.

La historia de los últimos dos siglos de Cantabria, sino más, se puede escribir en la tierra y la arena de una bolera, tanto su historia deportiva como su crónica sentimental y literaria, la que pervive y habita en esos sueños de infancia que nos asaltaban y que nos identificaban como miembros de una comunidad única, en la que muchas de nuestras vivencias van asociadas a esos sueños infantiles. Y son ellos, los niños que fuimos, los niños que son, los que han mantenido esa llama viva, la que hace que cualquiera asocie e identifique esta tierra nuestra a una pasión y a una cultura, la de los bolos.

Juan Francisco Quevedo

 


LA MUJER Y LOS BOLOS:

DE UN TIEMPO EN EL QUE LAS MUJERES JUGABAN MIENTRAS LOS HOMBRES MIRABAN

 

 

Corría el día 18 del mes de abril del año 1623 cuando los santanderinos se acercaron a los muelles al divisar la llegada de un navío extranjero, un navío de la Armada Real inglesa. En él habría de viajar un caballero, sir Richard Wynn, perteneciente a la Cámara Privada del príncipe de Gales -Carlos Estuardo- que, por esas casualidades del destino, legaría a la posteridad un documento crucial para la historia de los bolos de Cantabria.

La llegada del barco con un pequeño séquito a Santander no era casual, venían a acompañar al príncipe Carlos, un joven pretendiente que pululaba por la corte madrileña desde el mes anterior cortejando a la hermana pequeña del rey Felipe IV de Austria.

Aquella extraña visita al fondeadero de la bahía era todo un acontecimiento para la localidad, un pequeño poblado que, desgracia tras desgracia, había visto sin remedio cómo mermaba su población mientras su economía se quebrantada gravemente. Entretanto, los muelles, durante tantos siglos base del sustento de la población, aparecían descuidados y envejecidos por la falta de mantenimiento. Ya no quedaba prácticamente nada, salvo unas ruinas abandonadas, de lo que fueran las Reales Atarazanas de Galeras, que tanto esplendor y realce habían dado en el pasado a la villa.

No podemos olvidar que, si algo caracterizó al siglo XVII santanderino, fue el declive y retroceso económico de la villa, acorde con el del momento que atravesaba el país y que tan bien describiera el ilustre genio, de origen montañés, don Francisco de Quevedo, en uno de los sonetos más redondos de la lengua española, Enseña cómo todas las cosas avisan de la muerte, que se inicia con este verso: Miré a los muros de la patria mía. En este poema el vate, con gran clarividencia, ve la destrucción de la patria, su decadencia, y la compara con su vieja casa solariega de Vejorís de Toranzo y con su cansado cuerpo. Un aviso previo de la muerte. En todos sus poemas morales, en este muy en especial, se advierte el estoicismo de Quevedo, asociado al escepticismo y descreimiento de la época histórica que les corresponde a los poetas del barroco. La misma impresión de pobreza y dejadez que veía sobre la nación, se cernía sobre el espíritu y la vida de los santanderinos.

La decepción y el desencanto, la sensación de orfandad y desidia en que se vio inmersa España fue un signo de los tiempos, un fondo que impregnará de melancolía y desazón la poesía y a los poetas del siglo de oro, siendo los versos del conde de Villamediana los que mejor recogen ese sentimiento común. Lo plasmará con belleza desgarradora en una composición desde la que renegará de los tiempos en que el destino le puso en el mundo. Los mismos que padecían los santanderinos.

Debe tan poco al tiempo el que ha nacido

en la estéril región de nuestros años

que, premiada la culpa y los engaños,

el mérito se encoge escarnecido…

Si el siglo XVI se había distinguido por el padecimiento de una serie de epidemias sucesivas que asolaron la villa y que culminaron con la gran peste de 1596, el siglo XVII no se quedará atrás en adversidades y desdichas. En cualquier caso, llovía sobre mojado.

A la endémica crisis demográfica con que se inicia el siglo XVII en Santander, tras la peste sufrida en el año 1602, que deja a la villa con una población irrisoria de 598 habitantes, hay que añadir la disminución del tráfico portuario, como consecuencia de la profunda crisis económica en que se encuentra sumida Castilla

Con todo ello, el siglo XVII se caracterizará por la pobreza de los santanderinos que se verán forzados a practicar una economía prácticamente de subsistencia. Quedará perfectamente reflejado en el informe que, en el año 1660, emite para el Vaticano el canónigo suizo Zuyer. Adjunta un rudimentario plano de la villa donde se aprecia que, un siglo después del grabado de Braun, la localidad sigue igual pero más abandonada. Como novedad, en él ya se observa la iglesia de La Compañía y el castillo de San Martín.

No he visto más de seis o siete casas que tengan proporciones de casas y que sean completamente de piedra ... no hay más que seis calles que puedan tener el nombre de tales y que apenas si en ellas caben dos carrozas; las otras todas son callejuelas de poca consideración ... La mayor parte de la gente es muy pobre y mal vestida; en particular las mujeres y siervas van casi todas descalzas... no hay en todo el lugar ningún librero, ni vidriero, ni relojero, confitería ni pastelería…

De la miseria de la villa, también dará perfecta cuenta el mencionado sir Richard Wynn en el año 1623, con motivo del viaje del príncipe de Gales a España para ultimar su matrimonio con la infanta María, hermana pequeña del rey Felipe IV. Titulará sus escritos como Relación de la jornada de los servidores del príncipe Carlos en España el año de 1623 y será publicado en el año 1729 por Thomas Hearne en Historia vitae et regni Ricardi II, angliae regis. En ellos dejará una relación exhaustiva de su estancia en la ciudad de Santander: nuestro puerto se halla a una legua de las montañas, y se estima como el único bueno por estas partes.

 

Nada más llegar, percibirá una impresión desoladora: Echamos el ancla frente a la ciudad, que nos pareció muy pobre cosa, ya que no tenía cristales en las ventanas, ni chimeneas… en Saint Andera, un pueblo de Las Montañas, donde el diablo en persona habitaría si viviera en la tierra, esperábamos la orden de su Alteza para nuestro regreso. Podéis adivinar cuán desagradable fue este mensaje en este desolado lugar…

En la relación escrita de este noble y culto inglés se halla la primera referencia escrita al juego de los bolos, siendo esta cuatro años más antigua que la que hasta ahora se entendía como tal, que era del año 1627 y en la que se reflejaba, por bando de la alcaldía, la prohibición de jugar a los bolos en plena calle so pena de 200 maravedíes. Al ponerlo en conocimiento de mi buen amigo, excelente escritor y cronista bolístico, así como verdadero sabio en la materia, José Ángel Hoyos, este inmediatamente se dio cuenta de la importancia del hallazgo. Merece la pena esbozar esta pequeña historia.

Lo curioso es que este descubrimiento ya estaba ahí, a nuestro alcance, desde que José Luis Casado Soto lo publicase en su libro Cantabria vista por los viajeros de los siglos XVI y XVII, habiendo pasado desapercibido hasta que la casualidad hizo que me topara con él a raíz de las averiguaciones que estaba haciendo para intentar aclarar la compra, por parte del príncipe de Gales, de la colección de arte del conde de Villamediana. La pasión del conde por la pintura y el arte le habían llevado a poseer una de las colecciones artísticas más vistosas, selectas y envidiadas de la corte. Así lo relata Emilio Cotarelo y Mori en su libro El conde de Villamediana, de 1886: Entusiasta decidido por la pintura, llegó á formar, á costa de sumas exorbitantes, una galería de cuadros de las más ricas de la corte en originales de artistas españoles y extranjeros.

A su vez, Vicente Carducho, hablará en sus Diálogos, publicados en 1633, de la colección tan magnífica de cuadros que poseía el conde, contando que una gran parte de ella la compraría el príncipe de Gales cuando, de una manera novelesca y arriesgada, visitó España después de atravesar gran parte del continente a caballo y de incógnito, en el año 1623. Llegaría a Madrid el príncipe Carlos Estuardo, hijo del rey Jacobo I, acompañado tan solo de dos criados y de su amigo, el futuro duque de Buckingham. Sus intenciones eran las de forzar su matrimonio con la infanta María, la hermana pequeña de Felipe IV, y establecer así una alianza entre las dos coronas. Al mes siguiente de su llegada, su padre, el rey de Inglaterra, envió para acompañarlo un séquito en el que viajaba sir Richard Wynn, tal y como vimos.

Tras unos meses de estancia en la capital, el príncipe hubo de regresar sin que sus intenciones se vieran satisfechas. Partiría hacia Inglaterra desde el puerto de Santander en el mes de septiembre. Eso sí, se llevaría una parte de la magnífica colección de arte del conde de Villamediana, unas obras que acababa de adquirir poco después de que acaeciera la trágica muerte del conde, en agosto de 1622.

El conde de Villamediana era viudo y al morir no tenía un solo hijo que hubiera sobrevivido a la infancia, por lo que falleció sin herederos directos. Todos sus bienes pasaron a su primo, el conde de Oñate, que se desprendió de su valiosa colección de arte, habiendo constancia de que una parte de ella fue comprada por el príncipe de Gales.

Esta historia, bien de amor frustrado o bien de intereses políticos fallidos, entre el príncipe inglés y la infanta española fue la que me llevó al relato de sir Richard Wynn y a la exacta alusión al juego de los bolos en Santander.

 

En sus páginas, sorprendentemente afirma que este juego tan solo lo practicaban las mujeres.

La traducción, realizada por la doctora en Lengua y Literatura Claudia Quevedo-Webb, profesora en la Universidad de Chicago, es la siguiente:

Algunas mujeres bailan y la música con la que lo hacen no es otra que sus propias voces, utilizando a veces algo como un pequeño tambor que hacen sonar con sus dedos. Se dan las manos en un círculo y caminan alrededor sin que haya ninguna otra variedad, todas cantando y nosotros mirando de pie hasta cansarnos. Sus mujeres, de la misma manera, practican un ejercicio muy conocido en Inglaterra que es colocar los bolos y tirar la bola hacia ellos. Esto solamente lo hacen las mujeres.

Como vemos, el cronista inglés describe muy bien los cantos con la pandereta, previos al juego de los bolos, así como la pasividad de los hombres, que tan solo miran y pasean tranquilos y ociosos. Además, refiere el acontecimiento enmarcado en un día especial de fiesta. Es muy minucioso en la descripción.

No cabe la menor duda de la veracidad del relato de sir Richard Wynn, en el que denomina a los bolos con la palabra Ninepinns, como se conoce al juego en su tierra natal. Esto no puede sorprender a nadie, ya que es de sentido común pensar que si un viajero español del siglo XVII, que no supiera una sola palabra de inglés, hubiera visto jugar en Londres a los Ninepinns, sin lugar a dudas hubiera escrito que les había visto jugar a los bolos. Es lo que pasa cuando solo somos conocedores de una lengua para poder expresarnos. Para mayor redundancia, diremos que la traducción que hace de la citada palabra el diccionario Inglés-Español de Cambridge es bolos.

En cualquier caso, como queda demostrado, los bolos no es que no sea solo cosa de hombres sino que es, y la historia así lo corrobora, un deporte también de mujeres.

 

Juan Francisco Quevedo


EN EL CENTENARIO DEL POETA JOSÉ HIERRO

Por Juan Francisco Quevedo

 

Este año del centenario del nacimiento de un poeta tan nuestro, que tanto amó esta tierra, como José Hierro, no podemos dejar de honrar su memoria desde estas páginas.

José Hierro siempre fue un hombre llano que supo disfrutar de las pequeñas cosas que nos ofrece la vida y que tantas veces dejamos que pasen a nuestro lado sin apenas percibir lo felices que nos hacen. Siempre supo mirar a su alrededor porque siempre creyó que en países de nieblas también nacen flores.

José Hierro miraba a los ojos y de frente al horizonte mientras le interrogaba acerca de todo lo que veía a su alrededor: ¿Te acuerdas de aquello? Aquello era hermoso. Todas las cosas que son, son hermosas/ aunque sepamos de fijo que acaban y mueren un día, que pasan rozando las vidas y/ nunca retornan.

José Hierro siempre supo mirar al fondo de lo más evidente para quedarse con lo esencial, siempre supo, por ejemplo, disfrutar de una buena ración de rabas en la barra de un bar mientras conversaba con los amigos, de las vistas que le proporcionaba un paseo junto al mar, del colorido de las flores que se adueñaban de los prados o de la majestuosidad de un árbol centenario. Siempre supo exprimir y degustar la fruta dorada que da la alegría

Nada se escapaba a su sensibilidad, tampoco el contemplar con deleite una partida de bolos bajo la apacible sombra de unos robles durante una calurosa tarde de verano.

Él, que escribió un verso en el que se encierra toda una filosofía de vida, tarde se aprende lo sencillo, supo que son precisamente esas pequeñas cosas que tenemos a nuestro alcance las que nos proporcionan un hálito de bienestar y una profunda dicha. En ellas, siempre puso el acento en la vida y la palabra en su poesía.

Él, que supo de la gloria literaria que otorga el reconocimiento unánime y los galardones más prestigiosos, prefirió seguir escribiendo en la mesa de un modesto bar, con una copa de licor pegada al papel y a la pluma, porque bien sabía de lo efímero que es todo-sic transit gloria mundi-, porque bien sabía que al final y después de todo, todo ha sido nada.

 

¿Qué haces mirando a las nubes,

José Hierro,

se preguntaba el poeta.

Hoy ya nadie se pregunta quién es José Hierro,

ni por qué siempre mira a las nubes.

José Hierro es ese poeta que supo desmenuzar la vida

con la mirada espontánea y sincera de un hombre.

De un hombre verdadero.

 

       LOS BOLOS

 

De pie, sobre la bolera,

ordenados y panzudos.

Troncos de árboles desnudos,

que esperan la primavera.

Regimiento de madera

¿no oís que la bomba estalla?

Sin saliros de la raya:

¿es qué aguardáis a que toque

su cornetín el emboque

para entrar en la batalla?

 

 

         LAS BOLAS

 

La bomba, redonda, baja

de no sé que avión lejano.

¿Fue un avión o fue una mano

quien la ha lanzado a la caja?

Al birlar, la bola raja

el roble zumba. Resuena

un xilófono. Se llena

la tarde de ojos abiertos.

El niño, pone los muertos

nuevamente en pie en la arena.

JOSÉ HIERRO

Dos viñetas

En el libro de los Campeonatos de España. Torrelavega, 1965


CITAS CERVANTINAS Y EL JUEGO DE LOS BOLOS

 

De un deporte como los bolos, ya se habla en alguna de sus modalidades en ‘El Quijote’ o en ‘El coloquio de los perros’; así que con estos antecedentes cómo no ha de sobrevivir a los avatares de estos tiempos que nos sobrevuelan, un tanto turbulentos y cambiantes.

Es el momento de recordar tres breves fragmentos escritos por Cervantes; en uno de ellos hace decir a Cipión, uno de los perros dotados del don prosopopéyico de la palabra lo siguiente: «El verdadero sentido es un juego de bolos, donde con presta diligencia derriban los que están en pie y vuelven a alzar los caídos».

En un pasaje de ‘El Quijote’ para referirse a Basilio, un atleta en toda regla, hace decir al ingenioso hidalgo: «Corre como un gamo, salta más que una cabra y birla a los bolos como por encantamiento».

Acabo las citas cervantinas dejando constancia de lo arraigados que estaban los juegos de bolos entre las clases más populares. Cuando intentan hacer ver a Sancho las bondades de la caza mayor, éste contesta sin pelos en la lengua: «La caza y los pasatiempos más han de ser para los holgazanes que para los gobernadores; en lo que yo pienso entretenerme es en jugar al triunfo envidado las pascuas y los bolos los domingos y fiestas».

La Peña Bolística Riotuerto hizo una gran apuesta por el futuro con la creación de la Escuela de Bolos Manuel García; puso un gran énfasis en la importancia de la educación de los más jóvenes en esta disciplina. Algo que ya hizo hace 500 años el humanista valenciano Juan Luis Vives que en su obra ‘Tradentis Disciplinis’ de 1531 no dudó en incluir este juego en su programa educativo. Su programa de actividades contenía largas marchas, carreras, luchas y abatidas, juegos de pelota y bolos. Y bolos.

Una de las leyes que postulaba en esta obra se me antoja aún hoy, cinco siglos después, apropiada para las escuelas de bolos que tanto y tan buen trabajo desarrollan, de la que es ejemplo la Escuela de Bolos Manuel García de La Cavada.

Decía así: «Si pierdes: que lo lleves con paciencia, no pongas ceño, ni mala cara, ni la muestres triste: no digas injurias, y eches maldiciones al compañero, o a alguno de los mirones. Si ganas, no digas chistes con soberbia al compañero. Finalmente seas mientras durare el juego, cortés, alegre, gracioso, placentero, fuera truanería, y descaro: no des insinuación alguna de tramposo, villano o ávaro: no porfíes en debatir: en ninguna manera jures. Acordaráste que los mirones son como jueces en el juego: si ellos juzgáren algo, cede, sin dar alguna señal de que no te parece bien: de esta suerte, no solo el juego es recreo, si que también agradable la educación generosa de un mancebo hidalgo».

Esta riqueza cultural que forma parte de una historia tan larga que se prolonga a lo largo de los siglos, entre todos debemos contribuir a preservarla; máxime en una comunidad pequeña y con recursos muy limitados como la nuestra, que corre un serio riesgo de invisibilidad y olvido con los cambios generacionales. De ahí la gran importancia de mantener vivas las tradiciones y la cultura que hemos recibido de nuestros antepasados.

Shakespeare dijo en ‘La tempestad’: «Lo pasado es prólogo», así que, a pesar de las dificultades que irán surgiendo con el paso de los años, espero y deseo que estos cincuenta años solo sean el prólogo, una pequeñísima parte de lo que el futuro depare a la Peña Bolística Riotuerto.

Juan Francisco Quevedo

 


EL ZURDO DE BIELVA

Un adelantado a su tiempo

 

A punto estuvo Rogelio González de nacer con el siglo, con el veinte, pero se adelantó cuatro años para ver la luz en esos finales del XIX tan difíciles para España. Nació en La Habana, cuando aún ondeaba la bandera española a la entrada del puerto y los cañones de hierro fundido de la fábrica de La Cavada defendían la entrada a la bahía desde el castillo del Morro. En aquella hermosa ciudad, al sonido del rompiente de su mar, su padre se había asentado, como tantos cántabros, como tantos montañeses, para procurarse un futuro mejor, para intentar hacer, como se decía por entonces, “las Américas”. Era el cuarto de los siete hijos que Miguel tuvo con su esposa, una cubana de origen canario, que respondía por Vitorina.

No duró gran cosa la aventura americana de Rogelio. Corría el año 1897, cuando la familia decidió regresar a España y poner rumbo a su terruño del alma, a la Bielva de sus antepasados. Se libraron por los pelos de asistir a ese desastre que fue el 98 y que tanto influiría en el desánimo en el que se vio inmersa la sociedad española, y en especial la santanderina. Una ciudad que atónita iría contemplando cómo llegaban al puerto y a la bahía los desastrados, enfermos y tullidos soldados que regresaban de intentar mantener los últimos restos de un imperio que ya se había desmoronado hacía varios siglos. Eran otros tiempos, los tiempos de las sociedades jóvenes, de una sociedad como la norteamericana que llamaba con pujanza a la puerta del siglo XX, donde acabará constituyéndose en la potencia hegemónica del mundo occidental. A España le había llegado su hora, la hora de enfrentarse a la realidad de la pérdida de sus últimas posesiones de Ultramar, la hora de asumir el nuevo papel que la historia le asignaba. Esa verdad causó un gran dolor en una sociedad que había vivido inmersa en el espejismo de su antigua grandeza.

Rogelio con poco más de un año supo lo que era impregnarse del polvo, de la tierra y de la luz de su pueblo, supo de esas sensaciones que todos tenemos tan arraigadas, tan prendidas en el corazón, y que jamás olvidamos. Las que nos transmite la tierra de cada cual, aquella pequeña porción del planeta a la que nos sentimos unidos por un lazo indeleble y por un sentimiento hondo y profundo, la que recordamos desde la distancia y la que engrandecemos con un recuerdo empañado por la nostalgia, la que, como decía Cernuda, “envenena mis sueños”.

Ese lugar preciso y vivido del mundo, que constituye nuestra esencia primigenia, no es un continente, no es un país, ni tan siquiera una comarca. Ese lugar concreto de nuestro mapa sentimental es el trozuco de hierba que pisamos de críos para ir a la escuela, son las callejuelas embarradas por las que corrimos, la risa de nuestra madre, el murmullo agudo de los hermanos... No es más que la verdad del hombre, una verdad unida al polvo, la tierra y la luz de un pequeño lugar del mundo, el nuestro.

En Bielva, en el valle de Herrerías, por donde el Nansa mueve con su fuerza las ruedas pesadas de los molinos y donde contribuye a alimentar el fuego de las forjas que se instalan a su vera, Rogelio tenía esa pequeña porción del mundo que era suya. Allí estaba el lugar donde comenzó a jugar a los bolos. Para ello, no dudó en construirse su propia bolera y en ese artesanal corro, donde se entretenía de niño viendo rodar los bolos sobre la arena húmeda, comenzó a forjar su propia leyenda deportiva y humana, una leyenda que ha trascendido a su escueta fisonomía para constituirse en un mito del deporte cántabro, el más grande que haya existido. Desde luego, “El Zurdo de Bielva” es el único jugador, a pesar de las figuras que ha habido a lo largo de la historia del juego de los bolos, que ha quedado como tal en la memoria de todo un pueblo, el cántabro, tanto en la sentimental como en la deportiva.

Rogelio González Vinoles, “El Zurdo de Bielva”, es una leyenda indiscutible de un deporte tan nuestro, tan pegado a la tradición más auténtica y tan arraigado a nuestra idiosincrasia, como es el juego de los bolos, una de las disciplinas deportivas más exigentes que existen, tanto en preparación física y técnica como psicológica. Una disciplina deportiva en la que si no se logra un equilibrio en esos factores tan determinantes nunca se forjará un gran jugador. Y “El Zurdo de Bielva”, sin tener la figura atlética, ni el poderío de lo físico, supo potenciar las facultades sicológicas y adaptar sus cualidades anatómicas, nada apropiadas para la práctica competitiva de este deporte, a las características que la naturaleza le había proporcionado. Desarrolló una técnica basada en el pulso y en la puntería, dejando la fuerza para aquellos más dotados. Tuvo la habilidad de preparase con infatigable dedicación, en constantes entrenamientos, fomentando aquellas condiciones que mejor se adaptaban a su físico y, además, tuvo la inteligencia y la fortaleza mental de creer en sí mismo, de creer en lo que hacía, lo que le convirtió en un jugador excepcional.

Es decir, fue un hombre que con una estructura anatómica que no se acercaba al tipo medio del deportista de élite bolístico, quiso y supo trabajar sus cualidades mentales-la base del deporte moderno- y supo detectar y trabajar sus mejores capacidades y habilidades físicas. Supo combinar a la perfección mente y cuerpo; y lo consiguió desde una figura frágil, practicando un carácter amable y viendo en cada compañero de partida, en cada rival, a un amigo. Fue un adelantado a su tiempo.

En la Bielva de sus años primeros, a pesar de ser diestro para la vida diaria y cotidiana, se entrenó para jugar por igual con ambas manos, hasta que ya de buen mozo se inclinó a hacerlo sólo con la zurda. Su afición se convirtió casi de inmediato en una verdadera pasión y este entusiasmo  llegaba a tal extremo que, cuando sus padres le requirieron para hacerse una foto de familia, exigió plantar los bolos por delante, mientras él sostenía una bola en su mano diestra. Y de esa foto ha quedado constancia.

No obstante, aquellos no eran años propicios ni para una familia, ni para la juventud de estos lares, tan castigada en aquellos balbuceos del siglo. Con veintidós años, antes de que comenzara la década de los veinte, y con Alfonso XIII en el trono de España y en los veranos santanderinos, tuvo que hacer el mismo camino que ya hiciera su padre tiempo atrás, el de la emigración, el que le llevó de vuelta con toda la familia a la isla caribeña donde nació. Dejó y cambió, a la fuerza, el cariño y el sabor de la tierra de sus mayores, que ya había hecho suya, por la mágica luz de La Habana. Y, sin embargo, este viaje, que parecía alejarle definitivamente del mundo de los bolos, sería crucial en su desarrollo deportivo.

Al poco de arribar, no tardó en informarse de una modalidad de bolos que se jugaba en el Centro Asturiano, el “bolo cubano”, una disciplina muy diferente a la que se practicaba en su tierra y que consistía básicamente en pegar fuerte, de frente y en la base, a un bolo panzón. Algo que a Rogelio le iba que ni pintado; allí se hizo un consumado lanzador que fiaba todo al pulso, como se requería. Allí perfeccionó y desarrolló esta técnica que con el tiempo acabaría aplicando a los bolos que se jugaban en su tierra. Y lo hizo hasta tal extremo y con tal precisión que, a día de hoy, no ha habido nunca un jugador que fuera capaz de dar tantos estacazos, ni conseguir tantos emboques como él. No se le han aproximado ni por asomo. Ni tan siquiera ha habido un solo jugador que siguiera sus pasos, en cuanto a su manera de ver el juego y de propinar leña al primer bolo de la fila del medio. Ha sido único y, quizás, esa sea una de las razones que han hecho de él un mito.

A los diez años de su marcha a Cuba, ya con treinta y dos cumplidos, regresa a su puebluco del alma y no tardará en destacar en todas las competiciones a las que se presenta, forjando una leyenda que pervive hasta nuestros días. Legendarias son las exhibiciones con las que deleitaba al público; en ellas era capaz de ir tirando los bolos uno a uno, uno con cada bola, desde el tiro, desde quince metros, comenzando por los de atrás. Y remataba la faena dando un sonoro estacazo al último que todavía permanecía en pie, el primero de la fila del medio, y en muchos casos, embocando. Los corros se emocionaban ante tanto talento. Esa manera de hacer y proceder no surgía de la casualidad, respondía a un hecho de lo más elemental; en aquellos días de juventud su economía no era muy boyante, no lo suficiente, al menos, como para permitirse pagar diariamente a un pinche que le fuera plantando cada vez que tirara, así que afinó el pulso derribando los bolos uno a uno desde el tiro y ahorrándose unos cuantos viajes hacia la caja, además de la propina del plantador. Y es que no hay nada más cierto que eso de que la necesidad aguza el ingenio.

Eso por no hablar de otra de las anécdotas que contribuyeron a agrandar su memoria. Debo decir que estas hazañas me han llegado a través de múltiples testimonios y son absolutamente fidedignas, no quedándome ni un atisbo de duda sobre su veracidad. Por entretener al público, en ocasiones colocaba una caja de cerillas encima del bolo y conseguía desde el tiro, a una distancia de catorce o quince metros, derribar la caja mientras que el bolo seguía enhiesto en su sitio. Mi padre, entre otros muchos, asistió a estas exhibiciones, asegurándome la consecución de tales prodigios; me lo relataba lleno de emoción y como lo que era, un hecho excepcional y grandioso. Algo así jamás se ha visto en corro alguno.

Este hombre, sencillo y humilde, rápido de movimientos y certero siempre, con el ojo en la diana, supo hacer del juego de los bolos una actividad social, deportiva y lúdica en la que no hacía sino dejar amigos.

Fue un caballero en todos los corros que pisó e hizo de la deportividad una bandera. Nunca movió un pie del sitio, ni en el tiro, ni en el birle; fue un jugador de una pulcritud exquisita tanto para con el juego como para con sus rivales. Jamás discutió una sola jugada, por adversa que le fuera la decisión tomada por el juez, y siempre supo encajar con buen semblante las derrotas y las victorias. Fue un hombre que sólo dejó amigos allá por donde pasó. Y uno de los más grandes amigos de Rogelio fue, sin duda, su compañero de tantas partidas Calixto García Sánchez. Otro hombre que forjó su leyenda en esas boleras que había en los pueblos al lado de esas tiendas-bar en las que encontrabas de todo. En su caso, en la bolera de su propiedad, en el barrio de La Cocina, en el pueblo de Roiz, el mismo pueblo donde viera la luz uno de los grandes arquitectos de la historia de la humanidad, Juan de Herrera.

Tal fue la confraternización a la que llegaron estas dos figuras de los bolos, y en ella sus pueblos, que en el año 1959, poco antes de la muerte de “El Zurdo de Bielva”, a propuesta de Calixto, se fundó en Roiz la Peña Bolística “El Zurdo de Bielva” de grato recuerdo y mejor memoria, que tantas tardes de gloria hubo de vivir en la bolera de La Cocina, propiedad de la familia. La generosidad y el reconocimiento de este hombre excepcional hacia su amigo y compañero no hacen sino engrandecer su recuerdo.

En contrapartida, en Bielva, años más tarde se fundó la Peña Bolística Calixto García, en honor de “El patriarca de Roiz” que, por esas cosas que pasaron en los pueblos pequeños, donde la juventud se marchó en busca de trabajo, no pudo perdurar en el tiempo. A día de hoy, la peña de Roiz lleva el nombre de Peña Bolística El Zurdo de Bielva-Calixto García. En ella se han vuelto a hermanar estos dos grandes amigos, estos dos grandes jugadores que allá por donde pasaron no hicieron sino dejar grato recuerdo de su presencia y de su elegancia, tanto personal como en el juego.

De los títulos deportivos de “El Zurdo de Bielva” hablan sobradamente las hemerotecas; yo he preferido hablar de la inteligencia en el juego y de su periplo vital, así como de la impronta imborrable que ha dejado en la memoria de un pueblo que se siente representado, también en el deporte, en la tradición de un juego, el de los bolos. Un deporte que tanto ha contribuido al desarrollo social de los diferentes lugares de Cantabria, un deporte tan nuestro, tan empastado a nuestro carácter que es nuestra obligación cuidarlo, cuando no mimarlo, y transmitirlo a las generaciones venideras. Y, sin duda, la memoria de “El Zurdo de Bielva”, su recuerdo, y la de hombres como Calixto García, contribuyen decisivamente en esa tarea, tan grata por otra parte, de cuidar y proteger lo que es nuestro. Y el deporte de los bolos lo es y merece el esfuerzo de todo un pueblo. El nuestro.

 

Juan Francisco Quevedo


  La Cavada, a 4 de agosto de 2016

 

Cincuentenario de la Peña Bolística Riotuerto

1966-2016

 

 

Voy a comenzar esta charla de amigos –en la que espero nos sintamos todos tan cómodos como si estuviéramos en el salón de casa o charlando en la barra del bar- hablando de algo en principio tan aparentemente alejado de los bolos, el verdadero motivo que hoy nos reúne, como los sueños. Los sueños que compartimos aquellos que formamos parte  de las generaciones que vieron la luz en las décadas de los cincuenta, sesenta, e incluso setenta, y que nos hacen, después de tanto tiempo, estar unidos, no sólo por la dictadura de los años, que a la fuerza te impone el calendario, sino también por algo tan etéreo y volátil, como sin duda fueron nuestros sueños infantiles y nuestras fantasías adolescentes.

Como bien comprenderéis, esta es una charla de lo más informal, más literaria y sentimental que otra cosa, que gira alrededor de mis evocaciones, y que no pretende ser más que el reflejo de unas sencillas memorias personales.

Yo creo que muchos de nosotros teníamos por entonces los mismos sueños que muchos otros niños de nuestra época, al menos que muchos niños españoles. Yo, por ejemplo, recibí de chaval un equipamiento del Atlético de Madrid, con lo cual, además de hacerme colchonero de por vida, lo que después de tantos años no sé si es muy bueno, quise ser delantero centro de mi equipo, pero ya estaba allí Gárate para desengañarme. Además, en poco tiempo, todo aquello, camiseta, botas, medias… se me quedó pequeño y es que nuestros regalos no crecían en la misma medida que nuestras pretensiones.

Luego tuve mis años de confusión, ya sabéis que si ciclista-aquí por cierto les ha habido muy buenos-, que si jugador de rugby- eso sí del País de Gales y a ser posible zaguero, como el inolvidable Williams-, en fin, incluso quise ser boxeador, pero cuando vi que los puños de Carlos Monzón hicieron besar la lona al gran Nino Benvenuti comprendí que yo no estaba hecho para el castigo. Al menos, tanto.

En cualquier caso, pensáramos en José Eulogio Gárate, en Paco Gento, en Iríbar o en Luis Suárez compartíamos los mismos sueños que la mayoría de los niños de España. Pero, amigos, había algo que nos diferenciaba de todos ellos, y era precisamente uno de esos sueños infantiles. Ese sueño del que hablo era común, estoy seguro, a muchos niños de La Cavada, de Riotuerto: Yo quería ser jugador de bolos, pero no uno más sino un excelente jugador de bolos.

Y esa ilusión infantil fue cuajando en mi interior mientras escuchaba boquiabierto a mi padre y a mi tío contarme las hazañas del Zurdo de Bielva. Me narraban de una manera épica como aquel prodigio era capaz de derribar los bolos desde el tiro, uno a uno, comenzando por la última fila. Alababan su mítico y excepcional pulso; ellos habían sido testigos en un corro de otro de sus portentos, le vieron derribar una caja de cerillas, colocada encima de un bolo, mientras éste permanecía impasible en pie. Y eso por no hablar de su facilidad para embocar, mientras desesperaba a sus rivales estacazo tras estacazo.

Y aquel sueño se siguió acrecentando mientras recorría las boleras de Cantabria de la mano de mis mayores; ver en La Planchada a esa fuerza de la naturaleza, que era Ramiro, y que le hacía llegar más que sobrado unas bolas pesadas desde los veinte metros o hacer la parada habitual-un ritual de cada paseo por la ciudad- en La Casa de los Bolos, donde tantas veces, de niño, vi jugar a Salas y a Cabello. Observar a Modesto era un placer, me embelesaba su forma de sacar la bola, que pareciera más propia de un dios del Olimpo que de un simple mortal. Jamás he vuelto a ver esa elegancia en ningún corro.

Recuerdo también caminar en la tarde hacia Cuatro Caminos, hacia otra de las boleras de mi juventud, hoy tristemente desaparecida, hacia La Carmencita. Era una de esas boleras de interior, a la que se accedía a través del bar. Allí llegué a participar en un Provincial, creo que infantil, ya no recuerdo bien. Y es que yo, como todos por aquí, algo sí que jugamos a los bolos; incluso llegué a ganar alguno de esos concursos que se hacían en verano en La Cavada y de eso dan fe alguna de las copas que aún se conservan en casa de mi madre.

En fin, todos somos dueños de nuestros recuerdos personales, incluso para deformarlos un poco a través del tamiz del tiempo y de las emociones. En cualquier caso, es probable que muchos compartierais conmigo este secreto sueño de triunfar en las boleras, como nuestros ídolos, convirtiéndose así en un sueño colectivo. Y quiero resaltar que ese sueño lo tuvimos muy, muy pocos niños, tan solo unos muchos de este Ayuntamiento y alguno que otro desperdigado por los pueblos de Cantabria.

¿Cómo, entonces, en esta tierra de bolos no íbamos a celebrar y compartir este feliz cincuentenario? La historia reciente de este municipio se puede escribir en la tierra y la arena de una bolera, tanto su historia deportiva como su crónica sentimental, la que pervive y habita en esos sueños de infancia y nos identifica como miembros de una comunidad única, en la que muchas de nuestras vivencias van asociadas a esos sueños infantiles. Y son ellos los que han mantenido esa llama viva, la que hace que cualquiera en Cantabria asocie e identifique esta tierra a los bolos.

Yo, en la ciudad de Santander y en toda la Comunidad Autónoma tengo algunos amigos aficionados a este deporte -de Bielva, de Cabezón, de Alceda…-, amigos con los que me veo de cuando en cuando. Con ellos, por una u otra razón, siempre acabo hablando de bolos y siempre, sin excepción, todos ellos me dicen en algún momento de la conversación algo que me llena de orgullo: La Cavada, su afición, su bolera, el ambiente que se respira y genera no lo hay igual en toda Cantabria. Es único. Y lo mejor de todo, es que tienen razón.

La Cavada, Riotuerto, siempre fueron tierra de bolos y de boleras. La más antigua, la que conservo heredada de la memoria de mis mayores, es la bolera tristemente desaparecida de La Central, junto a la parroquia, corro memorable en el que jugaron nuestros abuelos, nuestros padres y nosotros. Desgraciadamente, desde el portal de la iglesia ya nunca se volverá a oír el restallido seco y sordo de una bola contra el tablón. En ella, lo mismo podías ver jugar al cura, con las faldas arremangadas, que observar a un niño estirarse todo lo que podía desde un tiro que le quedaba largo para sus pretensiones… de hacerse mayor antes de tiempo

¡Cuántos recuerdos sobrevienen al recordar el fresco de su arboleda en los días calurosos del verano, así como la excelente solera de sus blancos! Y qué dulce se hacía la Misa Mayor del domingo, sabiendo que luego nos esperaba esa parada ineludible en La Central. Y es que no fue sólo una bolera y un bar con bodega, sino que fue el lugar en el que varias generaciones de esta hermosa tierra hemos confraternizado jugando partidas improvisadas, partidas que armábamos sobre la marcha, en función de los amigos que fueran apareciendo. Y cuando ya no había para todos, no había problema, de inmediato los recién llegados formaban un nuevo equipo y echaban arriba, a la espera de enfrentarse a los vencedores y sustituir a los que perdían.

También recuerdo perfectamente la bolera del Barrio de Arriba, donde nunca llegué a jugar, pero a la que siempre echaba una mirada al pasar junto a la iglesia, o la bolera de Rucandio, que me viene sobre todo a la cabeza por la romería de La Magdalena. En fin, luego, durante el coloquio, seguro que alguno comparte sus recuerdos de estas dos boleras que para mí están un tanto desdibujadas en la memoria.

Quisiera hacer un pequeño apunte de la bolera que hubo en el Mesón, junto al arco de Carlos III. En ella asistí siendo un mocoso a los primeros chicos serios de mi vida. Tengo el recuerdo, no sé si real, de estar muy encima de los jugadores, de sentirles muy próximos.

Pero si yo debo hablar con devoción de una bolera, de un corro, sería del de La Encina, que desde luego para mí, y para muchos de nuestra generación, fue mucho más que una bolera. A primera hora de la mañana, los chavales íbamos apareciendo entre los plátanos que daban a la bolera, bien a pie, bien en bicicleta, y allí, en aquellos bancos corridos, nos reuníamos, allí conversábamos y allí jugábamos. Y no solo a los bolos.

No recuerdo grandes discusiones, de hecho ninguna fuera de lo común, bien al contrario recuerdo una gran armonía, entre grandes y pequeños, siempre mezclados, incluso a la hora de confeccionar y equilibrar los equipos y los tiros desde los que debían de participar en función de las edades. Siempre se buscaba que todos pudiéramos pasar la morra, aunque a veces fuéramos un poco forzados.

Pero siempre nos caían bolos, y más cuando la bolera estaba recién arreglada por García, con aquella energía, minuciosidad y eficacia con la que lo hacía. Cuando le veíamos trabajar la arena y la tierra todos pensábamos: “Con esta caja tan cuidada tira bolos cualquiera”.

En aquel corro y en otro que se fue improvisando con el trabajo de los más mayores en Revilla, junto al puente, se forjaron grandes aficionados a los bolos y de esos dos corros salieron incluso buenos jugadores. La memoria es traidora a la hora de dar nombres, y a veces injusta con los que nos dejamos en el tintero. Yo sólo voy a dar dos nombres de aquellos chavales que están en torno a aquellas generaciones y luego vosotros tendréis oportunidad de corregirme o ampliar la lista. Quiero citar a Fredo y a Aurelio; con ambos compartí bolera y partidas y ambos fueron dos excelentes jugadores de bolos que llegaron a defender los colores de la Peña. Ambos salieron de aquellas boleras y de aquellos días de infancia y juventud. Y, hoy aquí, como han dicho tantos y de tantas maneras, yo quiero repetir que con motivo del cincuentenario de la Peña todos nosotros retornamos, aunque sea por unos instantes, a esa verdadera patria del hombre que es la infancia, a la época de los sueños, a aquella en la que en este preciso lugar tantos chavales soñamos con ser jugadores de bolos. Y unos pocos incluso lo consiguieron.

También quiero hoy recordar, quiero y debo,  a un jugador que fue asiduo del corro de la vieja Encina, quiero recordar a uno de los grandes de la historia de los bolos, a Mon, a Ramón Tuñez, un hombre que ya triunfaba en los corros en aquellos años en que aún éramos unos pipiolos.

A eso de la media tarde solía aparecer Mon a entrenar. Jamás nos paró una partida, bien al contrario las seguía con interés mientras que, con parsimonia, se iba preparando sentado frente a la caja. Muchas veces, al verle, éramos nosotros los que parábamos para hacer un corro a su alrededor; era entonces cuando nos contaba con amabilidad y empatía sus aventuras bolísticas, sus triunfos, sus boladas y nosotros le escuchábamos con respeto y admiración.

Pero no todo eran bolos en aquellos días de verano. De repente, a alguien se le ocurría jugar al golf, cuando casi no se sabía ni lo que era, y con una pelota y unos palos de avellano, o la cachava de cualquier abuelo, improvisábamos un green entre los árboles.

Eso cuando no nos daba por el fútbol, porque bien entrada la tarde, cuando llegaban los amigos que ya trabajaban, solíamos jugar un partido junto al río ¡Cuántas veces tuvimos que rescatar el balón de aquellas aguas!

Y muchas más cosas, por ejemplo, los días en que el sol pegaba más fuerte, nos acercábamos hasta el río a darnos un baño. Arrancábamos desde La Encina, bien hacia la poza que había bajo el antiguo puente de madera, o bien, por el prado que hay frente a la estación, nos encaminábamos hacia el pozón de Las Hoyas. Esto, tan solo, por reflejar alguna de aquellas cosas.

Muchos sabréis la historia de la magdalena de Proust, en la que una experiencia sensorial-un sonido, un sabor…-la asociamos a un recuerdo del pasado. A mí la labor de aquella magdalena, con la que el escritor se transportó en el tiempo,  la hacen y la representan los sonidos, unos sonidos que al escucharlos hoy en día, me trasladan a las evocaciones de aquellos años de despreocupación.

Cuando nos acercábamos por la Cuesta de Valle, o por el Cerro, o por la carretera del cementerio, al aproximarnos a ese cruce de caminos que es La Barata, ya sabíamos, por los sonidos que nos llegaban desde La Encina, muchas cosas. A mí, al bajar la cuesta de Valle, el simple sonido del choque de una bola contra el tablón ya me sugería que algunos amigos se me habían adelantado.

Y cuando el ruido era de bolada pensaba: Ahí han caído cuatro, por lo menos.

No era difícil para nosotros, cualquiera sabíamos sin verlo, el lenguaje de los sonidos de los bolos.

Si escuchábamos un golpe seco, como si la tierra se rebelara, pensábamos: bola colada.  Y como a continuación se escuchara un sonido sordo, añadíamos: Y encima, al tablón.

Sin embargo, si el sonido era metálico, nos decíamos: Pegó en el fleje; bola queda.

También era muy característico el sonido de un estacazo; al oírlo nos preguntábamos: ¿Habrá sido emboque o habrá ido para atrás y será queda?

No eran éstos los únicos sonidos de nuestra infancia, junto al rodar de los bolos por la tierra húmeda de una caja recién regada, están esos sonidos que componen nuestra discoteca emocional: el derrapar de las bicis sobre la gravilla, el crepitar del agua bajo el puente de madera, el runflar de las peonzas, o el silbido del viento solano cuando se cuela por una ventana mal ajustada.

Por no recordar el rechinar de las tizas en el encerado de la escuela de Arriba, en la que, por cierto, hoy en día, al pasar junto al zaguán de la entrada, no puedo evitar verme a mis escasos cuatro años con la cara sofocada, sudorosa, apoyando los carrillos en las refrescantes piedras que conforman su portalada. Era la manera más rápida y efectiva de aliviar aquel calor que nos provocaban las carreras alrededor de la escuela; tiempos en los que aún llevábamos pegados a nuestra ropa los rudimentarios dorsales hechos con las hojas de aquellas plantas que se adherían a nuestros jerséis. Eso, por no hablar del restallar de aquellas antiguas canicas de barro con las que jugábamos entre las poderosas raíces de las viejas encinas.

En este tiempo presente, otros niños, otras generaciones van conformando sus recuerdos y me gustaría pensar que los chavales de La Cavada, todavía, a día de hoy, siguen teniendo aquellos sueños que nos han hecho distintos del resto de niños. Quiero pensar que siguen soñando con ser algún día grandes jugadores de bolos.

En este cincuentenario, en este lugar tan hermoso, del que nos sentimos tan orgullosos, hago votos para que nunca desaparezca de sus calles, de sus callejas, de sus arboladas, el clamor de la infancia en torno al calor de la amistad, al calor que se genera alrededor de un corro de bolos, ese calor característico que siempre ha acompañado a las boleras del Municipio.

Los bolos deben seguir ejerciendo, en esta tierra, de nexo entre generaciones, deben seguir siendo ese deporte que nos hizo más felices y que contribuyó a que tuviéramos una visión más hedonista y lúdica de la vida.

En fin, hagamos lo posible para que ese sueño común perviva más allá de estos cincuenta años, para que se prolongue en el tiempo y para que sepamos mantener vivas aquellas tradiciones que merezcan verdaderamente la pena. Y ésta es una de ellas. La Cavada, Riotuerto, es territorio de bolos y jugar a ellos en estos lares ya es una tradición primigenia, una impronta pegada a las entrañas de esta tierra.

Larga vida a los bolos y larga vida a la Peña Bolística Riotuerto.

 

Juan Francisco Quevedo

La Cavada, a cuatro de agosto de 2016


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